Hasta que una noche:
-No, Sol, no: quédate aquí.
-¿Ana, adónde vas? ¿Qué tienes, Ana? ¿Salir tú del cuarto a estas horas? ¡Ana! ¡Ana!
-Déjame, niña, déjame. Hoy, yo tengo fuerzas. Llévame hasta la mitad del corredor.
-¿Del corredor?
-Sí: voy al cuarto de Lucía.
-Pues bueno, yo te llevo.
-No, mi niña, no -se sentó un momento, con Sol a sus pies, le abrazó la cabeza, y la besó en la frente. Nada le dijo, porque nada debía decirle. Y se levantó, del brazo de ella.
-Es que sé lo que tiene triste a Lucía. Déjame ir. De ningún modo vayas. Es por el bien de todos.
Fue, tocó, entró.
-¡Ana!
Ana, casi lívida y tendiendo los brazos para no caer en tierra, estaba de pie, en la puerta del cuarto oscuro, vestida de blanco.
-Cierra, cierra.
Se habló mucho, se oyeron gemidos, como de un pecho que se vacía, se lloró mucho.
Allá a la madrugada, la puerta se abría, Lucía quería ir con Ana.
-No, no, quiero llevarte; ¿cómo has de ir sola si no puedes tenerte en pie? Sol estará despierta todavía. Yo quiero ver a Sol ahora mismo.
-¡Loca! ¡Hasta cuándo eres buena, loca! A Juan, sí, en cuanto lo veas mañana, que será delante de mí, bésale la mano a Juan. A Sol, que no sepa nunca lo que te ha pasado por la mente. Vamos: acompáñame hasta la mitad del corredor.
-¡Mi Ana, madrecita mía, mi madrecita!
Y lloró Lucía aquella mañana, como se llora cuando se es dichoso.