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William Shakespeare

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Rosalinda y Celia

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Rosalinda y Celia
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Al desterrar Federico al legítimo duque, refugiado entonces en los bosques de Ardennes, había retenido en la corte a Rosalinda, la hija del desterrado, para que sirviese de compañera a su hija Celia. Estas dos primas que ya desde la cuna, habían vivido siempre juntas, teníanse tan profunda simpatía y tan sincera amistad, que si Rosalinda hubiese sido enviada al destierro con su padre, Celia la hubiera acompañado, o de lo contrario hubiera muerto de dolor. Celia no dejaba piedra por mover en razón de alegrar a su prima y atenuar la pena que le causaba la ausencia de su padre.

—Cuando muera mi padre, el duque Federico—decíale, — no consentiré en heredar lo que tan injustamente ha arrebatado, sino que te lo devolveré todo al instante.

Por lo demás, Rosalinda tenía un carácter demasiado jovial y festivo para entretenerse y perder el tiempo en inútiles sensiblerías. Profesaba tierno cariño a su prima, y correspondía con gusto a los esfuerzos que Celia hacía para consolaria; asi es que el buen humor y la alegre charla de las dos jóvenes no se acababan nunca: en sus ratos de ocio las extrañas ocurrencias del bufón Piedra-de-toque les ofrecían una nueva distración. Aquel infeliz encerraba en sus aparentes simplezas grandes dosis de sutil filosofía, y la casaca de mil colores del bufón era para él un cómodo disfraz debajo del cual se permitía decir a sus oyentes algunas verdades que les atravesaban el corazón cual flechas aceradas.

El día fijado para la justa, Rosalinda y Celia tomaron asiento, con el duque Federico, entre los espectadores. El luchador Carlos había ya hecho algunas proezas; en pocos instantes había derribado al suelo uno tras otro, a dos fornidos mancebos que yacían aún con sus cotas rotas, mientras las lamentaciónes de su anciano padre arrancaban lágrimas a todos los espectadores.

Al avanzar Orlando para llenar su turno y luchar, dibujóse el terror en todos los semblantes. ¿Cómo podía presumir aquel delicado y fino mancebo vencer al valeroso Carlos? Movido a compasión al verle tan joven, quiso el duque Federico apartar a Orlando de su propósito, pero todo fue en vano, y el joven obstinóse en luchar, no valiendo para que desistiese de su empeño ni las instancias de Celia y Rosalinda, cuya buena voluntad, empero, agradeció Orlando de la manera más galante y cortés. Ya no quedaba sino desearle un feliz éxito, lo cual hicieron todos del fondo de su corazón.

Con sorpresa y admiración de los concurrentes, la victoria fue para Orlando, tocándole esta vez al temible Carlos perder la batalla y que lo sacasen sin sentido del lugar de la justa. El joven luchador llamó la atención al duque Federico por su pericia de tal manera que preguntó cómo se llamaba y tuvo singular placer al saber que era hijo del señor Rolando de Boys. Se ha de observar que el duque usurpador no había jamás contado a este respetable y gentilhombre en el número de sus amigos, mientras que el padre de Rosalinda había profesado siempre sincero cariño al señor Rolando, quien, en vida gozaba también de la estima de todo el mundo. Celia sintióse molestada por las groseras observaciónes que hacía su padre a este propósito y esforzóse en atenuar el mal efecto de las mismas, dirigiendo a Orlando algunas palabras rebosantes de gracia y de amabilidad. En cuanto a Rosalinda, tan conmovida como su prima, quitóse una preciosa cadena que llevaba al cuello y la ofreció al vencedor.

—¡Bravo mancebo!—le dijo;—ponéosla y llevadla como obsequio mio: más os daría, si la fortuna no me hubiese vuelto el rostro y no me viese desposeida de recursos.

La primera intenión de Orlando fue expresarle su agradecimiento, pero sintió que un poder hasta entonces desconocido le cerraba la boca. En verdad que había vencido a Carlos el poderoso atleta, pero se encontraba falto de fuerzas delante de aquella joven, campeón mas formidable aun que Carlos. Mientras descansaba de su tarea y revolvía en su mente lo que acababa de suceder, acercósele uno de los señores de la corte ducal, llamado Le Beau y le dijo:

—Vengo a daros un consejo de amigo; partid de aqui sin tardanza; el duque Federico tiene prevención contra vos y parece que interpreta en mal sentido vuestros actos.

—Mil gracias—respondió Orlando;—pero antes de irme, quisiera que me dijeseis, por favor, cual es, de aquellas dos damas que presenciaron la justa, la hija del duque Federico.

—La más pequeña—respondióle Le Beau;—la otra es la hija del duque desterrado. El duque usurpador la mandó quedarse en la Corte para que hiciese compañía a su hija; pero de un cuanto tiempo acá da muestras de una gran aversión hacia su amable sobrina, no pareciendo que pueda haber otro motivo que la estimación y afecto que el pueblo todo le profesa a causa de sus virtudes y por compasión que le inspira la suerte de su desdichado padre. Mucho me temo que la mala voluntad del duque va a explotar súbitamente.

