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William Shakespeare

William Shakesperare

La tempestad

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El mar, aunque amenaza, es compasivo

Biografía de William Shakespeare en Wikipedia


 
 
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Música: Chopin - Nocturne in C minor

El mar, aunque amenaza, es compasivo
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La pesada tarea que impusiera Próspero al príncipe de Nápoles no podía durar largo tiempo, y cuando el hechicero comprendió que aquellas dos tiernas criaturas se amaban sinceramente, decidió no poner ya más trabas a su libertad, ni ser óbice a la mutua expansión de su afecto. Queriendo festejarles y darles al mismo tiempo una prueba de su mágico po der, requirió a una pléyade de buenos espíritus (Iris, Ceres, Juno, algunas ninfas marinas y varios segadores) a que canta sen dulces cantares en su presencia y ejecutasen alegres danzas.

Pero acercábase el momento del atentado de Calíbano. Prós pero despidió a los espíritus y empezó a preparar el castigo de los conspiradores. Habiendo enviado a Fernando y Miranda a. su vivienda con orden de aguardarle en ella, encargó a Ariel que trajese algunas piezas de ropa vistosas y que las colgase de una cuerda, a guisa de señuelo para cazar a aquellos facinerosos.

El recurso dio magnífico resultado. Pronto aparecieron Calíbano, Esteban y Trínculo, todos chorreando, puesto que salían de la laguna en la cual se metieron atraídos por la se ductora música de Ariel.

— Andad sigilosamente y con cuidado, que el ruido de vuestras pisadas no sea oído ni siquiera por los ciegos topos que tienen sus madrigueras debajo de los terrones — díjoles Calíbano; — ya estamos cerca de su vivienda.

— ¡Oh mi rey Esteban!, ¡oh gran Par!, ¡oh excelentísimo señor Esteban!, ¡qué copioso guardarropa tendréis! — exclama Trínculo, agarrándose a las piezas de ropa que cuelgan de la cuerda.

— Deja eso y no seas loco; mira que no vale la pena — replica Calíbano.

— Deja esta bata, Trínculo — dice Esteban, tan codicioso como aquél; — ¡por mi brazo, que para mí la quiero!

— De vuestra merced será — responde Trínculo en tono de sumisión.

— ¿Para qué perdéis el tiempo en estas bagatelas? — incré pales Calíbano. — Démosle primero muerte; ¡guay de nosotros, si despierta Próspero!

— ¡Silencio, monstruo ignorante — replica ásperamente Esteban; — y juntamente con Trínculo va apoderándose de las vistosas piezas de ropa que maliciosamente había colocado allí Ariel. — Ahora, monstruo, quédate con el resto.

— No quiero tomar nada replica Calíbano: — estamos perdiendo un tiempo precioso, y si llegamos a caer en manos de Próspero, nos convertirá en patos o en monos.

— Ea, estúpido, ayúdanos a llevar todo esto; de lo contrario, te arrojo de mi reino; toma, carga con esto— dícele Esteban.

— Y con esto otro, — añade Trínculo,— y cargaron al pobre Calíbano con todo aquel menguado botín.

De repente oyóse un ruido como de una jauría: un ejército de espíritus en forma de sabuesos azuzados por Próspero y Ariel, cerraron sobre aquellos malvados.

— ¡Ha!.. Montaña... ¡a ellos!..

— ¡Ha Furia!, ¡ha Plata!, ¡ha Tyrano!, ¡cázalo!..

Al oir esto Calíbano, Esteban y Trínculo ponen pies en polvorosa. Entonces dice Próspero a Ariel.

— Ea, démosles caza hasta acabar con ellos: ya tengo a mis enemigos en mi poder: pronto se terminarán mis trabajos, y entonces quedarás tú libre como el aire: sigúeme un poco más y no meXabandones. Ahora dime, ¿qué es del rey y de los de su séquito?

