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Juan Valera

"El pájaro verde"

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El pájaro verde
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VI

Cinco días habían pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena anterior. La princesa no había llorado en todo ese tiempo, causando no poco asombro y placer al rey su padre. La princesa había estado hasta jovial y bromista, dando leves esperanzas a los príncipes pretendientes de que al fin se decidiría por uno de ellos, porque los pretendientes se las prometen siempre felices.

Nadie había sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan inesperado alivio en la princesa.

Sólo el príncipe tártaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque de una manera muy vaga, que la princesa había recibido alguna noticia del pájaro verde. Tenía, además, el príncipe tártaro el misterioso presentimiento de una gran desgracia, y había adivinado por el arte mágica, que su padre le enseñara, que en el pájaro verde debía mirar un enemigo. Calculando, además, como sabedor del camino y del tiempo que en él debe emplearse, que aquel día debían llegar los mensajeros que envió a su padre, y ansioso de saber lo que respondía éste a la consulta que le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos.

Mas aunque el príncipe tártaro salió con gran secreto la princesa Venturosa, que tenía espías, y estaba, como vulgarmente se dice, con la barba sobre el hombro, supo al instante su partida y llamó a consejo a la lavanderilla y a la doncella.

Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:

-Mi situación es terrible. Tres veces he ido inútilmente a tirar la naranja debajo del árbol desde donde la tiró la lavanderilla; pero la naranja no ha querido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le he visto ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por el Almanaque astronómico, que la noche en que la lavanderilla le vio era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el príncipe tártaro me le habrá muerto. El príncipe le matará en cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con cuarenta de los suyos.

-No os aflijáis, hermosa princesa -dijo la doncella favorita-; tres partidas de cien hombres están esperando a los mensajeros en diferentes puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son briosos, llevan armas de finísimo temple y no se dejarán vencer por el príncipe tártaro, a pesar de sus artes mágicas.

-Sin embargo, yo soy de opinión -añadió la lavandera- de que se envíen más hombres contra el príncipe tártaro. Aunque éste, a la verdad, sólo lleva cuarenta consigo, todos ellos, según se dice, tienen corazas y flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.

El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La princesa hizo venir secretamente a su estancia al más bizarro y entendido general de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas y le pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en la demanda o traer a la princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo del Kan, vivo o muerto.

Después de la partida del general, la princesa juzgó conveniente informar al rey Venturoso de cuanto había acontecido. El rey se puso fuera de sí. Dijo que toda la historia del pájaro verde era un sueño ridículo de su hija y la lavandera, y se lamentó de que fundada su hija en un sueño enviase a tantos asesinos contra un príncipe ilustre, faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos los preceptos morales.

-¡Ay, hija! -exclamaba-, tú has echado un sangriento borrón sobre mi claro nombre, si esto no se remedia.

La princesa se acongojó también y se arrepintió de lo que había hecho. A pesar de su vehemente amor al príncipe de la China, prefería ya dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola gota de sangre.

Así es que se enviaron despachos al general para que no empeñase una batalla; pero todo fue inútil. El general había ido tan veloz, que no hubo medio de alcanzarle. Entonces aún no había telégrafos, y los despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del rey, y los imitaron. Los cuarenta de la escolta tártara, que eran otros tantos genios, corrían en su persecución transformados en espantosos vestiglos, que arrojaban fuego por la boca.

Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y destreza en las armas rayaba en lo sobrehumano, permaneció impávido en medio de aquel terror harto disculpable. El general se fue hacia el príncipe, único enemigo no fantástico con quien podía habérselas, y empezó a reñir con él la más brava y descomunal pelea. Pero las armas del príncipe tártaro estaban encantadas, y el general no podía herirle. Conociendo entonces que era imposible acabar con él si no recurría a una estratagema, se apartó un buen trecho de su contrario, se desató rápidamente una larga y fuerte faja de seda que le ceñía el talle, hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y revolviendo sobre el príncipe con inaudita velocidad, le echó al cuello el lazo y siguió con su caballo a todo correr, haciendo caer al príncipe y arrastrándole en la carrera.

De esta suerte ahogó el general al príncipe tártaro. No bien murió, los genios desaparecieron, y los soldados del rey Venturoso se rehicieron y reunieron a su jefe. Éste esperó con ellos a los enviados que traían la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.

Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrar el general en el palacio del rey Venturoso con la carta del Kan de Tartaria entre las manos. Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la princesa.

Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inútilmente: no entendió una palabra. Al rey Venturoso le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron luego y no se mostraron más hábiles.

Los siete sabios, tan profundos en lingüística, que acababan de llegar sin el ave fénix, y que por ende estaban condenados a morir, acudieron también; mas, aunque se les prometió el perdón si leían aquella carta, no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita.

El rey Venturoso se creyó entonces el más desventurado de todos los reyes; se lamentó de haber sido cómplice de un crimen inútil, y temió la venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los ojos hasta muy tarde.

Su dolor fue, con todo, mucho más desesperado cuando al despertarse al otro día muy de mañana supo que la princesa había desaparecido, dejándole escritas las siguientes palabras:

«Padre: ni me busques, ni pretendas averiguar adónde voy, si no quieres verme muerta. Bástete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque no volverás a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del Kan y desencantado a mi querido príncipe. Adiós».

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