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Efrén Rebolledo

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El enemigo

Capítulo 2

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Quiso tener un amigo, y fijose en aquellos de modo de sentir semejante al suyo, como más aptos para labrar con su auxilio esa forma de amistad que había soñado, que conserva y fortalece el afecto como un ánfora los licores generosos; pero no lográndolo, habíase hecho huraño, y dedicose a analizar el carácter de los que lo rodeaban; sintiendo una satisfacción acre, saboreando algo así como un cruel absintio cada vez que encontraba su observación en el fondo del espíritu sujeto a su estudio, y a través del agua más o menos clara de educación y sociedad, el mismo asiento de rencor, el mismo poso de interés y de egoísmo.

No podía vivir la vida de los otros; no tenía sus gustos ni sus preocupaciones, y lleno de tristeza en su alma ingénitamente bondadosa, veía su vida estéril, sin un lazo ni un cariño; y en las noches, cuando caminaba pensativo por las calles bajo el frío y la melancolía luminosa del cielo, contemplaba desolado la luna, y quién sabe qué corrientes de simpatía y qué extraño parentesco hallaba entre aquel astro triste y solitario, sin árboles, ni agua, ni vida, y su alma sin afectos y sin amor.

Entregábase entonces al estudio, consagrábase al Arte; buscando en los libros la magia que en su derredor no encontraba; viviendo enclaustrado dentro de sí mismo; y poblando su mundo interior con los tesoros de sus sueños y de sus tristezas.

Mas cansábase pronto; contra su decisión y sus hábitos formados tras muchas decepciones revelábase el genio de la Asociación que vela en nuestros pliegues más íntimos, y buscaba el trato, el roce con todos, sediento de una gota de cariño, con la ilusión de recoger un grano de afecto, hasta que lo alejaba el fastidio, el cansancio de la conversación que llegaba a sus oídos como indistinto murmullo, y volvía a su soledad, porque creía que sólo en el retraimiento y la meditación se descubren y forjan las virtudes ocultas, pues el mérito se forma y se conserva escondido, como el oro de las profundidades de la tierra y de las rocas.

Desconocíase a sí mismo; desconfiaba de su valer; su vida llena de amarguras recónditas no era fortalecida por el estímulo; y no obstante, aunque habla perdido la fe de Dios y no la tenía en sus fuerzas, la tenía en el trabajo, y una esperanza hermosa, indestructible, perennemente joven, le mostraba con el brazo extendido, alá lejos, un término adonde debía llegar, impulsado por un espejismo brotado de sí mismo.

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