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Amado Nervo

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Una mentira

Capítulo 10

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Iba a salir el tren. Se levantó con esfuerzo y fue a buscar un sitió en un ángulo del coche.

El rodar continuo, durante todo el día, le hizo bien.

La monotonía del paisaje fue un sedante para sus nervios.

Por la noche, al llegar a San Sebastián, buscó en el Cristina una habitación cuyas ventanas diesen a la Zurriola. Quería ver, en cuanto se despertase al día siguiente, el mar: no el de paisaje suizo que se contempla desde la Concha coqueta y sonriente, sino el otro, el áspero, el salvaje no domado, el que deshace los rompeolas y asalta las rocas con sus blancos ejércitos de espuma.

Durmió aquella noche de un tirón diez horas. La naturaleza pedía lo suyo.

La vix medicatrix naturae hizo su efecto.

Al abrir temprano sus ventanas, toda la maravilla del paisaje se le metió por los ojos al espíritu. ¡Qué bello, qué inmenso era el mar... y que pequeña su tragedia!

Se estuvo por lo menos una hora contemplando al titán, ahora azul, lleno de pantos trémulos de oro, como dormido, con zonas de colores impintables: ya el pizarra, ya el verde, ya el pavón. Algunas barcas de pescadores aparecían y desaparecían a lo lejos, con el vaivén suave de la palpitación eterna...

A su derecha, el monte Ulía, los pinares admirables, las casitas deliciosas, todos los tonos del verde.

La Naturaleza parecía cogerle en sus inmensos brazos mullidos y decirle:

Reposate, hijo mío: todo lo que piensan e imaginan los hombres, doloroso o alegre, es mentira. Yo soy la única verdad. Búscame siempre, y te daré la sabiduría sin palabras y la paz infinita.

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1 hora 32 minutos

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