— Igual que cuando los dejamos; todos prisioneros, señor, en aquel vivero que protege vuestra vivienda; no pueden mo verse de allí hasta que no vayáis vos a sacarlos. El rey, su hermano y el vuestro han perdido el uso de la razón, y los señores de su séquito lamentan su desgracia, especialmente aquel a quien vos llamáis «el bueno y anciano señor Gonzalo». Vuestros sortilegios los dejaron tan aplastados, que si los vie rais ahora, os quebrantarían el corazón.

— ¿Esto crees, trasgo?

— El mío quebrantarían si fuera yo mortal, capaz de sentimiento.

— No será menos sensible el mío, — dice Próspero; — y puesto que están arrepentidos y he conseguido lo que me pro puse, voy a libertarlos; voy a romper las cadenas de mis sortilegios, les devolveré el sentido y serán de nuevo dueños de sí mismos.

— Voy pues en busca de ellos,— dice Ariel.— Y partió gozoso a cumplir el encargo de su señor.

Ya solo Próspero, renunció solemnemente a todas las artes mágicas, de que había por tanto tiempo hecho uso y declaró que, terminado el último sortilegio que iba entonces a poner en práctica, haría pedazos su vara mágica y echaría su libro en el fondo del mar.

No tardó en volver Ariel, acompañado de Alonso, Sebastián, Antonio, y todo el séquito de cortesanos: al llegar entraron todos, sin sentirlo, en la esfera del sortilegio que les tenía prepa rado Próspero y quedaron inmóviles, como si fuesen de piedra.

— Quedad aquí; ya estáis bajo la influencia del hechizo, — díceles Próspero. — ¡Oh buen Gonzalo, defensor mío y leal servidor de tu amo; voy a recompensarte ahora de palabra y con los hechos! Y a ti, Alonso, aunque tan indignamente te portaste conmigo y con mi hija, cometiendo una mala acción con la ayuda de tu hermano (el cual ya ha expiado su crimen); a pesar de todo te perdono: tú, Antonio, hermano mío, que tan mal te portaste, quedas también perdonado.

Mientras Próspero hablaba, el rey y sus acompañantes fue ron poco a poco recobrando los sentidos, pero no reconocie ron a Próspero porque iba aún vestido con las ropas de mago.

— Ve a la gruta— dice a Ariel, — y traeme el sombrero y el espadín, que quiero despojarme de estos vestidos y aparecer como cuando era duque de Milán. Ea, trasgo, vuela; que tu libertad se acerca.

Cumplió gozoso Ariel la orden de su señor, y mientras le ayudaba á vestirse, entonó esta alegre canción:

Yo libo cual la abeja;
Las flores son mi nido,
En él duermo y despierto,
En él vivo tranquilo,
Sin que me atemorice
Ningún siniestro grito.

Cabalgo en el murciélago
Y cruzo el cielo empíreo
Dando, ríente, caza
Al fugitivo estío.

Y en tanto, alegremente
Entre las flores vivo,
Mecido en sus guirnaldas
Y en ellas escondido.

 

Ordénale entonces Próspero que vaya al barco del rey y que le traiga á su presencia al capitán y al contramaestre.

El pobre anciano Gonzalo estaba grandemente confundido y turbado por tantas y tan extrañas cosas como habían sucedido.

«¡Quiera el cielo, exclamaba, que podamos salir de esta isla, que parece ser la isla del terror!...»

— ¡Oh Rey! — dice entonces el mago, dirigiéndose al rey de Nápoles, — mírame; yo soy Próspero, el ultrajado duque de Milán. Para asegurarte que el que te habla es un príncipe de carne y hueso, te estrecho entre mis brazos, y a ti y a cuantos contigo vinieron os deseo cordialmente una feliz llegada a esta tierra.

