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William Shakespeare

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La violación de Lucrecia

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La violación de Lucrecia
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Conducido por las pérfidas alas de un deseo infame, el impúdico Tarquino abandona el ejército romano, y a toda prisa huye de Árdea, la villa sitiada, a llevar a Colatio el fuego sin claridad que, oculto bajo pálidas cenizas, acecha el momento de lanzarse y rodear con su cintura de llamas el talle del dulce amor de Colatino, la casta Lucrecia.

Quizá este nombre de casta fue lo que, desgraciadamente, agudizó el filo no embotado de su irresistible deseo, cuando Colatino, sin poder reprimirse, celebró con imprudencia la mezcla incomparable de rosa y blanco que resplandecía en aquel firmamento de su felicidad, donde luceros mortales, tan luminosos como las magnificencias del cielo, le reservaban a él solo, en sus puros aspectos, peculiares encantos.

Porque él mismo había descubierto la noche anterior, bajo la tienda de Tarquino, el tesoro de su feliz estado; la riqueza inestimable que le habían concedido los cielos al ponerle en posesión de su bella consorte, cotizando a tan alto precio su fortuna, que podían los reyes desposarse con más glorias, pero ni rey ni par con dama tan sin par.

¡Oh dicha solo gozada de unos pocos, que, no bien poseída, se evapora y pasa con la rapidez del fundente rocío plateado de la mañana ante los dorados esplendores del sol! ¡Fecha que expira, cancelada aun antes que llegue! Quien posee el honor y la belleza, solo tiene débiles medios de defensa contra un mundo de perfidias.

La hermosura resalta por sí misma a los ojos de los hombres, sin orador que la realce. ¿Qué necesidad hay, pues, de hacer la apología de lo que es tan singular? ¿O por qué Colatino ha descubierto la rica joya que debió sustraer a los oídos de los raptores, como su más querido bien?

Quizá el elogio de la soberana gracia de Lucrecia fue lo que sugestionó a este arrogante vástago de un rey, pues por nuestros oídos son tentados con frecuencia nuestros corazones. Quizá fue la envidia de una prenda tan valiosa, que desafiaba toda ponderación, el aguijón que picó sus altivos pensamientos y le hizo indignarse ante el hecho de que los inferiores alabaran el lote dorado de que sus superiores carecían.

Mas, sea lo que fuere, algún temerario pensamiento prestó alas a su más temeraria prisa. Olvidándolo todo, su honor, sus asuntos, sus amistades y su linaje, se aleja rápidamente con el firme propósito de extinguir el ascua que arde en su hígado. ¡Oh vivo ardor falso contenido bajo el helado arrepentimiento, tu anticipada cosecha muere en tizón y no madura jamás!

Cuando este pérfido señor llegó a Colatio, fue bien acogido por la dama romana, en cuyo rostro la belleza y la virtud luchaban a quién de los dos sostendría mejor su renombre. Cuando la virtud se alababa, la belleza enrojecía de pudor; cuando la belleza se jactaba de sus rubores, la virtud, por despecho, trataba de borrar este oro con un blanco de plata.

Pero la belleza, que tiene derecho a esta blancura, pues le viene de las palomas de Venus, acepta el encantador combate; entonces la virtud reclama a la belleza el carmín de la vergüenza que prestó a las gentes de la Edad de Oro para realzar sus mejillas de plata y que a la sazón llamó su broquel, enseñándoles a servirse de él en el combate, para que, cuando la vergüenza atacara, el rojo defendiese al blanco.

Este blasón se veía en el rostro de Lucrecia, demostrado por el rojo de la belleza y el blanco de la virtud. Belleza y virtud, reinas de sus colores respectivos, podían probar sus derechos desde la infancia del mundo. Sin embargo, su ambición las impulsa todavía a combatir. Su soberanía recíproca es tan grande, que frecuentemente intercambian sus tronos.

Los ojos traidores de Tarquino abarcan en sus castas filas los lirios y las rosas de esta guerra callada que contempla sobre el campo de su bello rostro; y de miedo a morir entre ellas, el cobarde, vencido y cautivo, se rinde a los dos ejércitos, que más quisieran dejarle partir que triunfar de un enemigo tan falso.