Dicho esto, despidióse Le Beau de Orlando, de la manera mas cortés, y el mancebo se retiró ensimismado y sumergido en sus ensueños de gloria y amor, murmurando: « ¡Celestial Rosalinda!»

La simpatía de Rosalinda y Orlando era recíproca y el atractivo, mutuo; cosa que ella no dudó de confesar cuando su prima se puso a darle matraca sobre su andar pensativo y de persona preocupada.

—Ea, hablemos seriamente—díjole Celia;—¿es posible que tan de repente te hayas enamorado del más mozo de los hijos del viejo sefior Rolando?

—El duque mi padre amaba tiernamente al suyo,—respondió Rosalinda para justificarse.

—¿Y de esto se deduce que tú has de amar tiernamente al hijo?—replicó Celia con la sonrisa en los labios.—Según esta lógica manera de discurrir, yo deberia aborrecerle porque mi padre le odiaba de corazón, y a pesar de esto, yo no detesto a Orlando, antes al contrario.

—No, por mi amor te suplico que no le odies;—exclamó Rosalinda.—Amale porque yo le amo.

La animada conversación de las dos primas fue interrumpida por la brusca e inesperada entrada del duque Federico, quien llegó echando fuego por los ojos. Según pronosticara Le Beau, el resentimiento del duque contra su sobrina había aumentado extraordinariamente: el general afecto de que aquella amable criatura era objeto, había excitado sus celos e inspirádole serios temores sobre la seguridad de su estado.

—Señora—dijo al entrar, a Rosalinda, en tono enérgico y decisivo;—salid inmedíatamente de mis dominios. Si dentro de diez días no estuviereis a más de veinte leguas de aquí, moriréis indefectiblemente.

Muda quedó de sorpresa e indignación Rosalinda; al cabo de algún rato pudo hablar, pero fueron en vano todas sus súplicas. En vano también intentó Celia abogar por su prima; el duque no escuchaba más que la voz de sus celos.

—No defiendas a Rosalinda—dijo a Celia;—mira que es una traidora tan hábil y solapada, que puede hacerte perder todo el afecto que te tiene el pueblo: cuando ella esté fuera, verás como brillas con un nuevo y extraordinario resplandor: lo que ella intenta, es hacerte sombra. Por esto mi sentencia es irrevocable; Rosalinda irá al destierro.

—Si así es—replica Celia,—pronunciad contra mi la misma sentencia. Sin Rosalinda, la vida me es imposible.

—¡Ah mal aconsejada muchacha!—exclama el duque con desprecio.—Luego, volviéndose hacia Rosalinda le dice.

—Vos, sobrina; preparaos para marchar; si permaneciereis aquí más tiempo del señalado, sois muerta.

Asi que se hubo retirado el duque, esforzóse Celia en consolar y animar a su pobre prima, diciendo.

—No consentiré jamás que te apartes de mi lado, compañera mía serás en mis penas y, quieras que no, he de partir contigo.

—Pero ¿a dónde iremos? —pregunta Rosalinda.

—Al bosque de Ardennes, en busca de tu padre y tío mío; — responde Celia..

El proyecto no era descabellado, y la ejecución del mismo iba a llevarse a cabo con gran tino. Para evitar el peligro que corrian dos jovenes bellas y de noble familia al andar solas por el mundo, Celia había de embadurnarse la cara con tierra de Siena y vestirse de harapos, y para mayor seguridad Rosalinda, que era más alta, había de disfrazarse de caballero armado de machete y con una jabalina en la mano.

—Por grande que sea el miedo que aliente en mi corazón femenil— dijo chistosamente Rosalinda,—confío en que nuestro marcial continente, ahuyentará todo peligro. Hemos de darnos nombres que valgan la pena (añadió) y yo no me contento con menos que el de Ganimedes, el mismísimo paje de Júpiter.

—Y a mí, creo que el que más me conviene, es el de Aliena, como el más significativo de mi condición—dijo Celia.

—¿No te parece, querida prima—dijo Rosalinda,—que haríamos una grande hazaña llevando en nuestra compañía al bufón? Por lo menos, no dejaría de ser para nosotros un divertimiento en nuestro viaje, ¿no te parece?

Magnífica le pareció la idea a Celia, y respondió:

—Efectivamente, Piedra-de-toque irá conmigo hasta la otra parte del mundo, si le mando que me siga; así, pues, déjalo para mi. Por de pronto, lo primero que hemos de hacer es recoger nuestras joyas y el dinero necesario y espiar el momento más propicio y el camino más seguro para sustraernos a las pesquisas que de seguro se harán en cuanto se tenga noticia de nuestra huída. ¡Ea, partamos gozosas, no al destierro, sino a la libertad!

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