— Pero ¿qué veo?... ¿acaso eres Próspero o un fantasma ve nido del otro mundo para atormentarme?. . . ¡Difícil cosa pardiez! — exclama el rey cortado por la emoción. — Tu pulso late como el de cualquier mortal, y desde que te vi, siento por momen tos calmarse mi delirio. ¡Ah! desde luego te restituyo el du cado q«e en mala hora usurpé, e imploro perdón por mi cri men. Pero... ¿cómo puede ser que Próspero viva y se halle aquí?

— Sed bienvenidos, amigos míos — exclama Próspero diri giéndose a la comitiva. — En cuanto a vosotros (añade señalan do al pérfido Sebastián y al duque Antonio), muy bien podría yo, si me pasase por el capricho, haceros incurrir en las ame nazas de su Alteza y revelar vuestra abortada traición; pero no quiero en estos momentos perjudicar a nadie descubriéndole.

—El mismísimo Lucifer habla por su boca..., — masculla Sebastián, remordiéndole aún la conciencia de su crimen.

— No; — replica tranquilamente Próspero. — A ti, hombre perverso, (dice, volviéndose hacia su hermano el duque Antonio), te perdono todos tus crímenes, pero exijo que me de vuelvas el ducado: naturalmente no tendrás más remedio que devolvérmelo.

— Si sois en realidad Próspero — exclama el rey de Nápoles, — contadnos la manera cómo llegasteis aquí sano y salvo y cómo se explica que nos hallemos aquí reunidos. Tres horas, nada más, hace que naufragamos en estas aguas en donde perdí ¡ay amargo recuerdo! a mi hijo querido, Fernando...

— ¡Lo reconozco y me asocio a vuestro dolor! — clice Próspero.

— Es verdaderamente una pérdida irreparable y un tan amargo infortunio, que ni aun la resignación puede hacerlo llevadero.

— ¿Para qué habláis de resignación cuando no la conocéis sino de nombre y ni siquiera habéis acudido a solicitar su ayuda — repuso Próspero; — yo sí que he sentido su eficacia en una pérdida semejante, y ahora vivo tranquilo y resignado con mi suerte.

— ¿Qué decís?... ¿una pérdida semejante?... — pregunta el rey.

— Para mí, tan sensible como la vuestra; yo he perdido mi hija.

— ¿Vuestra hija?... — exclama Alonso. — ¡Qué lástima que no sobrevivan ambos! ¡qué buena pareja para ceñir en sus sienes la corona de Nápoles! Pero decidme, ¿cómo habéis perdido vuestra hija?

— En esa última tempestad — responde Próspero, esforzándose en contener la risa. — Pero, ¿a qué hablar de desgracias? alegrémonos más bien de nuestro inesperado encuentro, y ya que habéis venido hasta el umbral ¿le esta cueva, que es mi corte, por cierto sin gran lujo de criados y servidumbre; voy a obsequiaros como merecéis, y puesto caso que me restituís el ducado, yo os mostraré, en cambio, algo tan precioso como él, si ya no es una verdadera maravilla, la cual os satisfará tanto como a mí la restitución del ducado.

Dicho esto, alzó la cortina que tapaba la entrada de la cueva, y divisáronse Fernando y Miranda, entretenidos jugando una partida de ajedrez.

— Amor mío — decíale Miranda, — no hagas fullerías.

— No, amada mía, no las haré por nada del mundo — res pondía Fernando.

— ¡Ah! si es ésta una visión de las que se ofrecen en esta isla — murmura el rey de Nápoles,— conformaríame desde luego en perder por segunda vez a mi hijo querido.

— ¡Oh maravilla inexplicable! — exclama Sebastián.

«Las olas es verdad que amenazan, pero son también com pasivas — », dice Fernando al divisar a su padre.

Y levantándose de su asiento póstrase a sus pies.

— ¡Que te colme el cielo de todas las bendiciones de un amante padre! — exclama Alfonso, loco de alegría al reconocer a su hijo.

Entretanto Miranda no cesaba de contemplar atónita a todos aquellos extraños visitantes, y en su inocencia y entusias mo no pudo menos de exclamar:

— ¡Qué hermoso debe de ser el mundo (desconocido para mi) que tiene tales moradores!