Ahora halla que la elocuencia superficial de su esposo –este pródigo que la ensalzó con avaricia– ha inferido daño a su hermosura en su gran esfuerzo para celebrarla, pues excede en mucho a sus estériles medios. Así, Tarquino, hechizado, suple con el pensamiento la imperfección de la apología de Colatino en el mudo asombro de sus ojos, que no cesan de contemplar.

Esta terrestre santa, adorada por este demonio, sospecha poco de su hipócrita adorador, pues los pensamientos inmaculados sueñan raras veces en el mal. Los pájaros que no han sido nunca enviscados no se cuidan de arbustos traidores. Así, inocentemente y con toda confianza, hace buena recepción y respetuoso acogimiento a su egregio huésped, cuya maldad interior no transparenta externamente su perfidia.

Porque, encubriéndose con su estirpe elevada, ocultaba su torpe propósito en los pliegues de la majestad, aunque nada en él denotaba extravío, a no ser, en determinado instante, la extraordinaria admiración de su mirada, que, abrazándolo todo, todo lo dejaba sin satisfacer; pues, pobre en su riqueza, carece de tantas cosas en su abundancia, que, harto de mucho, aspiraba siempre a más.

Pero ella, que nunca había dado réplica a los ojos de un extraño, no pudo sorprender ningún pensamiento en sus miradas expresivas, ni leer los secretos sutilmente transparentes que se hallan estampados en las márgenes de cristal de semejantes libros. No habiendo hecho uso de ignorados alicientes, no temía los anzuelos. Así, no podía interpretar sus miradas lascivas. Todo lo que veía era que sus ojos estaban abiertos a la luz.

El ensalza a sus oídos la gloria adquirida por su esposo en las llanuras de la fértil Italia, y cubre de elogios el alto nombre de Colatino, ilustrado con su valerosa caballería, sus armas melladas y sus coronas de triunfo. Ella expresa su regocijo alzando las manos, y, sin decir palabra, agradece así al Cielo las glorias de su esposo.

Tarquino presenta sus excusas por su llegada a Colatio, que colora con pretextos muy alejados de los fines que le han traído. Ningún indicio nebuloso de un tiempo de violentas tempestades aparece una sola vez en este bello cielo; hasta que la Noche sombría, madre de la Inquietud y del Terror, extiende sobre el mundo sus lóbregas tinieblas y en su prisión cavernosa encadenada al Día.

Porque entonces Tarquino se hace conducir a su lecho, afectando laxitud y fatiga de ánimo, pues después de la cena ha conversado largo tiempo con la casta Lucrecia, y dejado correr la noche. Ahora el sueño de plomo lucha con las fuerzas de la vida, y todos se entregan al descanso, excepto los ladrones, los cuitados y las conciencias intranquilas, que permanecen en vela.

Semejante a uno de ellos, Tarquino está acostado meditando en los diversos peligros que debe afrontar para la obtención de sus deseos. Pero, por más que sus esperanzas de débiles fundamentos le aconsejan abstenerse, su voluntad se resuelve siempre a realizarlo. Con frecuencia se recurre a la desesperación para lograr el éxito, y cuando un gran tesoro es el premio que se espera, aunque implique la muerte, en la muerte no se repara.

Los que mucho codician se muestran tan ansiosos por adquirir, que por lo que no tienen disipan y pierden lo seguro que poseen; y así, por aguardar lo más, alcanzan, al fin, lo menos. O si ganan algo, el fruto del esfuerzo es tan insignificante y tan lleno de inquietudes, que se ven en bancarrota por la pobre riqueza de su ganancia.

El afán de todos tiende a mantener la existencia con honor, bienestar y dicha, en la edad del descenso; y para lograr este fin es preciso una lucha tan fértil en obstáculos, que exponemos un bien por todos, o todos los bienes por uno, como, por ejemplo, la vida por el honor en la furia de las crueles batallas; la honra por la riqueza, y a menudo esta propia riqueza entraña la muerte de todo, y todo es perdido a la vez.

Así, exponiéndonos a todo, abandonamos las cosas que tenemos por las que esperamos, y esta odiosa fiebre que nos hace ambicionar mucho, nos atormenta con la mezquindad de lo que poseemos; de suerte que olvidamos nuestro bien personal y, por falta de razón, reducimos a nada algunas cosas por quererlas acrecentar.

