Ocho días después nos habíamos ya encontrado siete veces (¡siete veces, amigo, el número por excelencia, el que, según el divino Valles, no produce ni es producido; el rey de los impares, gratos a los dioses!), y en cierta tarde de un día de mayo, a las seis, iniciada ya una amistad honesta, delicada, charlábamos en un frondoso rincón delCentral Park.
En ocho días se habla de muchas cosas.
Yo tenía treinta y cinco años y había amado ya por lo menos cuarenta veces, con lo cual dicho está que había ganadocinco años, al revés de cierto famoso avaro, el cual murió a los ochenta y tantos, harto de despellejar al prójimo, y es voz pública que decía: «Tengo ochenta y dos años y sólo ochenta millones de francos: he perdido, pues, dos años de mi vida».
Aquella mujer tendría a lo sumo veinticinco.
A estas edades el dúo de amor empieza blando, lento, reflexivo; es una melodía tenue, acompasada; unandante maestoso...
Estábamos ya, después de aquella semana, en el capítulo de las confidencias.
-Mi vida -decíame ella- no tiene nada de particular. Soy hija de un escultor español que se estableció en los Estados Unidos hace algunos años, y murió aquí. Me casé muy joven. Enviudé hace cuatro años; no tuve hijos desgraciadamente. Poseo un modesto patrimonio, lo suficiente para vivir sin trabajar... o trabajando en lo que me plazca. Leo mucho. Soy... relativamente feliz. Un poquito melancólica...
-¿No dijo Víctor Hugo que la melancolía es el placer de estar triste?
-Eso es -asintió sonriendo.
-¿De suerte que no hay un misterio, un solo misterio en su vida?... Creo que sí, porque nunca he visto ojos que más denuncien un estado de ánimo doloroso y excepcional...
-¡Qué vida no tiene un misterio! -me preguntó a su vez... misteriosamente- ¿Pero, es usted por desgracia poeta, o por ventura, que«a serlo forzosamente había de ser por ventura»como dice el paje deLa Gitanilla?
-Ni por ventura ni por desgracia; pero me parece imposible que unos ojos tan negros, tan profundos y tan extraños como los de usted, no recaten algún enigma.
-¡Uno esconden!
-¡Eureka! Ya lo decía yo...
-Uno esconden y es tal que más vale no saberlo; quien me ame será la víctima de ese enigma.
-¿Pues?
-Sí, óigalo usted bien para que no se le ocurra amarme: yo estaré obligada por un destino oculto, que no puedo contrarrestar, a irme de Nueva York un día, para siempre, dejándolo todo.
-¿Adónde?
-A un convento.
-¿A un convento?
-Sí, es una promesa, un deber..., una determinación irrevocable.
-¿A un convento de España?
-A un convento de... no sé dónde.
-Y cuándo se irá usted.
-No puedo revelarlo. Pero llegará un día debe llegar forzosamente un día en que yo me vaya. Y me he de ir repentinamente, rompiendo todos los lazos que me liguen a la tierra... Nadie..., nada, óigalo usted bien, podrá detenerme; ni siquiera mi voluntad, porquehay otra voluntadmás fuerte que ella, que la ha hecho su esclava.
-¿Otra voluntad?
-¡Sí, otra, voluntad invisible!1... Escaparé, pues, una noche de mi casa, de mi hogar. Si amo a un hombre, me arrancaré de sus brazos; si tengo fortuna, la volveré la espalda, y calladamente me perderé en el misterio de lo desconocido.
-¿Pero, y si yo la amara a usted, si yo la adorara, si yo consagrara mi vida a idolatrarla?
-Haría lo mismo: una noche usted se acostaría a mi lado y por la mañana encontraría la mitad del lecho vacía... ¡vacía para siempre!... ¡Ya ve usted -añadió sonriendo- que no soy una mujer a quien deba amarse!
-Al contrario, es usted una mujer a quien no se debe dejar de amar.
-¡Allá usted! No crea que esto que le digo es un artificio para encender su imaginación... Es una verdad leal y sincera. Nada podrá detenerme.
-Qué sabe usted -exclamé-, qué sabe usted si una fuerza podría detenerla: ¡el amor por ejemplo! ¡Si el destino para castigarla hace que enloquezca usted de amor por otro hombre!
-Es posible que yo enloquezca de amor (ya que los pobres mortales siempre estamos en peligro de enloquecer de algo); pero aun cuando tuviese que arrancarme el corazón, me iría...
-¿Y si yo me jurase a mi vez amarla y hacerla que me amase de tal modo que faltara usted a su promesa?
-Juraría usted en vano.
-¡Me provoca usted intentarlo!
-¡Ay de mí!, yo no; yo le ruego, le suplico, al contrario, que no lo intente...
-¿Cómo se llama usted? Creo que ocho días de amistad me dan el derecho de preguntarla su nombre.
-Ana María.
-Pues bien, ¡Ana maría yo la amaré como nadie la ha amado; usted me amará como a nadie ha amado; porque lo mereceré a fuerza de solicitud incomparable, de ternura infinita!
-Es posible; pero aún así, desapareceré; ¡desapareceré irrevocablemente!
(1)Y si, lector, dijeres que todas las voluntades son «invisibles», te diré que no: que el hombre, el mundo, el universo, no son —según ciertos filósofos—más que la visibilidad de la voluntad.