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Mary Shelley en AlbaLearning

Mary Shelley

"Frankenstein o el moderno Prometeo"

Capítulo 22

Biografía de Mary Shelley en Wikipedia

 
 

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Frankenstein
o el moderno Prometeo

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Capítulo 22
 

Eran las ocho cuando desembarcamos. Paseamos unos momentos por la orilla disfrutando del crepúsculo y luego nos dirigimos a la posada, desde donde contemplamos la hermosa vista del lago, bosques y montañas, que, envueltas en la oscuridad, aún mostraban sus negros perfiles.

El viento, que casi había cesado por el sur, se levantó ahora con gran violencia desde el oeste. La luna, alcanzado su cenit, empezaba a descender; ante ella, las nubes corrían, más veloces que el vuelo de los buitres, y nublaban sus rayos; en las aguas del lago se reflejaba el atareado firmamento, de manera aún más bulliciosa, pues las olas empezaban a crisparse. De pronto cayó una fuerte tormenta de agua.

Yo había permanecido tranquilo a lo largo de todo el día, pero, en cuanto la noche difuminó la forma de las cosas, me asaltaron mil temores. Alerta y lleno de ansiedad, empuñaba con la mano derecha una pistola que llevaba escondida en el pecho; el más leve ruido me aterrorizaba; pero decidí que iba a vender cara mi vida y que no abandonaría la lucha que se avecinaba hasta que o mi adversario o yo cayéramos.

Elizabeth observó mi agitación en silencio durante algún tiempo. Por fin dijo:

––¿Qué te intranquiliza, mi querido Víctor? ¿Qué es lo que tanto temes?

––Paciencia, querida mía, paciencia  ––le respondí––. Pasada esta noche, el peligro habrá acabado. Pero esta noche es terrible, muy terrible.

Transcurrió una hora en esta inquietud; de pronto, pensé en lo espantoso que le resultaría a mi esposa el combate que esperaba de un momento a otro. Le rogué que se acostara, dispuesto a no reunirme con ella en tanto no conociera las intenciones de mi enemigo.

Me quedé solo, y continué durante algún tiempo paseando por los pasillos de la casa y examinando cada rincón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no descubrí rastro alguno de él; y empezaba a pensar que alguna providencial casualidad habría intervenido para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí un grito agudo y estremecedor. Venía de la habitación donde descansaba Elizabeth. Al oírlo comprendí la estremecedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la sangre me corría por las venas y me ardía en las puntas de los dedos. Un instante después escuché un nuevo grito y corrí hacia la alcoba.

¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y la muerte de la más pura criatura? Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas, semiocultas por el cabello. Doquiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver esto y seguir viviendo? ¡Cuán tenaz es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En un instante perdí el conocimiento, y caí al suelo.

Cuando volví en mí, me encontré rodeado de la gente de la posada; sus rostros demostraban un terror inenarrable; pero su espanto no era más que una parodia, una sombra de los sentimientos que me oprimían a mí. Escapé hacia la habitación donde yacía el cuerpo de Elizabeth, mi amor, mi esposa tan querida y venerada, viva aún pocos momentos antes. No estaba ya en la posición en la que la había encontrado; tenía ahora la cabeza recostada en un brazo, y el rostro y cuello ocultos por un pañuelo, y se la podía creer dormida. Corrí hacia ella y la abracé con ardor, pero la mortal quietud y frialdad de sus miembros delataban que lo que estrechaba entre mis brazos ya no era la Elizabeth a quien tanto había adorado. En su garganta se veían las horrendas señales del diabólico ser, y ni el menor aliento salía de sus labios.

Mientras con agonizante desesperación me inclinaba sobre ella, levanté la vista. Me invadió una especie de pánico al ver que la pálida luz de la luna iluminaba la habitación, pues las contraventanas que se habían cerrado anteriormente ahora estaban abiertas. Con inexpresable horror vi asomarse a una de las ventanas el aborrecido y repugnante rostro del monstruo. Esbozó una mueca burlona mientras señalaba con su inmundo dedo el cadáver de mi esposa. Me abalancé hacia la ventana y, extrayendo del pecho una pistola, disparé; pero esquivó la bala, y, huyendo del lugar a velocidad del rayo, se zambulló en las aguas del lago.

El ruido del disparo atrajo a la gente hacia la habitación. Indiqué el lugar por donde había desaparecido, y lo seguimos con barcas; echamos incluso redes, pero todo en vano. Regresamos desesperanzados después de varias horas, la mayoría de mis compañeros convencidos de que el fugitivo era fruto de mi imaginación. Tras desembarcar, se dispusieron a registrar los alrededores, organizando distintas patrullas, que se esparcieron por los bosques y viñedos.

