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Carmen de Burgos

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La herencia de la bruja

Capítulo 3

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A la mañana siguiente, bien temprano, Nicolasa y Nieves salieron de la casa en un cochecito simón, para cumplir sus últimos deberes con la difunta. Querían ir las dos solas. Nieves deseaba evitar que su marido conociese el tugurio de donde ella había salido, y que presenciara el pobre entierro del Hospital, ya que le parecía una tonte­ría gastar dinero en vanidades.

— He runflado mucho con él— le confesó a su amiga— y si viera esto no le faltaría ocasión de echármelo en cara.

— Haces bien: «A l hombre de! codo y no del todo», dice el refrán— respondió Nicolasa, pronta a dar siempre la razón a Nieves — . Si tu madre ha vivido y muerto así ha sido por su avaricia, por su voluntad, que dinero tenía. Tú siempre has sido una señorita.

—Es e lo que necesito que Juanito sepa. El es hijo de unos pescadores... le faltan principios.

— Se le conoce — iba a exclamar Nicolasa, pero se con­tuvo al tiempo que su amiga le preguntaba.

— ¿Y qué habrá hecho mi madre de todo ese dinero?

— ¡Vaya usted a saber!

— ¿Estás segura de que no se lo habrán robado?

— No creo.

— ¿Podremos encontrarlo en la casa?

— Quizás.

Las vecinas, que las vieron atravesar el patio, se agruparon cerca de la puerta, comentando:

— Esa señorona del manto será la hija.

— A buena hora se acuerda de la madre.

— Vendrá a buscarle el gato.

Algunas tomaron su defensa.

— Con una madre como esa que iba a hacer.

— Razón tenía para no verla.

— Ya estará en los infiernos la vieja bruja.

— Con el daño que en este mundo ha hecho.

Entretanto Nieves y Nicolasa rebuscaban en el antro nauseabundo, con olor a la suciedad de los gatos y de la basura acumulada.

No había más que una arquilla con algunas prendas de ropas viejas y remendadas, el camastro donde dormía, unos cuantos utensilios de cocina, una mesilla de tres patas y una caja de cartón llena de papeles entre los que había dos o tres barajas francesas, recomidas y llenas de mugre.

Por más que registraban no veían nada que diera indicios del tesoro.

— En estos papeles no hay ninguna cartilla ni ningún documento. Son cartas y recortes de periódicos.

— Pues llévatelo por si dan alguna luz.

— Ella no era mujer para entender de Bancos ni de Cajas de Ahorro. Tendrá el dinero enterrado en cualquier rincón.

Movían los muebles, buscaban en los ladrillos, a ver si encontraban alguno levantado.

— Es preciso no desalquilar el cuarto y verlo todo bien.

Animadas por la avaricia, ninguna de las dos tenía un recuerdo para la muerta, que se aparecía abominable en aquel antro. Sobre el vasar encontraron otra caja llena de hierbas, de polvos de diversas clases, de cabellos de varios colores, y una muñeca de trapo llena de alfileres.

— Eran sus brujerías— se atrevió a decir Nicolasa.

— Sí— respondió la hija—¡pero el dinero!... ¿dónde está el dinero?...

— ¡Si llamásemos a las vecinas que acudieron cuando le día el accidente...!

— ¿Acaso ellas?...

— No. Me llamaron en seguida. No tocó nadie a nada. Eran muchas,

— Llámalas.

Sali6 Nicolasa y volvió con una mujer chiquitina, redicha, que exclamó:

— Es la hija... por muchos años... ¿Usted busca el gato? Yo creo que lo llevaba encima.

— ¿Cómo?

— La he visto más de una vez meterse los duros, las monedas de oro y los billetes en el forro de su refajo amarillo,

— ¡Su refajo!

Nieves tuvo el recuerdo de aquel refajo amarillo que su madre no se quitaba jamás,

— Fue con él al Hospital—afirmó Nicolasa.

— Hay que pedir que nos devuelvan la ropa.

La vecina seguía afirmando:

— No podía ya tirar del peso de su refajo. Cuando se acostaba lo ponía debajo de la almohada. Conmigo tenía confianza la infeliz y un día me dijo: «Paca , si me muero de pronto, quédate con mi refajo am arillo». Más valía que no hubiera sido yo tonta. Ahora no lo sueltan y a las monjitas.

Así había sucedido. Después de asistir al pobre entierro, las dos amigas pidieron la ropa de la difunta, pero el refajo amarillo no pareció. Nieves tenía la certeza de que aquella fortuna, adquirida con tan malas artes, había ido a parar a la santa casa de caridad.

— Es un robo que parece una restitución— dijo para consolarse— , ¡que sea para bien de su alma!

El que no se conformó tan fácilmente fue Juanito, que por lo visto contaba con la fortuna de la suegra. Chilló, amenazó, quería dar parte al Juzgado, ir a insultar a las monjas, armar una revolución... al fin aplacó llevándose a Celia y a su esposo a que le enseñaran Madrid, pues no era cosa de irse y a que por vez primera venía a la Corte, sin ver la Parada de Palacio, las Caballerizas y los merenderos de la Bombilla, que eran las cosas típicas de que le hablaban los paisanos que conocían !a capital de España.

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