Los numerosos milagros que obraba el buen Jesús, su incomparable misericordia, los aplastantes argumentos con que dejaba en silencio a sus adversarios, exacerbaron la rabia de los escribas y fariseos, y, llenos de furor, hablaban los unos con los otros tratando de deshacerse de su sagrada persona. Nada más urgente entonces para el divino Maestro que elegir obreros evangélicos, que se formasen en el tiempo de su breve vida y a su lado, para perpetuar el reino de Dios que venía predicando. Con cierta solemnidad procedió Jesús a la institución del Colegio Apostólico, base de su futura Iglesia. Salió al monte a hacer oración, y pasó la noche orando a Dios; y cuando fue de día, llamó a sus discípulos, y escogió de entre ellos a doce, a los cuales dio el nombre de Apóstoles. Y dioles potestad de sanar enfermedades y de lanzar demonios. Los escogidos fueron: Pedro y su hermano Andrés; Santiago y Juan, hermanos, hijos del Zebedeo; Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, Judas Tadeo, Simón y Judas Iscariote, que fue el traidor. Más tarde escogió Jesús otros setenta y dos discípulos, a los cuales dio también poderes especiales, sin por esto igualarles a los doce Apóstoles, y los envió también a predicar el Evangelio. No escogió hombres sabios, ricos o nobles, sino pescadores y publicanos; para que se viese que lo que prevalecía en la conquista espiritual del mundo era la fuerza de la verdad, no las riquezas ni el poder de la nobleza, de la ciencia o del ingenio.