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Alfred de Musset

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Historia de un mirlo blanco

Capítulo 2

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Mi padre tuvo la crueldad de dejarme durante muchos días en aquella mortificante situación. Pero pese a su violencia, tenía buen corazón, y por las miradas indirectas que me echaba, yo veía claramente que le habría gustado perdonarme y llamarme; mi madre, sobre todo, levantaba hacia mí sin cesar unos ojos llenos de ternura y, a veces, incluso se arriesgaba a llamarme con un gritito lastimero; pero mi horrible plumaje blanco les inspiraba, a su pesar, una repugnancia y un espanto para los que -lo vi claro- no había remedio.

-¡Yo no soy un mirlo! -me repetía-; y, efectivamente, cuando me espulgaba por la mañana y me miraba en el agua del canalón, no veía sino demasiado claro hasta qué punto me diferenciaba de mi familia. ¡Oh, cielo! -repetía también- ¡díme pues qué es lo que soy!

Cierta noche que llovía a mares, iba a dormirme extenuado de hambre y pena, cuando vi posarse cerca de mí un pájaro más mojado, más pálido y más delgado de lo que yo creía posible. Era más o menos de mi color, por lo que pude juzgar a través de la lluvia que nos inundaba; apenas tenía sobre el cuerpo plumas suficientes como para vestir un gorrión, y era más grueso que yo. En un primer momento me pareció un pájaro pobre y necesitado; pero, pese a la tormenta que maltrataba su frente casi rapada, conservaba una expresión de altivez que me encantó. Le hice, modestamente, una gran reverencia, a la que respondió con un picotazo que estuvo a punto de tirarme del canalón. Al ver que me rascaba una oreja y me retiraba compungido sin tratar de responderle en su mismo lenguaje:

-¿Quién eres? -me preguntó con una voz tan ronca como calvo era su cráneo.

-¡Ah!, señor, -contesté temiendo una segunda estocada- no sé. Creía ser un mirlo pero me han convencido de que no lo soy.

La singularidad de mi respuesta y mi expresión de sinceridad le interesaron. Se acercó a mí e hizo que le contara mi historia, lo que hice con toda la tristeza y toda la humildad adecuadas a mi posición y al horrible tiempo que hacía.

-Si fueras un palomo mensajero como yo -me dijo después de haberme escuchado- las simplezas que tanto te afligen no te inquietarían ni un segundo. Nosotros viajamos, ésa es nuestra vida, y tenemos amores, pero yo no sé quién es mi padre. Hender el aire, atravesar el espacio, ver a nuestros pies los montes y las llanuras, respirar el aire mismo de los cielos, y no las exhalaciones de la tierra, correr como una flecha hacia un objetivo marcado que no se nos escapa jamás, ése es nuestro placer y nuestra existencia. Hago más trayecto en un día que un hombre puede hacer en diez.

-A fe, señor -le dije algo envalentonado- usted es un pájaro bohemio.

-Ésa es otra de las cosas de las que no me preocupo en absoluto -contestó-. Yo no tengo país; sólo conozco tres cosas: los viajes, mi mujer y mis hijos. Donde está mi mujer está mi patria.

-Pero, ¿qué es lo que lleva colgado al cuello? Parece un viejo papillote arrugado.

-Son papeles importantes, -contestó pavoneándose-; voy a Bruselas, y le llevo al célebre banquero *** una noticia que va a hacer bajar la renta un franco con setenta y ocho céntimos.

-¡Dios Santo! -exclamé- ¡qué hermosa existencia la suya! y Bruselas debe ser una ciudad digna de ver, estoy seguro. ¿No podría llevarme con usted? Puesto que no soy un mirlo, tal vez sea un pichón.

-Si lo fueras -me contestó- me habrías devuelto el picotazo que te di hace un rato.

-Pues bien, señor, se lo devolveré; no discutamos por tan poca cosa. He aquí que la mañana surge y la tormenta se calma. Por favor, ¡permítame acompañarlo! Estoy perdido; no tengo a nadie en el mundo; si me rechaza no me queda más que ahogarme en este canalón.

-Está bien, ¡en marcha!, sígueme si puedes.

Lancé la última mirada hacia el jardín en el que dormía mi madre. Una lágrima brotó de mis ojos; el viento y la lluvia se la llevaron. Abrí mis alas y partí.

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