— Y ¿quién es esta joven? — preguntó Alonso a su hijo; — ¿es alguna divinidad?

— Nada de esto, señor — respondió Fernando: — es mortal y mía; la tomé por esposa al creer que ya no tenía yo padre en este mundo. Es hija del famoso duque de Milán, cuyo nombre habréis oído tantas veces ensalzar.

Al oir esto el rey de Nápoles dio su bendición a la joven pareja, y el anciano Gonzalo contestó con un afectuoso «Amén»

En aquel mismo momento llegó Ariel, acompañado del capitán de la fragata real y del contramaestre. Absortos queda ron e inundados de gozo al ver al rey y a sus compañeros. Manifestáronles que el barco se hallaba intacto y sin faltarle pieza alguna de su equipo, ni más ni menos que al hacerse a la vela.

— Señor — murmuró Ariel al oído de Próspero; — todo esto lo hice en un periquete, desde que me separé de vos. ¿No es verdad que me he portado como un hombre?

— A las mil maravillas, diablillo, — respondióle Próspero — y sábete que en recompensa recobrarás pronto la libertad.

Dicho esto ordenóle que fuese a romper el hechizo que tenía atados de pies y manos a Calíbano y sus cómplices. Transcurridos, pues, algunos minutos, volvió Ariel encorriendo a los tres compañeros que iban vestidos con las ropas que robaran de la cuerda. Llegados que fueron a presencia de Próspero y sus huéspedes, exclamó aquél:

— Fijaos, señores, en esos tres personajes: los tres me han robado, y este hijo de hechicera (dijo, señalando á Calíbano), ha conspirado contra mi vida, con esos dos, a quienes es fuerza que reconozcáis como vuestros. En cuanto a este hijo de las tinieblas, confieso que me pertenece.

— ¡Tate! pero si ese es Esteban, el borrachín de mi sumiller—dijo el rey de Nápoles.

— Ea, Esteban, ¿qué haces aquí?— preguntóle Sebastián en tono de burla.

—Lo menos que habías pretendido, bribón, era hacerte rey de la isla, ¿eh?— díjole Próspero.

—Menguado rey iba yo a ser— respondió Esteban, — aplastado aún por el escarmiento que acababa de sufrir con sus compañeros de glorias y fatigas.

—Y ¡qué criatura más rara!...— exclamó Alonso al fijarse en Calíbano; — verdaderamente no he visto esperpento mayor en mi vida.

—Y cuenta— repuso Próspero,— que sus costumbres son aún más repugnantes que su persona. — ¡Quítate de mi presencia y ocúltate en la cueva, bribón de marca, (dijo increpando a Calíbano); llévate allá a tus compinches, y si quieres alcanzar perdón, ten buen cuidado de adornarla convenientemente.

—Sí; voy a hacerlo— dijo Calíbano.— En adelante seré juicioso y haré todo lo posible para portarme bien. Peor que un burro de reata fui al ponerme a las órdenes de este borracho.

Y diciendo y haciendo, salió junto con sus seides de la presencia de Próspero, teniéndose por satisfecho de haber salido tan bien librado de su aventura.

Entonces Próspero invitó al rey de Nápoles y a los demás huéspedes, a entrar en la gruta y descansar allí aquella noche: transcurrida la cual, habían de hacerse juntos a la vela con rumbo a Nápoles con objeto de celebrar la boda del príncipe Fernando con Miranda, y desde allí marchar Próspero a su ducado de Milán.

Quedábale empero una orden que dar a Ariel; por lo cual, tomándole aparte le dijo:— A tu cuidado dejo la prosperidad del viaje; procura que el barco del rey navegue viento en popa y llegue pronto al puerto; Ariel, hijo mío, éste es tu cometido: después, vuelve a tu elemento, sé libre como el aire; ¡adiós!

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