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William Shakespeare

William Shakesperare

Cuento de invierno

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En el palacio de Leontes

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En el palacio de Leontes
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Muy estrecha amistad unía, ya desde la infancia, a Leontes, rey de Sicilia, y Polixeno, rey de Bohemia. Habían sido educados juntos y pasado en compañía lo más florido de su juventud, por lo cual había entre ellos gran intimidad. Al tener, pues, que separarse, porque así lo reclamaban los respectivos deberes de soberano de sus Estados, siguieron manteniendo las más cordíales relaciónes enviándose mutuamente regalos y menudeando la correspondencia.

Andando el tiempo contrajeron ambos matrimonio. Leontes tomó por esposa a la noble y bella Hermióna que dio a luz al príncipe Mamilio. Un mes después tuvo Polixeno un hijo a quien llamó Florizel. De unos cinco años próximamente eran estos dos vástagos cuando Polixeno fue a Sicilia a visitar a Leontes: allí permaneció muchos meses, renovando al lado de su antiguo amigo los felices recuerdos de la infancia, cariñosamente acogido por Hermióna, la cual se holgaba en extremo de su presencia y le agasajaba en gran manera por atención a su esposo.

Vino empero la hora de regresar Polixeno a sus Estados. Largo tiempo había estado ausente de Bohemia, y los negocios del reino reclamaban su presencia. Instábale vivamente Leontes a que prolongase su estancia en Sicilia, aunque, no fuese sino algunos días más: pero Polixeno llevó adelante su resolución de partir, viendo lo cual puso Leontes en juego la influencia de su esposa. Gozosa ésta de poder complacer a su marido, aunque movida también por el sincero afecto que profesaba a su huésped, afirmó chanceándose que se oponía absolutamente a que Polixeno partiese de Sicilia, que los asuntos de Bohemia iban como una seda y no exigían para nada su presencia, y en fin, que era inútil que buscase un pretexto para irse, pues no le valdría.

Persuadido como estaba Polixeno de que ni para la próspera marcha de un Estado, ni aun por el bien decir de los súbditos, es conveniente que el soberano falte largo tiempo de su reino, replicó a las instancias de la joven soberana, que verdaderamente había de partir.

—Verdaderamente, pues, no partiréis—dijo aquella, — y tened en cuenta que el verdaderamente de una dama tiene mayor fuerza que no el de un caballero. Y en este caso (continuó Hermióna) vamos a ver: en el supuesto (pues no puede ser de otra manera) que os quedáis, ¿cómo queréis que se os trate, como prisiónero o como huésped? porque una de las dos cosas habéis de ser.

Polixeno era un cumplido caballero y por lo mismo, muy cortés para con las damas, y no pudo resistir a una tan dulce violencia. Consintió, pues, en permanecer una semana más en Sicilia. Pero aun no se había del todo zanjado este incidente con la solución que al mismo diera Polixeno, apoderóse de Leontes una terrible pasión de celos. Su melancólico humor le hizo creer exagerado el afecto de que hacía gala su esposa, y sintióse herido en lo más vivo de su alma viendo que Polixeno concedía a Hermióna lo que a él rehusara.

Hermióna tenía un carácter despierto y regocijado y un espíritu dispuesto siempre para los chistes; su inocente jovialidad hallaba en todo motivos de broma, viendo siempre las cosas por el lado ridículo. Esto y la fría cordíalidad de relaciónes entre Leontes y Polixeno, acabaron por encender el fuego de los celos del primero, el cual, en lugar de rechazar como temerarias sus sospechas, les dió cabida y las alimentó en su espíritu, de manera que poco a poco le obscurecieron completamente la razón, a tai extremo, que confió sus cuitas a uno de sus cortesanos, por nombre Camilo, y le exigió palabra de envenenar a Polixeno.

En vano quiso el honrado cortesano discutir con su rey, conjurándole a que no diese cabida en su espíritu a tan mentidas y peligrosas imaginaciónes, afirmándole que estaban completamente destituidas de fundamento. Hízose el sordo el soberano, y Camilo comprendió que no le quedaba otro recurso que ceder en apariencia a la instigación del rey; dio, pues, palabra a este, de quitar de en medio a Polixeno, con una condición, a saber: que una vez realizado el hecho, Leontes trataría a la reina como antes de venir Polixeno a Sicilia.

— Esto es precisamente lo que había pensado—díjole el rey, —y me huelgo de ver que somos del mismo parecer. Así, pues, a lo dicho.

Guardóse sin embargo Camilo de cometer tan horrendo crimen como era envenenar a Polixeno; antes al contrario, aviso al rey de Bohemia del peligro que le amenazaba y éste, que ya se había puesto en guardía al ver las furiosas miradas que de todas partes se le echaban, resolvió partir sin demora. Comprendió entonces Camilo que no podría ya seguir al servicio del rey, pues éste tarde o temprano se enteraría de su desobediencia, y aceptó el ofrecimiento de Polixeno, de entrar a formar parte de su séquito, y aquella misma noche partieron ambos de Sicilia.

Al saber Leontes su partida, convenciose más y más de la justicia de sus sospechas, y a pesar de las reclamaciónes y protestas de todos los caballeros de la corte, mando encarcelar a la noble Hermióna. Al cabo de poco, dio la reina a luz una niña; pero encolerizado como estaba Leontes contra la madre, se negó a ver a la niña y a reconocerla por hija.

