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William Shakespeare

William Shakesperare

El rey Lear

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Gonerila y Regana

Biografía de William Shakespeare en Wikipedia


 
 
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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Gonerila y Regana
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Los temores de Cordelia respecto de la futura conducta de sus dos hermanas, no tardaron en confirmarse. Hechas ya dueñas absolutas del reino que su padre tan incautamente les donara, pusieron de manifiesto la maldad de su corazón y aparecieron tales cuales eran en realidad; es decir, falsas, crueles y sin entrañas. Habíase convenido que cada una de ellas, alternando los meses, tendrían por huésped a su padre con los cien caballeros de su séquito; pero sucedió que ya antes de terminar el primer mes, en casa del duque de Albania, que era el marido de Gonerila, vióse el rey obligado a dejar el palacio a causa de los indignos tratos que esta le daba. Excusábase de su mal comportamiento de hija, diciendo que los caballeros del séquito de su padre alteraban con sus desmanes el orden del palacio, y que, aunque su padre le había dado en dote la mitad de su patrimonio, no podía ella consentir en mantener a pan y cuchillo aquella tropa de cortesanos. Además, con intento de provocar un conflicto, dió orden a su intendente Oswaldo y a la servidumbre que descuidasen el servicio del rey y le tratasen sin ningún respeto; que si no estaba satisfecho de los tratos que se le daban, ya se las compondría él refugiándose en casa de Regana. Bien sabía ella que su hermana no estaba mejor dispuesta que ella a hacer la voluntad ajena, o por usar de su lenguaje, «a ser gobernada por otro» y añadió con desprecio:

— ¡Viejo inútil que pretende ejercer aun la autoridad de que él mismo se desposeyó!...

El impetuoso e irascible Lear no era hombre que pudiese soportar tan injuriosos tratos: fuera de sí, pues, al ver la repugnante ingratitud de Gonerila y la insolencia de sus criados, dió orden que aparejasen los caballos y preparóse a salir del palacio de su hija mayor para dirigirse al de Regana. Ya empezaba a dolerle el haber tratado tan duramente a Cordelia y comprendía cuan imprudente había sido al abdicar tan a la ligera, de su autoridad.

Sin embargo, el testarudo viejo tenía, no lejos de allí, un amigo que lo era de veras, sin él saberlo. El fiel conde de Kent apreciaba a su señor, a pesar de sus muchos defectos, y no permitió que quedase solo y abandonado en tan critica situación: presentóse, pues, fingiéndose hombre que busca un empleo, en el palacio del duque de Albania, y consiguió que el rey Lear le admitiese en su servicio.

Otro súbdito adicto le quedaba aún a Lear; era su bufón. Su lealtad y afecto no habían desmerecido a pesar del infortunio en que veía sumido a su antiguo soberano, y era cosa de ver y que conmovía a cualquiera, la profunda y sincera adhesión que guardaba a su señor. En medio de las continuas vejaciones que exasperaban su irritable carácter, era para el rey una distracción oír las ingeniosas ocurrencias de aquel infeliz, en quien reconocía, a pesar de todo, una prudencia superior a su propia locura.

El pobre bufón estaba profundamente afligido desde la despedida de Cordelia; su partida le había lacerado el corazón: desde aquella fecha la tristeza le devoraba y el pobrecillo languidecía por momentos, casi del todo alejado de su soberano. Este, en su añoranza del favorito le llamó, y el acudió presuroso al llamamiento del rey, decidor como siempre, pero debajo de su casquete de cascabeles, aparecían sus ojos tristes y su cara de hombre apenado y preocupado. Su palabra fácil y ocurrente estaba sembrada de máximas de amarga filosofía, y en sus desplantes lanzó a las barbas del descentrado monarca, algunas verdades de aquellas que amansan al más protervo. De su bufón oía el rey con igualdad de ánimo cosas que no hubiera tolerado de otro alguno, y el bufón, medio en serio y medio en broma, pintóle al vivo la imprudencia que cometiera y cuán desaconsejado estuviera al abandonar el reino entregándolo a sus hijas.

Al poco, con ocasión de entrar Gonerila a donde estaba el rey, montó éste en cólera al oír los embustes de su hija y la insolencia con que le trataba, y el bufón hizo cuanto pudo por distraer a su amo: interrumpía con chistes las picantes y procaces palabras de Gonerila, esforzándose en amortiguar su veneno y divertir al rey aun a costa suya, pues le censuraba sus inconveniencias. ¡Pobre infeliz criatura, que en su buena intención y humilde afecto a la familia real, era muy poca cosa para atajar los males a que la impremeditación diera origen!; ¡su varita de arlequín era impotente a contener la ola de la perturbación y desconcierto! Impotente para conjurar la tempestad que se cernía sobre el horizonte, al pobre siervo no le quedaba otro recurso que seguir las pisadas de su dueño con inquebrantable constancia y compartir su infortunio siendo su inseparable compañero en sus peregrinaciones.

