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William Shakespeare

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Cimbelino

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La cueva de Belario

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La cueva de Belario
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Casi al mismo tiempo que sucedían estas cosas, llegaron a la carta de Cimbelino unos emisarios del emperador de Roma, que venían a exigir el tributo anual de tres mil libras, que Julio César impusiera a los conquistados bretones y que últimamente Cimbelino habíase negado a pagar a su sucesor César Augusto.

Al oir la intimación que por mandato del emperador le hacía su embajador Cayo Lucio, tomó la reina la palabra para instar cerca de Cimbelino a que no pagase el tributo, y Cloten, con su habitual necedad, unió sus instancias a las de su madre y desatóse en pueriles insultos y absurdas provocaciones contra el César. Cimbelino, de acuerdo con los consejos de su esposa, aunque en tono más mesurado y lleno de dignidad, expresó su negativa al embajador; en vista de lo cual Cayo Lucio declaró la guerra a la Gran Bretaña en nombre y autoridad de su soberano César Augusto.

Cumplido tan desagradable deber, aceptó el embajador de buen grado la hospitalidad que cortésmente le ofrecía Cimbelino durante los dos escasos días que había de durar su estancia en la corte; después de lo cual envióle el rey con un salvoconducto y buena escolta a Milford-Haven, mientras que comenzaba los preparativos para la guerra.

Entretanto, habíanse recibido otros mensajes de Roma; eran cartas dirigidas a Pisanio y a Imógena. La dirigida a Pisanio encerraba un terrible mandamiento, mientras que la dirigida a Imógena inundo el espíritu de esta de alegría y regocijo. Leonato le suplicaba que fuese inmediatamente a Milford-Haven en donde se hallaba, y allí se encontrarían. Imógena no cabía en sí de contenta y no veía la hora de partir; suplicaba a Pisanio que le dijese cuánto distaba de allí Milford-Haven y cuánto tardarían en llegar alía, y aun le reprochaba su tardanza en hacer el cálculo de las leguas y jornadas.

Su fecundo ingenio sugirióle prontamente un medio de evadirse sin ser vista de nadie: disfrazada con el traje de una de sus doncellas consiguió hurtar la vigilancia de los guardias del palacio y encontrarse con Pisanio en el lugar convenido para tomar juntos el camino de Milford-Haven.

Pero ¡ay!, ¡que le aguardaba un terrible desengaño en el camino! Al encontrarse mostróle Pisanio la carta de Leonato: alii leyó la desdichada el crimen de que le hacía culpable su marido, intimando a Pisanio que le diese muerte. Al leer aquellas palabras, convencida como estaba de su inocencia sintióse herida en la mitad del alma y suplicó, con acento de desesperación, a su criado que cumpliese puntualmente el mandato de su señor y que le diese muerte sin demora. Pisanio empero, lanzó indignado la espada y se negó a manchar su mano con crimen tan estupendo.

—¿Por qué, pues, me has conducido aquí? — pregunta Imógena.

—Con el único objeto de ganar tiempo y estar más libres para discurrir lo que convenga hacer. No puede ser sino que vuestro marido ha sido engañado; algún criminal redomado, ha intentado perder a vos y a vuestro esposo, inspirando este abominable hecho. Mi plan es éste: enviaré a decir a mi señor que la orden se ha cumplido y que estáis ya muerta, y en prueba de ello le mandaré un objeto cualquiera tinto en sangre, según él me indica. En palacio echarán de ver vuestra ausencia, y ello confirmará mi relato.

— Pero, amigo mío; ¿qué voy a hacer yo entretanto?—pregunta Imógena:—¿en dónde estaré, de qué viviré? ¿Qué consuelo me queda ya en este mundo, si estoy muerta para mi esposo?

