Divina:

¿Cómo has podido escribir esa carta?

En nombre de nuestro amor la rechazo.

Yo no puedo contestarla.

Sería un sacrilegio el que tratáramos en serio nuestra ruptura.

Es necesario que te vea.

¿Lo oyes, divina? Es necesario.

Tú no puedes negarte a ello.

Yo te prometo no pedirte nada, no exigirte nada.

Haré lo que tú quieras. Ya que tu amor no es lo suficientemente grande como para hacerte olvidar tus prejuicios, me someto a tu voluntad.

Esperaré a que me quieras más.

O bien, aceptaré lo que para ti es de más importancia que tu amor: el convencimiento de esperar el día de nuestro matrimonio.

Así te sentirás más ligada a mí, más segura, con ese vínculo que nada significa que con el que yo te ofrecía.

Esa mutua confianza, ese olvido absoluto de todo, en aras de nuestro amor, ese abandono total de nuestro ser, en el altar de nuestro cariño.

Pero tratándose de ti, no tengo vanidades de amor propio, y renuncio, en obsequio a tu tranquilidad, a la dulzura de mi sueño.

Tú quieres que seamos un matrimonio como lo son todos.

Quizá porque no me quieres más de lo que aman otros.

Y yo lo acepto, convencido de la inutilidad de la lucha. El insistir me expondría a excitar tu desconfianza, a hacerme sospechoso, a conseguir que me creas lo que no soy.

Y eso nunca. Antes me someto.

Pero no lo hago sino con una gran tristeza. La tristeza del derrotado.

Porque yo, divina, en mi afán de remontarme, de querer que seamos únicos, de pretender lo infinito, he caído vencido. Seré un novio como todos. Y, eso, para mí, que tanto soñé, es una derrota. Pero tú lo quieres, y que así sea. No por eso te querré menos. Tan sólo sufriré más.

Ramiro.