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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 64

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 64

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

OBRAS DEL AUTOR
Cartas de amor (82)
Cartas

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He lamentado más de lo que tú supones, tu ausencia el día de mi boda.

Necesitaba de tu compañía, de tu consuelo. Eres la única persona en quien puedo descargar parte de mis angustias confiándotela.

¡Oh, Beatriz! Nunca te cases sin amor. Es preferible quedar soliera. Yo creí que mi indiferencia por la vida me iba a permitir resistir esa prueba sin mayor emoción. ¡Cómo y cuánto me he equivocado!

De haberlo sabido, te juro que no me hubiera resignado al sacrificio.

Cuando me encontré vestida con mi traje de novia, en un instante en que me dejaron sola en mí dormitorio, inconscientemente comencé a forjarme la ilusión de que era con Ramiro con quien iba a casarme. Y sentí una sensación tan dulce, tan exquisita, que cerrando los ojos me abandoné a ella.

Soñaba aun con esa quimera cuando vinieron a buscarme para ir a la iglesia.

Volví entonces a la realidad.

El que me esperaba en el templo era el otro.

Ramiro ya no podía existir para mí. Quizá estuviera escondido tras de una de las columnas, muy pálido, esperando convencerse con sus propios ojos de la monstruosidad que iba a cometerse.

Porque en ese momento me olvidé de su conducta, de su indiferencia para conmigo, para solo imaginarlo como era antes, o más bien dicho, como yo creía que era antes.

Y por más que me hice toda clase de reflexiones para convencerme no pude conseguirlo. En ese momento tuve la absoluta certeza de que Ramiro continuaba queriéndome, que sufría por causa mía, y que yo no debía hacer lo que estaba haciendo. Era una sensación de culpable, de. . . pero ya era tarde para retroceder.

Salí de casa como una sonámbula, sin conciencia de mis actos y así penetre en la iglesia y actué en la ceremonia. Me parecía que una bruma muy densa, como la que envuelve, por la mañana, el recuerdo de los sueños de la noche, me vedaba percibir los detalles de la fiesta.

No he visto a nadie, no he reconocido a nadie entre la concurrencia. En el cerebro se me confundían las ideas, las percepciones, todo. . .

No sé cómo he podido caminar, contestar los saludos y felicitaciones de los amigos.

De vuelta a casa, me desvistieron y volvieron a vestirme como pudieran hacerlo con una muerta.

Mamá, alarmada por mi estado, se puso a aconsejarme. Pero yo no la oía, percibiendo confusamente el sonido de su voz, del que no podía desentrañar el sentido.

— Pero, ¿qué tienes, hija mía?

Me sacudió, y yo, como despertando, volví a la realidad.

Y comencé a llorar, a llorar furiosamente, desconsoladamente.

Eso me hizo bien. Mis nervios parecieron aliviarse, descargando su ya inaguantable tensión.

Me hicieron tomar bromuro e instantes después me hallaba en un coche, sola con él.

Estaba tan contento que, felizmente, no advirtió las verdaderas causas de mi estado, atribuyéndolo a la natural emoción de esos trances.

Me habló.

Yo no sé lo que me dijo, pero cuando ya llegábamos a nuestra casa, me tomó una mano y se la llevó a los labios.

Yo la retiré rápidamente.

—¡Celia!

Volví a la realidad. Era cierto, era dolorosamente cierto: yo era su esposa, él era mi marido.

Me abandoné entonces, y él me besó, me abrazó, me acarició hasta que el coche se detuvo frente a la puerta de mi nuevo domicilio.

Una vez solos, cerradas las puertas, y velada la luz, sus manos, nerviosamente, comenzaron a desprenderme los broches de la blusa.

Yo quería permanecer serena, pero no pude. Le rogué que me dejara sola, y tras algunas protestas, lo conseguí.

Entonces, como un reo que prepara su último tocado antes de subir al patíbulo, me desvestí, me puse el camisón de seda bordado que se hallaba sobre el lecho, y, temblando como una hoja, me introduje entre las sábanas frías, horriblemente frías.

Apagué la luz del velador y sumida en la obscuridad me pareció que acababa de acostarme en una tumba.

Entonces él entró, después de golpear con los nudillos en la puerta.

Quiso prender la luz, pero ante mi súplica desistió. Y comenzó a besarme, en silencio.