Propúsole Pisanio que volviese al palacio; pero negóse a
ello Imógena, diciendo que ya no quería trato alguno ni con su padre, ni con el rústico Cloten, que tanto la había importunado con sus impertinentes galanteos. A ello objetó Pisanio que si no pensaba volver al palacio le sería imposible seguir viviendo en la Gran Bretaña; a lo cual preguntó Imógena con gran frialdad si por ventura no alumbraba el sol otros países que su suelo natal.—Antojáseme—añadió,—que este pequeño rincón de mundo, que llaman Gran Bretaña, es respecto de todo el globo de la tierra lo que un nido de cisnes comparado con el gran lago en que se halla.

Sumamente gozoso Pisanio al ver a la princesa tan indiferente para cambiar de patria, propúsole un plan, arduo a la verdad, pero que ella no dudo de poner por obra: tratábase nada menos que de disfrazarse de paje y presentarse al embajador Cayo Lucio solicitando empleo de tal en su sequito. El embajador iba a regresar a Roma, en donde se hallaba Leonato, y allí podría ella más fácilmente ser testigo de las acciones de su marido, o por lo menos, oir lo que decían sus vecinos y amigos.

Pisanio, en perspectiva de tal eventualidad, había tornado, al salir de palacio, un vestido de paje y así se lo ofreció a Imógena. Díjole que partiese sin demora a Milford-Haven, a donde había de llegar Cayo Lucio al día siguiente, y le ofreciese sus servicios, en la probabilidad de que serian aceptados. En cuanto a él, tenía que regresar a palacio para no dar ocasión a maliciosas sospechas. Subiendo, pues, a la cima de la montaña en cuya falda hicieron alto, mostró Pisanio a Imógena el puerto de Milford, que parecía estar a poca distancia de allí. Finalmente, al despedirse, entrególe Pisanio aquella cajilla que la reina le había regalado tiempo atrás, diciéndole que encerraba un maravilloso cordial que le curaría en caso de enfermedad. Hecho esto, el fiel criado se despidió de su querida señora.

Sola ya y ante la peligrosa aventura que iba a acometer, armóse Imógena de valor y sangre fría. La población que tan cerca había visto al señalársela Pisanio, parecía alejarse más y más a medida que iba ella caminando: anduvo dos días y dos noches, sin comer y teniendo el duro suelo por cama; hasta que por fin divisó en la falda de un monte un agujero o cavidad que por la apariencia debía ser refugio de algún ser viviente, pues a el conducía una senda que llegaba hasta la entrada misma de la gruta. Lo era verdaderamente y estaba acondicionada de manera que podía servir de habitación. Perpleja estuvo Imógena dudando de entrar en ella, pero el hambre la espoleaba, y resolvió llamar.

—¡He!, ¿quién hay ahí? Hablad, quienquiera que seáis el que aquí vive, si es persona civilizada... ¡Hola!, nadie responde; no se oye voz humana... Entraré, pues..., pero no estará de más que desenvaine la espada: si mi enemigo tiene a esta arma el mismo miedo que yo, no se atreverá ni siquiera a mirarla. ¡Oh Cielos! ¡si he de hallar a un enemigo, haced que sea tal!

Con este miedo y pavor y vestida de paje, empuñando con temblorosa mano su espada de corta y ancha hoja, apartó Imógena los matorrales que obstruían la entrada de la gruta y penetro en ella.

Apenas había entrado Imógena, cuando llegaron los verdaderos habitantes de aquella vivienda: eran tres; un anciano de grave continente y dos mancebos de noble aspecto, que frisaban en los veintidós o veintitrés años. A pesar de sus rústicos y casi salvajes vestidos de cazador errante, echábase de ver en su porte y en sus maneras cierta distinción; a la fisonomía franca y expresiva, y al andar suelto y marcial del montañés juntaban aquellos jóvenes un porte gracioso que denunciaba una elevada alcurnia y una noble educación.