Un azar semejante va a correr ahora el insensato Tarquino al comprometer su honor por obtener el objeto de su lujuria; es preciso que se pierda a sí propio para que se satisfaga. ¿Dónde encontrará la verdad, si no tiene confianza en sí mismo? ¿Cómo esperará hallar un extraño justo, cuando por sí propio se destruye, entregándose a las lenguas calumniadoras y a los días odiosos y miserables?

Ya se deslizan las horas en el centro de la amortecida noche, donde un sueño pesado cierra los ojos mortales. Ninguna confortable estrella presta su luz. Ningún ruido se oye, a no ser los gritos de fúnebres presagios de búhos y lobos. He aquí el instante propicio en que pueden sorprender a los inocentes corderos. Los pensamientos puros reposan en la soledad y en el silencio, mientras el asesinato y la lujuria velan para mancillar y verter sangre.

Y ahora el voluptuoso príncipe salta de su lecho, échase bruscamente el manto sobre el brazo y se agita febril entre el deseo y el temor. El uno le halaga dulcemente; el otro hace que le amedrente el mal; pero el honesto temor, embrujado por los encantos impuros de la lujuria, no le invita con demasiada frecuencia a que se retire, batido por la violencia del deseo insensato.

Golpea quedamente con su espada un pedernal para hacer salir chispas de fuego de la piedra fría, de que logra encender sin tardanza un hachón de cera, que debe servir de estrella polar a sus ojos lascivos; y dice así deliberadamente a la llama: «Como he forzado este frío pedernal a darme su fuego, así forzaré a Lucrecia a ceder a mi capricho.»

Aquí pálido de temor, premedita los peligros de su horrible empresa, y discute en su fuero interno las desgracias sucesivas que pueden surgir de su acción. Después, arrojando el desdén de sus ojos, desprecia la indefensa armadura de su lujuria siempre carnicera, y censura así con justicia a sus injustos pensamientos:

«¡Refulgente antorcha, extingue tu luz y no la prestes para ennegrecer a aquella cuya luz excede a la tuya! ¡Y morid, pensamientos sacrílegos antes de manchar con vuestra impureza lo que es divino! ¡Ofreced puro incienso en tan puro santuario, y que la noble Humanidad aborrezca una acción que mancilla y empaña la modesta vestidura, blanca como la nieve, del amor!

»¡Oh baldón de la caballería y de las brillantes armas! ¡Oh innoble deshonor para la tumba de mi familia! ¡Oh acto impío que encierra todos los desastres odiosos! ¡Oh guerrero, esclavo de una tierna pasión voluptuosa! El verdadero valor debiera estar siempre unido al verdadero respeto. Mi transgresión es tan vil, tan baja, que vivirá grabada en mi frente!

»¡Sí, aunque muera, la ignominia ha de sobrevivirme y será lo que hiera la vista de mi cota dorada! El heraldo inventará algún estigma degradante para atestiguar el exceso de mi delirio culpable; y mis descendientes, avergonzados de esta marca, maldecirán mis huesos y no tendrán a pecado el desear que yo, su padre, no hubiera existido.

»¿Qué es lo que gano, de alcanzar lo que busco? Un sueño, un soplo, la espuma de un goce furtivo. ¿Quién compara la alegría de un minuto por los lloros de una semana, o vende la eternidad para adquirir una fruslería? ¿Quién destruirá la viña por un solo dulce racimo? ¿O qué loco pordiosero, únicamente por tocar la corona, consintiera en exponerse a ser acto seguido aplastado por el cetro?

»Si Colatino ve en sueños mi intención, ¿no se despertará sobresaltado y en su rabia desesperada correrá aquí a toda prisa para prevenir este vil propósito, este asedio que cerca su tálamo, este borrón para la mocedad, este percance para la cordura, este postrer suspiro de la virtud, esta infamia imperecedera, cuyo crimen arrastrará un oprobio sin límites?

»¡Oh! ¿Qué excusa podrá hallar mi imaginación cuando me imputes un acto tan negro? ¿No enmudecerá mi lengua? ¿No temblarán mis frágiles articulaciones? Mis ojos ¿no olvidarán su luz? Mi pérfido corazón ¿no verterá sangre? Cuando es grande el delito, el temor que despierta es más grande aún, y el temor extremado no puede ni combatir ni huir, sino que debe fenecer cobardemente en un estremecimiento de terror.

