24 de noviembre de 1772
No ignora Carlota lo que padezco. Su mirada ha penetrado hoy hasta lo más profundo de mi corazón. La encontré sola: yo no despegaba los labios, y ella me miraba fijamente. Absorto ante aquella mirada sublime, llena de afectuoso interés y dulce compasión, no veía en aquel momento su seductora belleza ni la aureola de inteligencia que ilumina su frente. ¿Por qué no me arrojé a sus pies o la estreché en mis brazos, cubriéndola de besos? Se puso al piano: a sus armoniosos acordes, unió su dulce y melodiosa voz. No he visto nunca más adorables sus labios; parecía que se entreabrían lánguidamente para aspirar los dulces sonidos del instrumento, y exhalarlos de nuevo, suavizados por su hálito. ¡Ah! ¡si yo pudiera hacer que compartiese conmigo lo que entonces sentí! Incliné la cabeza desfallecido, y me juré no atreverme jamás a imprimir un beso en aquella boca... en aquella boca donde revoloteaban los celestiales serafines. Y, sin embargo, yo quiero... No; hay una barrera inaccesible que la separa de mi alma. ¡Destruir esta pureza! Y luego morir para expiar el crimen... ¿el crimen?