Apenas salió Jesús del Pretorio cargado con la pesada cruz, cayó en tierra rendido de fatiga y extenuado por los atroces tormentos sufridos. Los judíos llamaron entonces a un tal Simón, llamado el Cirineo, y le obligaron a que cargase con la cruz de Jesús, llevándola en pos de Él. Seguía a Jesús una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y le lamentaban. Vuelto Jesús hacia ellas dijo: "Hijas de Jerusalén, no queráis llorar por Mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos".  Porque sabía Jesús los innumerables males que habían de sufrir en la próxima destrucción de Jerusalén. Cree la tradición que el Divino Redentor encontró también a su Santísima Madre, la Virgen María, en el camino del Calvario.  ¡Qué dolor sería para ella al reconocer a su inocentísimo Hijo! Cuenta así mismo la tradición el gesto noble y generoso de una santa mujer llamada Verónica, la cual, sin temor a nadie, abriéndose paso entre los soldados que custodiaban al reo, aplicó al divino rostro un lienzo blanco, y enjugó con él el sudor sanguinolento del Señor. En recompensa de su acción, dejole Él estampada la sagrada imagen de su ritmo lienzo. El camino que tuvo que seguir Jesús, llamado después calle de la amargura (o vía Dolorosa) mide aproximadamente mil pasos, atraviesa la ciudad, y por la puerta llamada judiciaria, desemboca en el lugar de la ejecución. Dos ladrones, también condenados, fueron conducidos al suplicio al mismo tiempo que el buen Jesús.