»Si Colatino hubiera dado muerte a mi hijo o a mi padre; o hubiera dispuesto emboscadas para quitarme la vida; o si no fuera mi caro amigo, el deseo de ultrajar a su esposa podría hallar excusa en la venganza o la represalia por tales ofensas. Pero como es mi pariente, mi íntimo, la vergüenza y la falta no tienen disculpa ni fin.

»Es vergonzoso, sí, si llega a saberse, Es abominable… Pero no hay odio en el amar…; imploraré su amor; pero no, ella no se pertenece…; lo peor en todo caso sería una negativa, reproches… ¡Mi voluntad es firme; la razón es débil para apartarla! ¡El que teme a una máxima o al refrán de un anciano se dejará intimidar por una figura de tapiz!»

1-2401Así, protervamente, mantiene la disputa entre la fría conciencia y la ardiente pasión, hasta que se despide de sus buenos pensamientos y se esfuerza en interpretar los malos en provecho propio, o que en un momento confunde y aniquila todos los impulsos honestos y va tan adelante que lo vil aparece como una acción virtuosa.

Y dice en su interior: «Me ha cogido afectuosamente por la mano, y ha mirado en mis ojos vehementes para buscar en ellos noticias, temiendo algún suceso desastroso de la banda guerrera en que milita su adorado Colatino. ¡Oh! ¡Cómo levantó en ella el miedo sus colores! Primero, el rojo, como las rosas, que arrojamos sobre el linón; en seguida, el blanco, como el linón cuando hemos quitado las rosas.

»¡Y cómo su mano, en mi mano encerrada, me obligó a que me estremeciera con un sincero temor! Este movimiento la hirió de tristeza y cerró mi mano más estrechamente, hasta que supo el buen estado de su esposo. Entonces su fisonomía resplandeció con una sonrisa tan dulce, que si Narciso la hubiera contemplado en ese instante, el amor de sí propio no le impulsara nunca a sumergirse en la fuente.

»¿Por qué, pues, he de darme a la caza de pretextos o excusas? Todos los oradores son mudos cuando litiga la belleza. A los pobres desgraciados es a quienes les remuerden sus pobres faltas. El amor no prospera en corazones que se espantan de las sombras. La pasión es mi capitán, él me conduce, y cuando está desplegado su alegre estandarte, hasta el cobarde lucha y no se deja derrotar.

»¡Afuera, pues, miedo pueril! ¡Muere, vacilación! ¡Juicio y prudencia, id a dar escolta a la arrugada edad! Mi corazón no desmentirá nunca a mis ojos; la grave circunspección, las consideraciones minuciosas convienen al sabio. Yo represento el papel de la juventud, que las proscribe de su escena. ¡El deseo es mi piloto; la hermosura, mi presa! ¿Quién, allí donde se encuentra tal tesoro, teme irse a pique?»

Como el trigo candeal ahogado por el crecimiento del vallico, así la cautelosa inquietud se ve medio sofocada por la irresistible concupiscencia. El príncipe se desliza furtivamente fuera de su habitación, inquiriendo, con el oído abierto a la escucha, lleno de vergonzosa esperanza y presa de un recelo febril; la una y el otro, como servidores de la injusticia, le turban de tal modo con sus contrarias persuasiones que ora proyecta una liga y ora una invasión.

La divina imagen de ella siéntase en su pensamiento, y en el mismo trono se sienta Colatino. Aquel de sus ojos que la mira lleva la confusión a todo su ser; el que detiene sobre el guerrero, como más puro, no se inclina a contemplación tan pérfida y trata de llamar virtuosamente al corazón, que, ya viciado, adopta el peor partido.

Y entonces estimula en su interior a sus agentes serviles, que, lisonjeados por la jocunda apariencia de su jefe, llenan su lujuria como los minutos llenan las horas; y la audacia que les inspira su capitán crece de modo que pagan un homenaje más servil del que deben. Conducido así locamente por un deseo réprobo el príncipe romano marcha al lecho de Lucrecia.

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