El duque de Albania, menos duro de corazón que su mujer, intentó moderar el implacable rigor de Gonerila, pero fueron vanos sus esfuerzos: ella desoía sus razones y calificaba de «falta de mundo» la mansedumbre de su marido: obrando, pues, como soberana de su casa y hacienda, despidió, sin darles tiempo a buscarse empleo, a cincuenta de los indivíduos del séquito de su padre, bajo el especioso pretexto que observaban una conducta desarreglada, y que el mantener tan numerosa guardia para Lear, constituya un serio peligro para ella y su marido.

Despechado Lear, manifestó su decisión, que era abandonar inmediatamente el palacio de Albania y partir, en compañía del bufón, al palacio de Regana, anunciándole su llegada por conducto de Kent, a quien daría unas cartas para su hija. Por su parte no se durmió Gonerila, sino que envió también unas cartas a Regana, por mediación de su intendente Oswaldo, hombre que incurriera en la desgracia del rey por sus in temperancias. Encontráronse por casualidad ambos mensaje ros en el camino, en las cercanías del castillo del conde de Gloucester, en donde se hospedaban aquellos días Regana y su esposo, y Kent, al ver a Oswaldo, echóse sobre el taimado bribón propinándole una tanda de palos que se tenía bien merecida por su indigno proceder con el monarca. Los lastimeros ayes del cobarde Oswaldo pusieron en alarma a toda la casa y, por orden expresa del duque de Cornuailles, fue Kent capturado y cargado de grilletes, a pesar de sus protestas de que era mensajero del rey Lear y que como tal tenía derecho a que se le respetase. Sobrellevó Kent con gran presencia de ánimo su castigo, y al ver que el mismo conde de Gloucester le daba muestras de compasión y palabra de interceder en su favor cerca de Cornuailles, respondióle con una imperturbable serenidad y sangre fría:

— No, señor; os suplico que no mováis nada: ando muy falto de sueño y estoy fatigado del camino; dejadme tranquilo, que pienso dormir un largo rato y después pasare el tiempo silbando.

Y en efecto, el intrépido caballero se durmió tranquilamente en su poco confortable habitación.

Al llegar el rey Lear con su bufón y un gentilhombre de servicio al Castillo del conde de Gloucester, lo primero que vió fue a su mensajero encerrado en el calabozo, y preguntó quién se había atrevido a cometer tan infame tropelía, a lo que le contestaron que su hija y su yerno. Increíble le pareció a Lear, y pidió inmediatamente una entrevista con Regana y el duque de Cornuailles, los cuales por toda respuesta dijéronle que no podían recibirle. Montó en cólera el irritable Lear al ver tan insultante acogida, y en su excitación intimóles que viniesen a oírle, de lo contrario iría a darles matraca golpeando en la puerta de su habitación hasta que le abriesen. Entonces el conde de Gloucester, con su carácter conciliador, persuadió a sus huéspedes que saliesen y diesen audiencia al anciano.

El duque de Cornuailles y su esposa dieron a su padre una fría y oficiosa bienvenida. Kent fue puesto en libertad, y el rey Lear empezó a contar a sus hijos el indigno tratamiento de que era objeto de parte de Gonerila, creyendo hallar en su segunda hija alguna afección y simpatía, ya que la mayor le trataba tan mal.

Pero, todo lo contrario. Regana tomó el partido de su hermana mayor y respondió fríamente que no podía creer que Gonerila hubiese faltado en nada a sus deberes de hija, y que si ponía freno a los desórdenes del séquito de su padre, estaba en su perfecto derecho y no era este motivo ninguno para reprocharle. — Además — añadió, — tened en cuenta que pesan ya sobre vos los años, y justo es que a vuestra avanzada edad antepongáis al vuestro el juicio de personas de mayor discreción que vos. Así, pues, creedme, volveos a casa de mi hermana y confesadle que habéis obrado mal con ella.

— ¿Yo pedirle perdón?...— exclamó el rey Lear. — ¿Acaso no ves el mal efecto que esto va a hacer en la familia?

Y postrándose de rodillas a los pies de Regana, añade en tono zumbón:

— Querida hija; confieso que soy viejo, y el viejo es un ser inútil: de rodillas, pues, te pido que me des albergue, vestidos y alimento.

Ofendióse Regana por la burlona actitud del anciano, y le suplicó de nuevo que volviese a casa de Gonerila.

—Jamás, Regana, jamás— replicó el rey Lear, levantándose. Y con terribles palabras de despecho, impreco la venganza del cielo sobre su hija mayor por su negra y repugnante ingratitud.

— Esto será lo que deseareis también para mi, en uno de vuestros accesos de furor... — dice Regana.

—No, Regana; no temas— respóndele el anciano; — no me darás jamás motivo para maldecirte.

