Ay, ¿por qué han edificado mi casa junto al camino que lleva a la ciudad?
Amarran sus barcas cargadas junto a mis árboles.
Van y vienen y se mueven a su antojo.
Me siento y los contemplo, y mis horas se consumen.
No puedo echarles.
Y así paso los días.
Sus pasos suenan día y noche ante mi puerta.
Es inútil que les diga: ‘No os conozco’.
Toco a unos, siento el olor de otros; a éstos los llevo en la sangre de mis venas, y aquéllos pueblan mis sueños.
No puedo echarlos.
Les llamo y les digo: ‘Que entren en mi casa los que quieran. Sí, que entren’.
Al amanecer, dobla la campana del templo.
Llegan con cestos en las manos.
Sus pies han enrojecido y la primera luz del alba ilumina sus rostros.
No puedo echarlos.
Les llamo y les digo: ‘Venid a mi jardín a coger flores, venid’.
A mediodía se oye el gong de la verja del palacio.
No sé por qué abandonan su trabajo y se acercan a mi seto.
Las flores de sus cabellos palidecen y se mustian: las notas de sus flautas languidecen.
No puedo echarlos.
Los llamo y les digo: ‘Hay sombra refrescante bajo mis árboles. Venid, amigos’.
De noche, los grillos cantan en el bosque.
¿Quién llega lentamente hasta mi puerta, y llama en ella?
Distingo vagamente su rostro... No pronunciamos ni una palabra. El silencio del cielo lo envuelve todo.
No puedo echar a mi callado huésped.
Contemplo su rostro en la noche y transcurren horas de ensueño.