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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 24

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 24

De Celia Gamboa a Beatriz Carranza

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Cartas de amor (82)
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Querida Beatriz: Estoy pasando por un momento decisivo de mi vida. Es un desconcierto enorme, una lucha entre mis deseos y la conciencia del deber, una especie de derrumbamiento interior, que en vano pretendo impedir. Es como si sintiera tambalear todas mas convicciones anteriores, como si perdiera consistencia mi moral, como ... en fin, es en vano que quiera explicarte. Prefiero que conozcas los hechos.

Desde hace un tiempo, después que Ramiro volvió de las sierras, su cariño para mí ha cambiado. El dice que no, que lo único que pasa es que se ha hecho más intenso, más completo, más absoluto, pero no es cierto: ha cambiado.

Antes era como uno de esos novios de novelas, sentimental, enamorado de una bella frase, respetuoso, incapaz de lastimar ninguno de mis pudores, pareciendo, por el contrario, gozarse en verme así, cerrada en mis intimidades, como una niña inviolable, sin solicitar de mi amor más gracia que unos besos pequeños, castos, que parecían satisfacerlo ampliamente. Y yo . . . yo también era feliz. Ramiro es mi primer amor, el novio soñado en el colegio, el único hombre que ha pasado por mi vida... el único, porque no quiero acordarme de ese maldito cuarto de hora en que el conde de Castria — ¿recuerdas? — estuvo a punto de señalar mi vida con caracteres indelebles. Fuera de sus besos y del beso de Castria, no he gustado otros. Entre ellos establecía yo una diferencia. Los de Ramiro, tímidos, suaves, tenues, diría, tenían para mí el encanto de un perfume, de una música llena de armonía, de una caricia al espíritu más que a los sentidos, porque era más una impresión espiritual, un goce puramente moral que una sensación. El de Castria, en cambio, brutal, turbador, que en un momento dado llegó a marearme, a hacerme perder el sentido de la realidad, a embriagarme con un deseo; una vez que pasó, que me libré de él, llegué a odiarlo, a sentirme asqueada, como seguramente han de sentirse los hombres, después de la primera borrachera, del vino que los embriagó. Para mí, pues, no había más que dos clases de hombres: una, la de Ramiro, cariñosos, buenos, que se hacían querer por su sentimentalismo, por. . . qué sé yo qué, y la otra, la de los Castria, peligrosos, malos, a los que es fácil odiar, pero que tienen atrevimientos oportunos capaces de producir un minuto de fatal abandono; los que hablan a los sentidos y que a veces los despiertan. Me sentía bien segura entre esos dos grupos, pues el peligroso, personificado en Castria, producíame una natural repulsión.

Pero ... y aquí viene lo que me turba y desorienta. Vuelto Ramiro de las sierras, de donde ya me había enviado una carta bastante atrevida, sus besos se han hecho más ardientes, sus caricias más osadas, y todo él . . . no sé, pero me parece distinto del de antes. Y lo que más me alarma, lo que más me atemoriza, no es que él haya cambiado, sino que también yo. . . Sí, yo, que no sé poner coto a sus avances, que me ¿narco con sus besos, que no hago nada para que no los prolongue.

Poco a poco nos hemos ido deslizando de confianza en confianza, de intimidad en intimidad, y hoy hablamos de muchas cosas que antes me hubieran molestado, y le tolero apologías en que más que a mi espíritu hacen loas a mi cuerpo. ¡Qué cosas bellas dice!

No es como Castría un sexual repugnante, sin idealidades, sólo atento a los estremecimientos de la carne. No, Ramiro, en su nueva faz, continúa siendo un exquisito, un sentimental, un poeta, pero ahora canta a mi cuerpo, descubre encantos hasta entonces inadvertidos, me habla de divinas comuniones, me inicia en un culto nuevo, el de mi condición de mujer en el que se produce, según él, el milagro de que una almita como la mía, llena de ternura, de exquisiteces, de delicadezas, haya logrado el albergue de mi cuerpo, que es como un estuche guardando una joya, como el irisado nácar de las otras guardando una perla de raro oriente, como la aureola de una imagen, guardando el alma de una virgen. . ."

Y mientras me habla, mientras sus palabras me adormecen con su música, él se apodera de mis manos, me las besa, hace correr sus labios por mis brazos, despierta nuevas sensaciones, y no contento con besarme en los ojos, en las mejillas, en los labios, no satisfecho con prolongar el contacto de su boca con mi boca, me besa en la nuca, en el cuello, con un beso que enloquece, que me transforma, que me hace parezcan cosa natural las más grandes monstruosidades, los deseos imposibles y el soñar con lo que nos está vedado.

Ramiro no es ya el novio de antes. . . y yo tampoco soy para él esa novia con la que se sueña, a cuya ternura se aspira sin pensar en otra cosa, santamente, castamente.

Ayer se lo dije, cuando él . . . — bueno esto te lo contaré después — y se rió de mí. Me dijo que sólo ahora me ama íntegramente, con toda el alma y con todo el cuerpo; que antes era el suyo un cariño incompleto, apenas una ilusión, una esperanza; que se ha transformado, agrandado, hasta ocupar los límites naturales. Me dijo lo siguiente: "Si detrás de nuestros entusiasmos no existe el sexo, ¿cómo te explicas que siempre nos enamoremos de seres del sexo opuesto?"

Quizá tenga razón. Pero es triste. ¡Es tan lindo el quererse así, sin pensamientos ulteriores, sin estar mortificados, en ciertos momentos por el deseo, sin turbar nuestros ensueños con el materialismo de nuestra carne! . . .

Lo de antes no era más que una ilusión, me dice. Pero era tan dulce, tan bella esa ilusión, que es una lástima que se haya transformado.

Tú, quizá te preguntes, extraña, por qué, echando yo de menos la índole de esas relaciones, persisto en continuar con la nueva. Es que ... no sé explicarme bien, pero te diré que al principio yo también me proponía no salir de ciertos límites, pero luego, cuando llegaba Ramiro, y me besaba, yo perdía la voluntad y no me defendía de sus caricias. Ahora es mucho peor.  Ahora, a pesar mío, las deseo. Soy yo quien busco su boca y eternizo mis besos.

Por eso, en lo sucedido ayer, hubo mucha culpa de mi parte. Ramiro, envalentonado con mis concesiones, quiso pasar adelante. Yo no sé de dónde saqué fuerzas para negárselo. Y temiendo no poder seguir resistiéndole oprimí un timbre y ordené a la criada que nos sirviera el té.

Mamá lo tomó con nosotros, y creo que notó algo raro en nuestras caras, pues no nos volvió a dejar solos. Ramiro se fue disgustado y hoy he recibido una carta suya, de la que te envío una copia para que veas con qué fuego y con qué pasión me pidió lo que nunca — ¿oyes bien, Beatriz? — lo que nunca concederé a nadie más que a mi marido. Ramiro está enojado, pero ya le pasará y va a volver. Estoy segura de ello, lo siento, y no me preocupo, no me entristezco por su amenaza de no volver. Lo único que me entristece es otra cosa. Y es no poderle conceder al pobrecito lo que los dos deseamos. . . Pero, te aseguro que seré fuerte. Tú me dirás si es meritorio serlo, cuando se quiere como yo lo quiero, y cuando se es solicitada como él me solicita.

Te besa.

Celia.

P. S. — No sé para qué quieres saber la dirección de Ramiro, pero a pesar de esto te la envío. Es calle XX, nº. 

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