Y con expresiones de extemporáneo afecto, esforzóse en convencerse a sí mismo de que Regana era incapaz de tratarle como lo había hecho su hija mayor.

Aun estaba el buen viejo hablando, cuando se oyó un sonido de trompetas, y con grande horror y espanto del rey Lear, apareció Gonerila.

— ¡Oh Regana! — exclama el rey en tono de reproche — ¿serás capaz de tenderle la mano?

— ¿Por qué no, señor?— dice con arrogancia Gonerila. — ¿Os he ofendido acaso? No siempre merece el nombre de ofensa lo que la indiscreción y la chochez califican de tal.

Perdió Lear súbitamente los estribos, y Regana, sin darle apenas tiempo para calmarse y responder, le dijo que volviese a casa de Gonerila hasta terminar el mes de hospedaje y que después, habiendo despedido la mitad de la gente de su séquito, viniese a hospedarse en su palacio, pues esto era lo convenido.

Indignado Lear, negóse a volver al palacio de Gonerila: después, haciendo un supremo esfuerzo para dominar su excitación, dirigióse a Gonerila, diciéndole:

—No, no quiero servir ya más de estorbo en tu casa: vete con Dios, que no nos volveremos a ver; mejor estaré en casa de Regana con mis cien caballeros.

A lo cual respondió fríamente Regana, que no había esperado su venida tan pronto y que por lo mismo no estaba preparada para recibirle conforme él merecía. Además instóle de nuevo a que obedeciera a Gonerila, y añadió:

— ¡Cincuenta hombres de séquito!... ¿para qué necesitáis mayor número? y aun ¿a qué tan gran número? Bastarían por cierto la mitad: ¿acaso tan numeroso personal puede vivir en harmonía en una misma casa y a las órdenes de dos autoridades? Difícil cosa, por no decir imposible.

— Además — dice Gonerila: — ¿no os bastan para vuestro servicio mis criados o los de mi hermana, según estéis en su casa o en la mía? ¿A qué, pues, nueva gente?

— Así es la verdad — dijo en su apoyo Regana: — y si queréis veniros conmigo, en lo cual veo peligro para mí, os suplico que no traigáis con vos más de veinticinco caballeros; todos los que excedan de este número no tendrán aquí ni sitio, ni asistencia.

Viendo entonces Lear que allí se le esperaban peores tratos aún que en compañía de Gonerila, dijo que prefería volverse a casa de esta con los cincuenta caballeros, numero a que había reducido ella el séquito del rey. Pero entonces empezó Gonerila a regatear los cincuenta.

— Pero, señor — dijo Gonerila, — ¿para qué necesitáis cincuenta caballeros, ni veinticinco, ni diez, ni aun cinco en una casa en la que hay el doble de servidumbre a vuestras órdenes?

— Efectivamente — añadió Regana; — no veo que haya necesidad, ni siquiera de uno más.

— ¡Necesidad!... no pronunciéis esta palabra... — exclama Lear, justamente irritado ante los sórdidos argumentos aducidos por aquellas a quienes tan graciosamente cediera su patrimonio. — ¿Acaso no tiene el vil mendigo algo superfluo, entre los escasos recursos de su misería? ¡Necesidad!... lo que yo verdaderamente necesito, es paciencia... ¡Dádmela, oh cielo!... ¡Aquí me veis, Dios mío; cargado de años, y más que de años, de infortunios, y aplastado por el peso de entrambos males!... ¿Creéis que voy a llorar? (dice volviéndose a sus hijas): no, no lloraré: harto motivo tengo para derramar lagrimas; pero mi corazón se hará mil pedazos antes que llorar... ¡Oh bufón mío!, ¡voy a volverme loco de sufrimiento!...

Y profiriendo frases de amenaza, abandona el rey Lear el Castillo, seguido solo de sus dos fieles compañeros el bufón y el conde de Kent. Era ya a boca de noche y ésta desapacible y borrascosa; soplaban siniestras ráfagas de viento precursor ras de la tempestad; en todo aquel desierto páramo, no alcanzaba la vista ni un matorral para abrigo de la tormenta; pero el desdichado padre, con su corazón lacerado de pena, no tenía más pensamiento que huir de aquellas hijas sin entrañas, que tan ignominiosamente le trataban.

Fue entonces el conde de Gloucester, a toda prisa, a avisar a Gonerila y Regana que su padre abandonaba el Castillo; pero ellas respondiéronle con fría brutalidad suplicando que no le hiciese el menor obstáculo, sino que más bien cerrase la puerta para que no volviese a entrar.

— Los hombres testarudos han de aprender de la experiencia por los mismos males que su terquedad les acarrea — dice Regana; — su séquito es temible y capaz de todo: la prudencia nos manda ser cautos y avisados.

— Tiene razón Regana — añade Cornuailles: — cerrad las puertas, señor; que la noche es de perros y tenemos la tormenta encima.

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