¿Recordaréis que os hablé al principio de amigos piadosos que, cuando resolví casarme con Luisa intentaron disuadirme, porque la conocían y trataban, y conociéndola y tratándola sabían que corría yo con ella al abismo?
Pues uno de estos benévolos amigos dio de manos a boca con nosotros en el paseo de Gracia, pocas horas después del desembarco.
En cuanto nos vio dirigiose rápido a saludarnos y yo no tuve tiempo de prevenirlo acerca de la metamorfosis de mi esposa.
La escena fue por todo extremo pintoresca.
-Hola, Pablo; hola, Luisa -exclamó.
«Luisa» se quedó inmóvil.
Yo estreché la mano de mi amigo y guiñé un ojo, guiño absolutamente inútil como ustedes comprenderán.
Insistió él en saludar a mi mujer, quien extendió al fin la diestra, que él besó, no sin cierto azoramiento.
-Está usted un poquito desmejorada -observó el intruso-; ¿ha estado enferma?
-¿Pero quién es este caballero? -preguntó ella ingenuamente.
-¡Cómo!, no me recuerda usted... ¡Parece mentira! Y pensar que era yo visita obligada los lunes y que he comido tantas veces en su casa...
«Luisa» me miró con un desconcierto tal que tuve miedo de una nueva crisis, y comprendiendo la urgencia de cortar por lo sano, recurrí a un medio.
-Un parecido probablemente excepcional -insinué-, ha hecho que usted confunda a mi mujer con alguna persona que usted conoce...
-¡¡¡Pero, Pablo!!!
-Mi mujer -añadí imperturbable- se llama Blanca y no Luisa, y seguramente no ha visto a usted nunca.
Mi amigo abrió los ojos desmesuradamente. Yo repetí un guiño que no advirtió en su estupor, y concluí:
-Hay parecidos así, y el caso nada tiene de extraordinario. Está usted disculpado, caballero; muy buenos días.
Y cogiendo a Blanca por el brazo le dejé plantado en medio de la acera.
No le he vuelto a ver más, pero seguramente no cabe negarle el derecho que tiene a pensar que mi mujer y yo éramos o unos malcriados llenos de humo, o unos farsantes, o unos mentecatos.
-¿Has visto cosa igual? -me preguntaba Blanca después-. Pero tú parecías conocerle...
No, por cierto; como me saludaba con tanta amabilidad, le tendí la mano, pero ignoro quién es: debes parecerte extraordinariamente a una amiga suya...
Y cambié de conversación, muy satisfecho en el fondo, después de las angustias de Italia, de que mi Blanca no recordase...
¿Estaría salvada?