No fui con ellos; me encontraba exhausto. Un velo me nublaba la vista, y la piel me ardía con el calor de la fiebre. En este estado, apenas consciente de lo que había ocurrido, me tendieron en una cama, desde donde recorría el cuarto con la mirada en busca de algo que había perdido.

Recordé entonces que mi padre estaría esperando con ansiedad a que Elizabeth y yo regresáramos, y que ahora debería volver solo. Este pensamiento me trajo lágrimas a los ojos y di libre curso a mi llanto. Mis errantes pensamientos iban de un punto a otro, centrándose en mis desgracias, y en lo que las había ocasionado. Me envolvía una nube de incredulidad y horror. La muerte de William, la ejecución de Justine, la muerte de Clerval y finalmente la de mi esposa; ni siquiera sabía si el resto de mis familiares se encontraban a salvo de la maldad del villano; quizá mi padre se agitaba ya entre las manos asesinas, mientras Ernest yacía inerte a sus pies. Esta idea me hizo estremecer y me devolvió a la realidad. Me levanté, y decidí volver a Ginebra de inmediato.

No había caballos disponibles, y tuve que hacer el viaje a través del lago, aunque el viento no era favorable y llovía torrencialmente. Sin embargo, apenas había amanecido y podía confiar en estar en casa por la noche. Contraté algunos remeros, y yo mismo tomé uno de los remos, pues siempre había notado que el ejercicio físico paliaba los sufrimientos del espíritu. Pero lo inmenso de mi pesar y el exceso de agitación que había padecido me impedían cualquier esfuerzo. Dejé el remo, y apoyando la cabeza entre las manos me abandoné al dolor. Al levantar la vista veía los parajes que me eran familiares de los tiempos lejanos de mi felicidad, y que aún el día anterior había contemplado con la que ahora no era sino una sombra y un recuerdo. Lloré amargamente. La lluvia había cesado unos instantes, y vi los peces jugando en el agua igual que lo habían hecho pocas horas antes bajo la mirada de Elizabeth. Nada hay tan doloroso para la mente humana como un cambio brusco y profundo. Podía brillar el sol, o las nubes ensombrecer el cielo; para mí ya nada podía volver a ser lo mismo que el día anterior. Un infame me había arrebatado todas mis esperanzas de felicidad. No habrá habido jamás criatura tan desgraciada como yo; suceso tan espeluznante es único en la historia del hombre.

Pero para qué narrar los acontecimientos que siguieron a esta tragedia. El horror ha llenado toda mi vida; había llegado al punto culminante del sufrimiento, y lo que resta no puede más que aburrirle. Uno a uno me fueron arrebatados aquellos a quienes amaba; y me quedé solo. No tengo ya fuerzas; y explicaré lo que queda de mi horrenda narración en pocas palabras.

Llegué a Ginebra. Mi padre y Ernest aún vivían; pero el primero se hundió ante la trágica nueva que traía. ¡Cómo le recuerdo!, ¡padre bondadoso y amable!; la luz huyó de sus ojos, pues habían perdido a aquella a quien adoraban: Elizabeth, su sobrina, más que una hija para él, a la cual quería con todo el cariño que siente un hombre que, próximo el fin de sus días, y teniendo pocos seres a quienes dedicar su afecto, se aferra con mayor intensidad a aquellos que le quedan. ¡Maldito, maldito villano que llenó de tristeza sus canas y le hizo morir de dolor! No podía vivir bajo el tormento de los horrores que se acumulaban en torno suyo; sufrió una hemorragia cerebral, y murió en mis brazos al cabo de unos días.

¿Qué fue entonces de mí? No lo sé; perdí la noción de todo, y me vi envuelto en cadenas y tinieblas. Soñaba, a veces, que con los amigos de juventud vagaba por alegres valles y prados llenos de flores; pero despertaba una y otra vez en la misma celda. A esto seguía la melancolía, pero poco a poco fui cobrando una idea exacta de mis aflicciones y de mi situación, y por fin me liberaron. Me habían creído loco y, como supe más tarde, durante muchos meses estuve encerrado en una celda solitaria.

Pero la libertad hubiera sido un fútil regalo, si al recobrar la razón no hubiera recobrado a la vez un deseo de venganza. Así que iba recuperando el recuerdo de mis desdichas, empecé a pensar en su causa: el monstruo que había creado, el miserable demonio que, para mi ruina, había traído al mundo. Al pensar en él, me invadía una enloquecedora furia y entonces, deseando que cayera en mis manos, rezaba para que así fuera y pudiera desatar sobre su infame cabeza una inmensa y mortal venganza.

