El mundo no había visto una paz como la que entonces disfrutaba. El emperador Augusto aprovechola para hacer una descripción exacta de todos sus súbditos. Publicado el edicto imperial, José partió de Nazaret, donde tenía su domicilio, y fue a la ciudad de David, llamada Belén, para hacerse empadronar con María su esposa, que estaba cercana al parto.  Como ambos a dos estaban perfectamente instruidos del misterio, y sabían que el Mesías, según la profecía de Miqueas, debían hacer en Belén de Judá, sufrieron con gusto las incomodidades del camino.

En Belén fueron mal recibidos; no se tuvo el menor respeto a su calidad, ni al estado de la Santísima Virgen. Las dos personas más santas y más respetables de todo el universo, María y José, se vieron obligados a retirarse a una especie de establo o cueva, que estaba fuera del pueblo, y donde a la sazón se hallaba un buey y un jumento, conforme estaba vaticinado.

No ignorando la Santísima Virgen la hora en que el Salvador debía nacer, pasó con San José todo el tiempo que precedió a este nacimiento en una dulce y amorosa contemplación ante el misterio que iba a cumplirse.

A media noche, sintiendo que el término había llegado, nació su único hijo, al cual adoro postrada en tierra, con aquellos transportes de amor, de admiración y de respeto que solo Dios conoce el ardor, el precio y la medida; tomándole después en sus brazos, le envolvió en unos pañales que había traído y lo reclinó en el pesebre.