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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 23

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 23

De Ramiro Varela a Celia Gamboa

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Cartas de amor (82)
Cartas

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Divina:

Como te dije en mí anterior, estaba resuelto a partir de Buenos Aires la semana pasada. El médico me ordenaba pasar un par de meses en la sierra, a lo que me resolví gustoso, puesto que ese mismo tiempo tú lo pasarías lejos de Buenos Aires, en Rosario de la Frontera. Buenos Aires sin ti es una fea ciudad. Prefería estar lejos de ella mientras durase tu ausencia, y he venido a este pueblecito perdido en las sierras, esperando que tú regreses a la ciudad, mientras se va borrando mi maldita bronquitis. Pero el hombre propone y los medios de transporte disponen. Para llegar hasta aquí es menester una combinación de ferrocarril y diligencias que, por haberla perdido, no me permitió llegar hasta ayer.

He encontrado, para darme la más dulce de las bienvenidas, tu querida cartita. Aun antes de contestar las mil preguntas de la dueña de la casa de pensión, la he leído apresuradamente, dejando para más tarde el releerla con más calma.

Luego fui al pueblo — mi casita está situada junto al arroyo, en las afueras — a efectuar algunas diligencias, y cuando volví, el sol, moribundo, se arrojaba en el ocaso, tras las montañas, que parecen ribetear con un negro festón la línea del horizonte.

Deshice mis maletas, y después de cenar, vencido por la fatiga del viaje, me dirigí a mi dormitorio. Este, por lo diminuto, parece la cabina de un barco. Una pequeña ventana que mira hacia las sierras, y la puerta que se abre en dirección al arroyo, ensanchan el panorama que los muros quieren vedarme. Un sencillo juego de muebles claros, estilo inglés, compuesto de un pequeño lecho, de un ropero de media luna y una mesita de noche, que armonizan con las exiguas dimensiones de la estancia, dan a mi dormitorio las apariencias del cuarto de dormir de un colegial.

De entre mi equipaje saqué una estatuíta que compré antes de venirme, en Buenos Aires; y la coloqué sobre la mesita de noche, junto a la bujía, que aquí reemplaza a la luz eléctrica. Es una figulina de "terracotta", a la que una pátina artificial da apariencia de bronce viejo. Representa al pudor: una mujercita desnuda, cubriéndose el rostro, que trata de volver, con un brazo doblado en ángulo y la mano del otro.

En su cara oculta, adivino yo la angustia de su vergüenza, al sentirse mirada así, tan sólo cubierta por el apretado y sedoso traje de raso de su piel.

Los pies se confunden en la masa del pequeño pedestal, del que surgen, finas y esbeltas, las pantorrillas, que independizan de la masa común a las primeras curvas, las que delineadas por completo suben por las piernas, formando la dulce redondez de las caderas, que se ensanchan como para formarle una aureola a la griega del bajo vientre, y se estrechan luego para morir en las axilas, como si los pechos, pequeños y erectos, hubieran necesitado, para poder formar sus dos medias esferas, toda la armonía que pudiera restar en sus curvas. . .

Me acosté, y ya en el lecho, volví a leer y releer tu carta, hasta que el sueño fue cerrándome los ojos. Quise apagar la luz y miré hacia la bujía. Su llama, vacilante y pequeña, colocada a un lado de la estatuíta, dábale una singular coloración, y, como agitada por ese esfuerzo, no se atrevía a ir más allá, rasgando las tinieblas que daban a mi estatuíta un fondo negro, donde pudiera resaltar. La pátina desaparecía bajo el dorado color de la luz, que parecía revestirla con un cutis de mujer. Poco a poco la figulina fue creciendo hasta tomar proporciones naturales.

La cabellera tornóse dúctil, ondulando sobre la espalda, que semejaba animarse con leves estremecimientos; un ligero temblor recorrió todo el cuerpo, y el pecho, como si por milagro hubiera recibido un soplo de vida, comenzó a agitarse, iniciando un acompasado movimiento de vaivén, marcándose dulcemente en los senos.

La contemplé un instante, extasiado. Luego, un presentimiento, una idea que cruzó por mi cerebro con seguridades de certeza, me hizo exclamar, anhelante, un nombre:

—¡Celia!

El corazón nunca se equivoca. Cayeron de su rostro el brazo y la mano que lo cubrían y vi tu carita, hermosa y buena, que me sonreía.

Yo caí de hinojos, anonadado por la visión. En ese momento, olvidando mi condición de hombre, las fibras de artista que todos llevamos en el alma, unidas, se arrodillaron como vencidas por el espectáculo de tu belleza. Y no animándome a dirigirme a ti sino en oración, busqué inútilmente en mi memoria las frases dispersas, olvidadas, de las plegarias que aprendí de niños, balbuceando torpemente como único homenaje, como síntesis de todas las excelsitudes, tu nombre:

— Celia, Celia mía.

Me miraste; y tu sonrisa, luminosa como una mañana de diciembre, volvió a dibujarse en tu boca, roja como una herida recién abierta.

Yo enmudecí.

El deseo, como una ola de fuego, comenzó a quemarme las entrañas. Sin embargo, no me animaba a hablar, a moverme, temeroso de romper el encanto de ese instante.

Tú, entonces, misericordiosa y buena, leyendo en mi alma a través de mis ojos, me tendiste los brazos, repitiéndome el último párrafo de tu carta:

"Bésame, y dame en tus labios, cuanto para mí tienes. Piensa que sólo vivo para ti, que soy toda tuya. . ."

Y agregaste luego: Tómame. . .

¡Oh! ¡qué tortura lacerante y deliciosa la de la intensidad de nuestras caricias! ¡Con qué frenesí de locura nuestro espíritu, hecho uno solo, se enseñoreó de nuestro y único cuerpo!

Parecíame que tú y yo dejábamos de ser nosotros, perdíamos nuestra individualidad, para construir un ser nuevo, un Dios que falta en el Olimpo y que sintetice todo el amor, el amor completo del espíritu y de la carne: una especie de refundición de Cupido, Minerva y Venus afrodita. . .

Cuando el deseo, como un monstruo apocalíptico, sació su sed en nuestras carnes, tú me dijiste, acurrucándote junto a mi pecho:

— Tengo frío.

Y yo, entonces, te vestí de besos . . .

De los pebeteros escapábase un humo espeso de incienso, que poco a poco nos vedó al uno la vista del otro, y metiéndose en nuestras gargantas, puso un acre sabor en nuestras bocas.

— ¿Será el sedimento de amargura que deja el pecado? — me preguntaste, aun estando convencida de que no era eso, únicamente para provocar mis dulces protestas.

Yo, entonces, te bese en la boca.

Y fue de miel nuestro beso ...

Quise apagar los pebeteros y me incorporé en el lecho.

Y desperté.

Volví a la realidad como a una pesadilla.

Sobre mi mesa de noche, la bujía agonizaba. En su humeante pabilo, restaba, como una estrella lejana, un último puntito luminoso.

Y hundiéndose en las tinieblas, mí estatuíta del pudor, patinada como un bronce antiguo, volvía a sus primitivas dimensiones, a su inmovilidad primera.

Los últimos restos de mi ensueño se esfumaban, se hundían en la niebla de los recuerdos imprecisos.

Hice un esfuerzo por sumirme nuevamente en el mundo de la ilusión.

Fue en vano.

Sin embargo, divina, a pesar de la lógica, de la razón y de la distancia, ayer fuiste mía. . .

Ramiro.

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