La inocente reina era objeto del cariño y devoción de todas las damas de la corte, no habiendo ni una sola que dudase de la inocencia de su soberana y que no se sublevase contra la crueldad de que era víctima. Una de estas, llamada Paulina, esposa de un señor por nombre Antígono, no contenta con lamentar estérilmente la situación de la reina, quiso poner su energía e intrepidez al servicio de ella. Creyendo que a la vista de la tierna criatura que acababa de nacer, el corazón del obstinado Leontes se ablandaría, fuese a la cárcel, y sin hacer caso alguno de las objeciónes y reparos del carcelero, apoderóse de la niña, tomó luego el camino del palacio, forzó la consigna y se presentó al rey.

Al verla éste, mandó con imperioso acento que la echaran de su presencia; pero la valerosa dama se irguió desafiando a todos con tal audacia y sangre fría, que nadie se atrevió a poner las manos sobre ella.

—Me iré yo por mis pies y cuando lo crea justo, pero antes he de cumplir mi deber dando cuenta de un mensaje que se me ha encargado—dijo con entereza.

Dicho esto, arrodillose ante el monarca y puso a los pies de él la tierna criatura, diciendo:

«La virtuosa reina (pues tal es ella) os ha dado una hija. Hela pues aquí; reconocedla y dadle la bendición».

No dio, empero, resultado este recurso. Encolerizado Leontes, mandole que saliera al instante de palacio y que se llevara la criatura. Paulina entonces, como si no oyera el torrente de injurias que el rey vomitaba, echole en cara su crueldad e insensatez, conminándole con el baldón y vergüenza en que incurría ante todo el mundo por los bárbaros e inícuos tratos que daba a su esposa, la reina.

Consiguieron por fin los criados del rey echar de la presencia real a aquella mujer denodada en demasía; pero no consintió en llevarse la criatura, sino que la dejo allí protestando que del rey era y que a él incumbía cuidar de ella.

Antígono, esposo de Paulina movióse a compasión hacia la tierna criatura y no pudo dejar de manifestarlo; por lo cual volvióse el monarca furioso contra él, acusándolo de haber incitado a su esposa Paulina a cometer aquel acto de audacia y mandóle que recogiese la criatura y le diese muerte. Antígono rechazó respetuosamente aquella acusación: asociáronsele los demas cortesanos, confirmando lo que decía su colega, y conjurando al soberano que desistiese de su sanguinario propósito. El rey, en vista de las súplicas de sus cortesanos y algo amansado, consintió aunque de mala gana, en perdonar la vida a la niña. A Antígono, pues, en calidad de hombre ligio, ordenó el soberano que llevase aquella criatura a algún apartado y desierto lugar, fuera de los límites del reino y que la abandonara sin piedad a su propio riesgo y sin reparar en el clima, dejando al azar que o acabase con su débil existencia o se la prolongase.

Antígono, aunque con el corazón transido de pena, juró obedecer y cumplir la palabra jurada. Embarcó llevando consigo la tierna criatura, con rumbo al extremo confín del reino de Sicilia; por la noche, en alta mar, tuvo un extraño sueño: apareciósele Hermióna, vestida de blanco y derramando tiernas lágrimas, y así que pareció habérsele calmado algún tanto la pena y desconsuelo, le habló en estos términos:

«Buen Antígono; ya que el cielo ha querido que seas tú quien, a pesar de tu buen corazón, y por cumplir tu juramento, has de exponer mi tierna hija; sabe que en Bohemia hay lugares harto apartados, en donde podrás dejarla. Ve, pues allá, y abandona la criatura a su llanto, y puesto que se la tiene ya por perdida para siempre, te suplico que le pongas el nombre de Pérdita. Sabe además que, en castigo de esta cruel tarea que te impuso el rey mi marido, no volverás a ver jamás a tu esposa Paulina».

Dicho esto, desvanecióse el fantasma, exhalando un gemido.

Obedeciendo a lo que se le indicara en sueños, Antígono siguió con la niña hasta Bohemia, y llegado allá, dejóla en el suelo, con el corazón quebrantado de pena y compasión hacia la tierna criatura, aunque sin derramar una lágrima, cumpliendo con gran valor aquel inhumano deber que le impusiera el juramento hecho a su soberano. Al apartarse, vió que le iba a los alcances un oso feroz, por lo cual echó a correr precipitadamente, sin tener siquiera el consuelo de saber que aquella tierna criatura había hallado ya un Salvador. Efectivamente, al cabo de un momento, acertó a pasar por allí un anciano pastor, en busca de una oveja extraviada.

—¡Oh feliz hallazgo!—exclamó sorprendido el buen hombre: —¿qué viene a ser esto? ¡Buen Dios! ¡Un infante, un hermoso infante!... Y ¿qué será, niño o niña?... Vamos a verlo. ¡Oh qué preciosa criatura! ¡pobrecilla, voy a recogerla; esperaré a que venga mi hijo... Ea, ya le oigo silbar... Ven ven!

Corrió presuroso el hijo del pastor a donde estaba su padre y vio al llegar aquella preciosa criatura: tomóla en brazos, y al poco halló un paquete de piezas de oro entre los ricos pañales de la pobre y abandonada infanta. Toman, pues, los dos sencillos pastores a Pérdita y se la llevan a la cabaña, felices de haber hallado tan inesperado tesoro.

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