Que el orar bien produce indecible provecho
En ninguna parte encontré mayores delicias que en la oración.
Esta fue el principal alimento de mi vida, y ni un solo momento pasé sin emplearlo en el ejercicio de la oración.
Oré en las entrañas de mi madre; oré apenas nacida; oré en el templo, y nunca cesé de orar.
Si no siempre movía los labios, meditaba siempre los divinos misterios.
Por esto ahora vale tanto mi oración en los cielos, porque la amé en vida, y aun trabajando oraba.
El que ora habla con Dios y conversa con Él familiarmente.
Al que medita le habla Dios como a un excelente amigo.
No es preciso que pronuncies siempre para orar, pero es indispensable que te fijes siempre con buena atención.
Reflexiona lo que dices, y considera atentamente lo que Dios te habla.
No ores sin echar antes de ti todo lo que puede servir de estorbo para elevar a Dios tu entendimiento.
La humildad, la confianza y las buenas obras son la mejor escala de la oración.
Gran necedad es invocar a Dios y vivir mal; pues cual sea tu ánimo, tal será tu oración.
Cuando hayas pedido algo a Dios, abandónate a su voluntad, y no desees alcanzar sino lo que El sabe te conviene.
No puedes pedir sino lo que te es lícito desear.
No digas: Los ermitaños y monjes oran aun trabajando; pero el que vive en medio de los negocios del mundo no puede orar ni en un rincón.
El que no orare, nada recibirá; y pues siempre necesitas algo, siempre has de orar.
Si en todas las cosas tienes buena intención, en esto ya oras; y si en todas tienes a Dios presente, buena es tu oración.
Una conversación piadosa y edificante es también oración y alabanza divina.
Hastío le causan a Dios las oraciones si el espíritu del que ora no está con Él.
Déjalo todo antes que dejar la oración, y sacaras de ahí grande utilidad. ¡Sígueme!