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León Tolstoi

"La muerte de Iván Ilich"

Capítulo VI

Biografía de León Tolstoi en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Quintet Op.81 - 3: Molto Vivace
 
La muerte de Iván Ilich
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Ivan Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía comprenderla.

El silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», le había parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo, ser humano en abstracto, fuese mortal, le parecía enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?

Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero «en mi caso ,se decía, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich, con todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta y no es posible que tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible».

Así se lo figuraba. «Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! -se dijo-. ¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?»

Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y correctos. Pero aquel pensamiento, y más que pensamiento la realidad misma, volvía una vez tras otra y se encaraba con él.

Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al curso de pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la idea de la muerte. Pero -cosa rara- todo lo que antes le había servido de escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no producía ahora efecto alguno. Últimamente Ivan Ilich pasaba gran parte del tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos que le protegían de la muerte. A veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído, contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los del sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba hacia un colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y luego, levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las consabidas palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en medio de ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se hallaba la sesión, iniciaba su propia labor corrosiva. Ivan Ilich concentraba su atención en ese dolor y trataba de apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía, se levantaba ante él y le miraba. Y él quedaba petrificado, se le nublaba la luz de los ojos, y comenzaba de nuevo a preguntarse:

«¿Pero es que sólo este dolor es verdad?» y sus colegas y subordinados veían con sorpresa y amargura que él, juez brillante y sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía, procuraba volver en su acuerdo, llegar de algún modo al final de la sesión y volverse a casa con la triste convicción de que sus funciones judiciales ya no podían ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas labores no podían librarle de aquello. Y lo peor de todo era que aquello atraía su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino sólo para que él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y sufriese lo indecible. Y para librarse de esa situación, Ivan Ilich buscaba consuelo ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se vinieron abajo o, mejor dicho, se tomaron transparentes, como si aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.

En estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había arreglado, la sala en que había tenido la caída y a cuyo acondicionamiento -¡qué amargamente ridículo era pensarlo! -había sacrificado su vida, porque él sabía que su dolencia había empezado con aquel golpe. Entraba y veía que algo había hecho un rasguño en la superficie barnizada de la mesa. Buscó la causa y encontró que era el borde retorcido del adorno de bronce de un álbum. Cogía el costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por la negligencia de su hija y los amigos de ésta -bien porque el álbum estaba roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés. Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.

Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero quienes venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y él discutía con ellas y se enfadaba. Pero eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello, aquello era invisible.

Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: «Deja que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de pronto aquello aparecía a través de la pantalla y él lo veía. Era una aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba atención a su costado. «Está ahí continuamente, royendo como siempre.» y ya no podía olvidarse de aquello, que le miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía todo eso? «y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una fortaleza.

¿De veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo, pero lo es!» Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había nada que hacer, salvo mirarlo y temblar.

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