Cuando terminó la lectura de las cartas, Fernando estaba radiante. Sentía que descabezaba por fin a la viborita...
Como en el drama de Echegaray, había apuñalado a la duda.
La marquesa recogió sus cartas, las ató delicadamente con una cinta verde olivo, las metió en su saco de viaje y se puso de pie. Quedose mirando a su amigo, y al leer en los ojos de éste la convicción de la inocencia de Blanca, le tendió su mano graciosamente, diciéndole:
-Está usted satisfecho, ¿verdad? Aquí no ha pasado nada.
Fernando, por toda respuesta, besó, conmovido, aquella diestra leal.
-Bueno, añadió la marquesa, pues ahora a vestirse, y pida por teléfono en seguida una mesa con tres cubiertos.
-¿Con tres cubiertos?
-Naturalmente, simplín, con tres cubiertos... Yo voy a bajar a la sala de lectura por la pobre Blanca, que está esperándome, usted adivinará con qué impaciencia.
-¿Pero está aquí Blanca?
-Sí, aquí estoy -respondió con blandura una hermosa voz cercana- y se abrió la entornada puerta, y la mujercita vestida de gabardina, se arrojó en los brazos de su marido, llorando dulcemente, muy dulcemente.