Mi cólera no se satisfizo mucho tiempo con inútiles deseos; empecé a pensar en cómo podía perseguirlo; a este fin, un mes después de puesto en libertad, me dirigí a uno de los jueces de la ciudad, diciéndole que quería formular una acusación; dije que conocía al asesino de mis familiares, y que le rogaba que ejerciera toda su autoridad para que se le detuviera.

Me escuchó con benevolencia e interés.

––Esté usted seguro ––dijo–– de que no ahorraré esfuerzos para encontrar al villano.

––Le quedo muy agradecido ––respondí—. Escuche, pues, la declaración que voy a hacer. Es en verdad una historia tan extraña que temería que usted no me creyera, de no ser por que hay algo en las verdades, por insólitas que parezcan, que fuerzan la convicción. Mi relato es demasiado coherente como para que pueda tomarse por un sueño, y no tengo motivos para mentir.

De esta forma me dirigí a él, con voz tranquila pero seria; había decidido perseguir a mi destructor hasta la muerte, y este propósito calmaba mi angustia y me reconciliaba un poco con la vida. Narré mi historia brevemente, pero con firmeza y precisión, dando fechas exactas y sin desviarme del tema para lamentarme de los hechos.

Al principio, el magistrado demostraba una total incredulidad, pero a medida que proseguía escuchó con mayor atención e interés; hubo momentos en que lo vi estremecerse, otros en que su rostro denotaba un vivo asombro, exento de escepticismo.

Al concluir mi relato, dije:

––Este es el ser al que acuso, y en cuya detención y castigo le ruego ejerza su máxima autoridad. Es su deber como magistrado, y creo y espero que sus sentimientos como hombre no rehusarán cumplir con él en esta ocasión.

Estas últimas palabras provocaron un sensible cambio en la expresión del magistrado. Había escuchado mi relato con ese tipo de credulidad que producen las narraciones de fantasmas y sucesos sobrenaturales; pero cuando le requerí que actuara de forma oficial, volvió a desconfiar. Sin embargo, me respondió templadamente:

––Con gusto le ayudaría en lo que me fuera posible; pero el ser de quien usted me habla parece estar dotado de unos poderes que harían inútiles todos mis esfuerzos. ¿Quién puede perseguir a un animal capaz de atravesar el mar de hielo, habitar en grutas y cavernas, donde ser humano jamás osaría entrar? Además, han pasado algunos meses desde que cometió sus crímenes y es imposible saber a dónde huyó o en qué lugar se halla actualmente ahora.

––No dudo de que ronda el lugar en el que yo me encuentro. Y caso de haberse refugiado en los Alpes; se le puede dar caza como si fuera una gamuza y destruirlo como a una bestia feroz. Pero leo su pensamiento; no cree mi relato, y no tiene la intención de perseguir a mi enemigo y aplicarle el castigo que merece.

Al hablar, tenía los ojos encendidos de cólera, y el magistrado se asustó.

––Está usted equivocado ––dijo—. Haré todo lo que esté en mi mano y, si logro capturar al monstruo,, sepa que será castigado de acuerdo con sus crímenes. Pero temo, por lo que usted mismo ha descrito sobre su resistencia, que esto resulte imposible, y que a la par que se toman las medidas necesarias, usted se debería resignar al fracaso.

––Eso no es posible; pero nada de lo que diga puede servirme de mucho. Mi venganza no es de su incumbencia; y sin embargo, aunque reconozca en ello un vicio, le confieso que es la única y devoradora pasión de mi espíritu. Mi ira no tiene límites, cuando pienso que el asesino, que lancé entre la sociedad, sigue con vida. Me niega usted mi justa petición: me queda un único camino, y desde ahora me dedicaré, vivo o muerto, a conseguir su destrucción.

Temblaba al decir esto; mi actitud debía rezumar aquel mismo frenesí y altivo fanatismo que se dice tenían los antiguos mártires. Pero para un magistrado ginebrino, cuyos pensamientos están muy lejos de los ideales y heroísmos, esta grandeza de espíritu debía asemejarse mucho a la locura. Intentó apaciguarme como haría una niñera con una criatura, y achacó mi relato a los efectos del delirio.

––¡Mortal!  ––exclamé––, está endiosado con su sabiduría, mas cuánta ignorancia demuestra. ¡Calle!; no sabe lo que dice.

Salí de la casa tembloroso e iracundo, y me retiré a pensar en otros medios de acción.

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