22 de mayo de 1771
Muchas veces se ha dicho que la vida es un sueño, y no puedo desechar de mí esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las facultades intelectuales del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos es poder satisfacer nuestras necesidades que, a su vez, no tienen por objeto que prolongar una existencia efímera; que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, y que nos entretenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan; todo esto, Guillermo, me hace enmudecer. Me reconcentro en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de presentimientos y de vagos deseos que de realidades y de fuerzas vivas. Entonces, todo flota ante mis ojos, y yo persigo sonriente mi sueño por el mundo.
Cuantos se dedican a la enseñanza convienen en que los niños no saben darse cuenta de su voluntad; pero, por más que para mí sea una verdad inconcusa, no creerán muchos que los hombres, como los niños, caminando a tientas sobre la tierra, ignorando de dónde vienen y adónde van, son poco menos que autómatas y, exactamente como los niños, se dejan gobernar con juguetes, azotes y confites.
Te concederé desde luego (porque sé lo que me puedes objetar) que los más felices son los que no se curan del pasado ni de lo porvenir; los que pasean, visten y desnudan su muñeca, y los que, dando cautelosas vueltas alrededor del armario donde la madre ha encerrado las golosinas, cuando logran coger el manjar apetecido, lo devoran a dos carrillos y gritan: "¡Más!" Estas criaturas son envidiables. También lo son las que, encareciendo con títulos pomposos sus frívolas ocupaciones, o tal vez sus pasiones, reclaman gratitud al género humano, como si para su salud y su dicha hubieran llevado a cabo alguna empresa gigantesca. ¡Feliz el que pueda vivir de ese modo! Sin embargo, el hombre humilde que comprende adónde va todo a parar; el que observa con cuánta facilidad convierte cualquiera su jardín en un paraíso, y con cuánto tesón el infeliz que gime encorvado bajo el peso de la miseria prosigue casi exánime su camino, aspirando, como todos, a ver un minuto más la luz del sol, ése está tranquilo, crea un mundo, que saca de sí mismo, y también es feliz, porque es hombre. Podrá agitarse en una esfera muy limitada; pero siempre llevará en su corazón la dulce idea de la libertad y el convencimiento de que saldrá de esta prisión cuando quiera.