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Juan Valera

"El pájaro verde"

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El pájaro verde
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I

Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso rey, amado con extremo de sus vasallos y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino allá en las regiones de Oriente. Tenía este rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, gigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de Su Majestad; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora reina, persona muy cabal y hermosa, a quien Su Majestad había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que la tenía, causa inocente de su muerte.

Cuentan las historias de aquel país que ya llevaba el rey siete años de matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando ocurrieron unas guerras en país vecino. El rey partió con sus tropas; pero antes se despidió de la señora reina con mucho afecto. Esta, dándole un abrazo, le dijo al oído:

-No se lo digas a nadie para que no se rían si mis esperanzas no se logran; pero me parece que estoy encinta.

La alegría del rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale bien al que está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habían hecho no sabemos qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos y volvió cargado de botín y de gloria a la hermosa capital de su monarquía.

Habían pasado en esto algunos meses; así es que, al atravesar el rey con gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud y el repiqueteo de las campanas, la reina estaba pariendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era primeriza.

¡Qué gusto tan pasmoso no tendría Su Majestad cuando, al entrar en la real cámara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa que acababa de nacer! El rey dio un beso a su hija, y se dirigió lleno de júbilo, de amor y de satisfacción al cuarto de la señora reina, que estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de mayo.

-¡Esposa mía! -exclamó el rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin más ni menos ahogó sin querer a la reina. Entonces fueron los gritos, la desesperación y el llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la reina, la cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se diría que aún vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, había volado el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido inspirar cariño bastante para producir aquel abrazo. ¡Qué mujer verdaderamente enamorada no envidiará la suerte de esta reina!

El rey probó el mucho cariño que le tenía, no sólo en vida de ella, sino después de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y supo cumplirle. Mandó componer a los poetas una corona fúnebre, que aun dicen que se tiene en aquel reino como la más preciosa joya de la literatura nacional. La corte estuvo tres años de luto. Del mausoleo que se levantó a la reina sólo fue posteriormente el de Caria un mezquino remedo.

Pero como, según dice el refrán, no hay mal que dure cien años, el rey, al cabo de un par de años, sacudió la melancolía, y se creyó tan venturoso o más venturoso que antes. La reina se le aparecía en sueños, y le decía que estaba gozando de Dios, y la princesita crecía y se desarrollaba que era un contento.

Al cumplir la princesita los quince años era, por su hermosura, entendimiento y buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el asombro de cuantos la oían. El rey la hizo jurar heredera del trono, y trató luego de casarla.

Más de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras de posta, salieron a la vez de la capital del reino con despachos para otras tantas cortes, invitando a todos los príncipes a que viniesen a pretender la mano de la princesa, la cual había de escoger entre ellos al que más le gustase.

La fama de su portentosa hermosura había recorrido ya el mundo todo; de suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes, no había príncipe, por ruin y parapoco que fuese, que no se decidiera a ir a la capital del rey Venturoso, a competir en justas, torneos y ejercicios de ingenio por la mano de la princesa. Cada cual pedía al rey su padre armas, caballos, su bendición y algún dinero, con lo cual, al frente de una brillante comitiva, se ponía en camino.

Era de ver cómo iban llegando a la corte de la princesita todos estos altos señores. Eran de ver los saraos que había entonces en los palacios reales. Eran de admirar, por último, los enigmas que los príncipes se proponían para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribían; las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la lucha, y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida novia.

Pero ésta, que, a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin poderlo remediar, de una índole arisca, descontentadiza y desamorada, abrumaba a los príncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le importaba un ardite. Sus discreciones le parecían frialdades, simplezas sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus ejercicios caballerescos, ni oír sus serenatas, ni sonreír agradecida a sus versos de amor. Los magníficos regalos que cada cual le había traído de su tierra estaban arrinconados en un zaquizamí del regio alcázar.

La indiferencia de la princesa era glacial para todos los pretendientes. Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, había logrado salvarse de su indiferencia para incurrir en su odio. Este príncipe adolecía de una fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba salientes, crespo y enmarañado el pelo, rechoncho y pequeño el cuerpo, aunque de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso. Ni las personas más inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo siempre principal blanco de ellas el ministro de Negocios Extranjeros del rey Venturoso, cuya gravedad, entono y cortas luces, así como lo detestablemente que hablaba el sanscrito, lengua diplomática de entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.

Así andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran más brillantes cada día. Los príncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el rey Venturoso rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse, y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del príncipe tártaro, de quien con sus pullas y declarado aborrecimiento vengaba con usura al famoso ministro de su padre.

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