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Miguel de Unamuno en AlbaLearning

Miguel de Unamuno

"Nada menos que todo un hombre"

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Biografía de Miguel de Unamuno en Wikipedia

 
 
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Nada menos que todo un hombre
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Todas esas tormentas de su espíritu quebrantaron la vida de la pobre Julia, y se puso gravemente enferma, enferma de la mente. Ahora sí que parecía que de veras iba a enloquecer. Caía con frecuencia en delirios, en los que llamaba a su marido con las más ardientes y apasionadas palabras. Y el hombre se entregaba a los transportes dolorosos de su mujer procurando calmarla. «¡Tuyo, tuyo, tuyo, sólo tuyo y nada más que tuyo!», le decía al oído, mientras ella, abrazada a su cuello, se lo apretaba casi a punto de ahogarlo.

La llevó a la dehesa a ver si el campo la curaba.

Pero el mal la iba matando. Algo terrible le andaba por las entrañas.

Cuando el hombre de fortuna vió que la Muerte le ibá a arrebatar su mujer, entró en un furor frío y persistente. Llamó a los mejores médicos. «Todo era inútil», le decían.

—¡Sálvemela usted! — le decía al médico.

— ¡Imposible, don Alejandro, imposiblel

— ¡Sálvemela usted, sea como sea! ¡Toda mi fortuna, todos mis millones por ella, por su vida!

— ¡Imposible, don Alejandro, imposible!

— ¡Mi vida, mi vida por la suya! ¿No sabe usted hacer eso de la transfusión de la sangre? Sáqueme toda, la mía y désela a ella. Vamos, sáquemela.

— ¡Imposible, don Alejandro, imposible!

— ¿Cómo imposible? ¡Mi sangre, toda mi sangre por ella!

— ¡Sólo Dios puede salvarla!

— ¡Dios! ¿Dónde está Dios? Nunca pensé en Él.

Y luego a Julia, su mujer, pálida, pero cada vez más hermosa, hermosa con la hermosura de la inminente muerte, le decía:

— ¿Dónde está Dios, Julia?

Y ella, señalándoselo con la mirada hacia arriba, poniéndosele con ello los grandes ojos casi blancos, le dijo con una hebra de voz:

— ¡Ahí le tienes!

Alejandro miró al crucifijo, que estaba a la cabecera de la cama de su mujer, lo cogió y apretándolo en el puño, le decía: «Sálvamela, sálvamela y pídeme todo, todo, todo, mi fortuna toda, mi sangre toda, yo todo..., todo yo.»

Julia sonreía. Aquel furor ciego de su marido le estaba llenando de una luz dulcísima el alma. ¡Qué feliz era al cabo! ¿Y dudó nunca de que aquel hombre la quisiese?

Y la pobre mujer iba perdiendo la vida gota a gota Estaba marmórea y fría. Y entonces el marido se acostó con ella y la abrazó fuertemente, y quería darle todo su calor, el calor que se le escapaba a la pobre. Y le quiso dar su aliento. Estaba como loco. Y ella sonreía.

— Me muero, Alejandro, me muero.

— ¡No, no te mueres — le decía él — , no puedes morirtel

— ¿Es que no puede morirse tu mujer?

— No; mi mujer no puede morirse. Antes me moriré yo. A ver, que venga la muerte, que venga. ¡A mil ¡A mí la muerte! ¡Que venga!

— ¡Ay, Alejandro, ahora lo doy todo por bien padecido...! |Y yo que dudé de que me quisieras...l

— ¡Y no, no te quería, no! Eso de querer, te lo he dicho mil veces, Julia, son tonterías de libros. ¡No te quería, no! ¡Amor..., amor! Y esos miserables, cobades, que hablan de amor, dejan que se les mueran sus mujeres. No, no es querer... No te quiero...

— ¿Pues qué? — preguntó con la más delgada hebra de su voz, volviendo a ser presa de su vieja congoja, Julia.

— No, no te quiero... ¡Te... te... te..., no hay palabral — y estalló en secos sollozos, en sollozos que parecían un estertor, un estertor de pena y de amor salvaje.

— ¡Alejandro!

Y en esta débil llamada había todo el triste júbilo del triunfo.

— ¡Y no, no te morirás; no te puedes morir; no quiero que te muerasl ¡Mátame, Julia, y vivel ¡Vamos, mátame, mátame!

— Sí, me muero...

— ¡Y yo contigo!

— ¿Y el niño, Alejandro?

— Que se muera también. ¿Para qué le quiero sin ti?

— Por Dios, por Dios, Alejandro, que estás loco...

—Sí, yo, yo soy el loco, yo el que estuve siempre loco..., loco de ti, Julia, loco por ti... Yo, yo el loco. ¡Y mátame, llévame contigo!

— Si pudiera...

—Pero no, mátame y vive, y sé tuya...

—¿Y tú?

— ¿Yo? ¡Si no puedo ser tuyo, de la muerte!

Y la apretaba más y más, queriendo retenerla.

—Bueno, y al fin, dime, ¿quién eres, Alejandro?— le preguntó al oído Julia.

—¿Yo? ¡Nada más que tu hombre..., el que tú me has hecho!

Este nombre sonó como un susurro de ultramuerte, como desde la ribera de la vida, cuando la barca parte por el lago tenebroso.

Poco después sintió Alejandro que no tenía entre sus brazos de atleta más que un despojo. En su alma era noche cerrada y arrecida. Se levantó y quedóse mirando a la yerta y exánime hermosura. Nunca la vió tan espléndida. Parecía bañada por la luz del alba eterna de después de la última noche. Y por encima de aquel recuerdo en carne ya fría sintió pasar, como una nube de hielo, su vida toda, aquella vida que ocultó a todos, hasta a sí mismo. Y llegó a su niñez terrible y a cómo se estremecía bajo los despiadados golpes del que pasaba por su padre, y cómo maldecía de él, y cómo una tarde, exasperado, cerró el puño, blandiéndolo, delante de un Cristo de la iglesia de su pueblo.

Salió al fin del cuarto, cerrando tras sí la puerta. Y buscó al hijo. El pequeñuelo tenía poco más de tres años. Lo cogió el padre y se encerró con él. Empezó a besarlo con frenesí. Y el niño, que no estaba hecho a los besos de su padre, que nunca recibiera uno de él, y que acaso adivinó la salvaje pasión que los llenaba, se echó a llorar.

— ¡Calla, hijo mío, callal ¿Me perdonas lo que voy a hacer? ¿Me perdonas?

El niño callaba, mirando despavorido al padre, que buscaba en sus ojos, en su boca, en su pelo, los ojos, la boca, el pelo de Julia.

— ¡Perdóname, hijo mío, perdóname!

Se encerró un rato a arreglar su última voluntad. Luego se encerró de nuevo con su mujer, con lo que fue su mujer.

— Mi sangre por la tuya — le dijo, como si le oyera, Alejandro — . La muerte te llevó. ¡Voy a buscarte!

Creyó un momento ver sonreír a su mujer y que movía los ojos. Empezó a besarla frenéticamente por si así la resucitaba, a llamarla, a decirle ternezas terribles al oído. Estaba fría.

Cuando más tarde tuvieron que forzar la puerta de la alcoba mortuoria, encontráronle abrazado a su mujer y blanco del frío último, desangrado y ensangrentado.

 

Salamanca, abril de 1916.

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