Pedro A. de Alarcón
Media hora después, el conde de Santos entró en el cuarto de su abuela, hipando, riendo y comiéndose un dulce -que todavía mojaban algunas gotas del pasado llanto-, y sin mirar a la anciana, pero dándole con el codo, díjole en son ronco y salvaje:
-¡Vaya si está gorda... mi tía!
La condesa, que rezaba arrodillada en un antiguo reclinatorio, dejó caer la frente sobre el libro de oraciones, y no contestó ni una palabra.
El niño se marchó en busca del escultor, y lo encontró rodeado de algunos Familiares del Santo Oficio, que le mostraban una orden para que los siguiese a las cárceles de la Inquisición, «como pagano y blasfemo, según denuncia hecha por la señora condesa de Santos».
Carlos, a pesar de toda su audacia, se sobrecogió a la vista de los esbirros del formidable Tribunal, y no dijo ni intentó cosa alguna.