Yo tuve un estremecimiento de angustia. Me sentía completamente a su merced, indefensa, imposibilitada para resistir.

Pensé, por un instante, que eso podía ser un sueño, un mal sueño del que iba a despertar, una pesadilla que no podía perdurar.

E impotente para resistirlo, me abandoné.

El no me hablaba.

Había desaparecido el hombre, no quedando más que la bestia.

Y la bestia pedía lo que era suyo.

Comenzó a acariciarme, a besarme, a estrujarme contra sí.

Y yo, yo, Beatriz, yo que había ido al tálamo como a un patíbulo, yo que acababa de sentir todo el dolor de mi sacrificio, todo el asco de mi situación, yo que había sabido resistir a las caricias de Ramiro, yo . . . ¡qué vergüenza, Beatriz!. . . yo comencé a sentir una extraña desazón, un tornarse apresurado de mis angustias, una ausencia de deseos de resistir. . .

La cama me traicionaba, y toda mi miseria humana se ponía contra mí, despertando en ella una lascivia, una lujuria maldita, una fiebre indigna, un ansia inconfesable . . .

Y ciega, anulada toda mi personalidad, todo mi intelecto, transformada yo también en la bestia, comencé a devolverle sus besos, sus abrazos, sus caricias. . . Yo también le dije "te quiero", yo también lo estreché contra mí . . . y cuando llegó el instante supremo, mi carne, mi maldita carne, a pesar de su dolor, de su tortura, a pesar de sentirse herida, desgarrada, mancillada se entregó toda entera al placer de darse, de sentirse poseída. . .

Cuando el sueño cerraba ya nuestro párpados, cuando consumado el sacrificio hacía esfuerzos por no pensar, por borrar de mi cerebro toda idea, cuando me abandonaba al cansancio físico, entonces, sólo entonces, aplacada la bestia, me pareció ver entre las sombras la imagen de Ramiro. Me miraba en silencio, con sus grandes ojos tristes, como asombrado de lo que acababa de ver, dolorido, pálido, muy pálido, como lo vi yo por última vez en el sanatorio.

Y esa imagen muda, que me miraba llena de reproche, como pidiéndome cuenta de mis actos, renovó, centuplicándola, toda mi angustia.

Alberto dormía ya.

Yo cerré los ojos, tratando de no ver.

Pero fue inútil.

A través de los párpados cerrados persistía la visión.

Entonces, más con el pensamiento que con la palabra, comencé a suplicar su perdón.

— Ramiro, Ramiro mío, perdóname ... yo . . . yo no lo quería, pero ha sido la fatalidad la que me ha empujado . . . tu mismo, con tu indiferencia lo has querido, tú que ...

No pude continuar.

El mudo reproche de sus ojos pareció desvanecerse y le vi llorar.

Entonces . . . entonces, Beatriz, lloré yo también, sobre la almohada, empapándola con mis lágrimas. . . y me parecía que esas lágrimas me purificaban en parte de mi culpa . . . 
¡Oh! ¡Qué tristeza la de esa mi noche de bodas! Recuerdo que cuando murió mi hermana, sentí por primera vez la lacerante sensación de lo irreparable, de lo que ya no tiene remedio, de lo que ya no es posible evitar. Y esa impotencia genera un desconsuelo tan grande, tan infinito, que una se siente como quebrada por el desaliento, aletargada por la desesperanza. . .

Pues bien. Anoche, después de morder rabiosamente la almohada, de clavarme las uñas en la carne, de apretar el pañuelo contra la boca para que no se escaparan los sollozos, cuando, pasada la primera crisis, mi llanto era ya más tranquilo y silencioso, sentí esa misma sensación, ese mismo desconsuelo, ese mismo desaliento.

Y es que acababa de asistir, Beatriz, a la muerte de mi propia vida, al acabóse irremediable de mis últimas esperanzas de dicha . . .

Me parece que he muerto, y lo que aun sigue viviendo de mí es mi carne, esa carne cobarde y maldita, que anoche traicionó el recuerdo de mi Ramiro, traicionándome a mí misma...

Y para esa carne, para su debilidad, para su miserable condición de bestia, no puedo tener, si es que mi asco le deja sitio, más que compasión . . . más que esa misma compasión que tú debes sentir por mí.

Celia.

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