Nuestro idilio siguió su curso apacible y un poco eglógico bajo las frondas, y un mes después de lo relatado, en otra tarde tan bella como la que con sus luces tenues acarició nuestras primeras confidencias, yo me presenté a Ana María de levita y sombrero de copa.
-¿De dónde viene usted ten elegante? -me preguntó.
-De casa: no he visto a nadie; no he hecho visita ninguna.
-¿Entonces?
-Vengo con esta indumentaria, relativamente ceremonial, porque voy a realizar un acto solemne...
-¡Jesús! ¡Me asusta usted!
-No hay motivo.
-¿Va usted a matarse?
-Algo más solemne aún: Moratín coloca las resoluciones extremas en este orden: 1.ª, meterse a traductor; 2.ª, suicidarse; 3.ª, casarse, yo he adoptado la más grave: la tercera resolución.
-¡Qué atrocidad! ¿Y con quién va a usted casarse?
-Con usted. Vengo a pedirla su mano y por eso me he vestido como para una solemnidad vespertina.
-¡Qué horror! Pero, ¿habla usted en serio?
-¡Absolutamente!
-Ya voy creyendo que no es usted tan cuerdo como lo asegura.
-¿Por qué?
-Hombre, porque casarse con una mujer desconocida; con una extranjera a quien acaba usted de encontrar, de quien no sabe más que lo que ella ha querido contarle, me parece infantil, por no decir otra cosa...
-¿Por no decir tonto? Suelte usted la palabra: ¿Hay acaso matrimonio que no sea una tontería?
-A menos -añadió ella sin hacer hincapié en mi frase- que me conozca usted por referencias secretas; que se haya valido de la policía privada, de un detective ladino, y haya usted obtenido datos tranquilizadores... Por lo demás, en Estados Unidos casarse es asunto de poca monta. ¡Se divorcia uno tan fácilmente! ¡Con hacer un viaje a Dakota del Norte... o del Sur, todo está arreglado en unas cuantas semanas!
-Yo estoy dispuesto, señora, a casarme con usted a la española: en una iglesia católica, con velaciones, con música de Mendelsohn y Wagner, padrinos, testigos, fotografía al magnesio,etc.,etc.
-¡Qué ocurrente!
-He dicho que vengo a pedirla su mano, esa incomparable mano, que parece dibujada por Holbein en su retrato de la duquesa de Milán, o por Van Dyck...
-¿Quiere usted que hablemos de otra cosa?
-¡Quiero que hablemos de esto y nada más que de esto!
-Pero...
-No hay pero que valga, señora: supongamos que lo que voy a hacer es una simpleza; lo diré más rudamente aún y con perdón de usted; una primada. ¿No tengo el derecho a los treinta y cinco años, soltero, rico, libre, de correr mi aventura, tonta o divertida, audaz o vulgar?
-Usted tiene ese derecho; pero yo tengo el mío de rehusar.
-¿Y por qué?
-Porque lo que le insinué la otra tarde es una verdad; porque en determinada hora de mi vida debo irremisiblemente romper los lazos que me unen a la tierra, quebrantar los apegos todos, hasta el último... y desaparecer.
-¡Quién sabe si usted, señora es la que no está cuerda, y el amor y la locura..., o la cordura por excelencia, va a sanarla! «Si quieres salvar a una mujer -ha dicho Zarathustra- hazla madre». Usted no ha sido madre. Una madre no se va a un convento dejando a su hijo.
Santa Juana Francisca Frémiot de Chantal se fue, pasando por sobre el cuerpo de su hijo Celso Benigno, quien para impedírselo se había tendido en el umbral de la puerta.
-Tiene usted cierta erudición piadosa...
-Piadosamente me educaron.
-Piadosa quiero yo que sea mi mujer...
-Vuelve usted a las andadas.
-¿No la he dicho que vengo a pedirla su mano? Ana María -añadí, y a mi pesar en mi voz sonaba ya el metal de la emoción-: Ana María, aunque parezca mentira, yo la quiero a usted más de lo que quisiera quererla... Ana María, sea usted mi mujer...
-By and by!-respondió con una sonrisa adorable.
-Sea usted mi mujer..., vamos, ¡responda! ¡Se lo suplico! Necesito saberlo ahora mismo.
-¿Aun cuando un día me vaya y le abandone?
-¡Aunque!
-Mire usted que ese «aunque» es muy grave...
-¡Aunque!
-¡Pues bien, sea!
Y aquella tarde ambos volvimos del brazo, pensativos y afectuosos, por las febriles calles de la Cartago moderna, a tiempo que los edificios desmesurados, se iluminaban fantásticamente.