No engañaban ciertamente aquellas apariencias, pues aquellos mancebos no eran otros que los dos hijos de Cimbelino, sustraídos en su tierna infancia por un caballero, a quien el soberano proscribiera injustamente. Este señor, por nombre Belario, era un valiente militar, primero entre los primeros del ejército del monarca y muy querido de Cimbelino, a cuyas órdenes y servicio había peleado muchas veces contra los romanos; pero llegado a la cúspide de la gloria, cuando ya su fama habíase extendido por todo el reino, cayó precipitadamente en la más absoluta desgracia de su soberano, sin dar el ocasión con falta alguna. Dos criminales, cuyo perjurio valió ante el monarca más que el honor del antiguo caballero y bravo soldado, juraron a Cimbelino que Belario hacía causa común con los romanos. Despechado el rey desterró a Belario, y él se vengó de esta grave ofensa arrebatándole sus dos príncipes. Veinte años hacía que vivía con ellos haciendo vida salvaje en las montanas del país de Gales, cuidando de ellos como si fuesen hijos suyos y formándolos en los ejercicios propios de la juventud. En su nueva vida de proscrito, Belario había tornado el nombre de Morgan; Guiderio, que era el mayor de los hijos de Cimbelino, se llamo Polidoro, y Arvirago, que era el menor, se llamaba Cadwell.

Regresaban aquel día los tres fatigados y hambrientos de una larga Jornada de caza y regocijábanse al pensar en la espléndida comida que iban a hacer con la abundante caza que traían, cuando, a un gesto de Belario, paráronse al umbral mismo de la gruta.

—Esperad un poco—díceles el anciano— ¡que beldad! si no viese que come de nuestros víveres, creerla que es un silfo.

—¿Qué hay, señor?—pregunta Guiderio.

—¡Por Júpiter! un ángel, o una maravilla de este mundo... Contemplad a una divinidad bajo la forma de mancebo—exclama Belario, a cuyas palabras alarmada Imógena, asómase a la puerta de la cueva.

Espantada al ver a los recién llegados, quienes miran también espantados a aquel desconocido visitante, dase prisa a excusarse, diciendo:

—Buenos señores, Perdonad y no me hagáis daño ninguno. Antes de atreverme a entrar, llamé y mi intención era pedir o comprar lo que he tomado. En verdad, que no es un robo lo que he hecho y, a fe mía, que aunque hubiese hallado esta cueva sembrada de monedas de oro, no me hubiera agachado para tomar una sola. Aquí tenéis este dinero en pago de lo que he comido, y tened por cierto que no me hubiera ido sin dejároslo en la mesa, partiendo alegre y haciendo votos por la prosperidad de mi huésped.

—¿Dinero; amable joven?...— exclama el mayor de los dos príncipes, con desprecio.—Antes se convierta en polvo vil todo el oro y la plata que hay en el mundo.

—¡Ay! veo que os habéis irritado conmigo: Perdonadme, señores, mi falta—añade Imógena con tembloroso acento. —Si castigáseis mi falta dándome muerte, sabed que por huir de la muerte la he cometido.

—¿A dónde vais? —pregúntale Belario.

—A Milford-Haven.

—¿Cómo os llamáis?

—Fidel, para serviros, señor. Un próximo pariente mío va a embarcarse en Milford con rumbo a Italia, y para encontrarme con él emprendí este camino. El hambre me indujo a cometer este delito: estaba extenuado.

—Ea, amable joven; no nos toméis por avaros, y no juzguéis de nuestras intenciones por lo rústico y salvaje de nuestra vivienda—dice Belario con bondadoso acento:—después de todo ¡bendito encuentro! ¡sed bienvenido a nuestro humilde hogar! La noche se nos echa encima; mejor plato del que habéis comido os daremos a probar antes que os vayáis, y gracias mil por vuestra compañía. Niños (dice a los príncipes); dad la bienvenida a nuestro huésped.

A estas palabras de Belario, acércanse los dos príncipes y con afable cortesía procuran tranquilizar al tímido mancebo y ensancharle el corazón prometiendo tratarle con afecto de hermanos.

Alentada así y consolada y rodeándole Arvirago con su brazo la espalda y respirando gran cordialidad entra de nuevo la cuitada fugitiva en aquella salvaje cueva, convertida como por encanto en atractiva vivienda por una afectuosa hospitalidad.

 

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