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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 20

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 20

De Ramiro Varela a Antonieta Lear

OBRAS DEL AUTOR
Cartas de amor (82)
Cartas

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Antonieta mía:

Cuando recibí tu carta corrí a tu casa como un loco, para ver si aun llegaba a tiempo. El portero me ha detenido en la puerta, no permitiéndome pasar. He preguntado por ti y se me ha dicho lo que ha pasado.

¡Oh, Antonieta, cómo pudiste hacer eso! Con cuánta angustia he escuchado de labios de tu criada los detalles de lo que has hecho. Sentí un nudo en la garganta, una atroz opresión en el pecho, que parecía querer estallar; un agolpamiento de lágrimas en los ojos. He necesitado que me repitiera que el peligro mayor había pasado, que el médico aseguraba que no corrías riesgo ya si permanecías tranquila, para que yo me resolviese a irme, y no quedarme toda la noche en los umbrales de tu casa, como un perro cuyo amo está adentro.

Cuando pensé que por mí, por causa mía, pudo suceder que tú murieras, sentí un enorme rencor contra mí mismo, contra mi estúpida pretensión de hacerte sufrir un poco, en venganza de los anónimos enviados a la chica de Gamboa.

Sí, porque fue debido a eso mí silencio. Cuando tú me enviaste la primera carta, me sentí conmovido, y dudaba entre escribirte o volver; cuando recibí la segunda, aquella airada en que me preguntabas dónde habías de enviarme mi equipaje, no quise ser yo el que cejara, y te contesté, también yo, una carta mala, fría, que estaba muy lejos de ser sincera. Nunca creí en una separación. Eran pequeñas borrascas en un vaso de agua, hijas de la intensidad de nuestro cariño. Por otra parte, me place el verte así, celosa sancionando lo enorme de tu cariño con esa actitud de leona que defiende a sus hijuelos. Era para mí un motivo de orgullo sentirme querido así, pulsar toda la intensidad de tu querer, palpar todo aquello de que eras capaz por mí.

Entonces recibí tu tercera carta; me llegó a lo más recóndito del alma, conmoviendo las fibras más íntimas de mi ser. Ese llamamiento suplicante de tu amor no podía quedar sin respuesta. Escribí varias, y a todas las encontré pobres, frías, indignas de servir de contestación a tus misivas.

Yo te debía algo más, algo que te resarciera de los padecimientos sufridos, de las angustias pasadas. Tenía que convencerte de mi ternura, de mi cariño, de cómo y cuánto te quería.

Entonces decidí ir y darte una sorpresa, presentándome sin previo aviso.

¡Qué hermosa sería nuestra reconciliación! ¡Cómo iban a saber nuestros besos después de la pequeña nube pasada entre nosotros!

No nos diríamos nada, no nos explicaríamos nada. Tú abrirías los brazos, yo rae arrojaría en ellos, y así, estrechamente unidos, después de besarnos mucho, nos parecería que nada había ocurrido entre nosotros, y la vida continuaría su ritmo más alegre, más hermosa que nunca.

El día que me embarcaba se recibió aquí tu primer anónimo. ¡Qué insensata ira me acometió! En vez de pensar que él era el resultado lógico de tu cariño, de mi silencio, de tu desesperación, me sentí humillado, empequeñecido, con esa especie de tutela que yo vi que tú querías ejercer en mi vida, y lleno de rabia me rebelé contra lo que me resultaba una tiranía insoportable. ¿Entonces, era yo una cosa sobre la que tenías un derecho de propiedad, o me considerabas un niño a quien no se consulta antes de adoptar una decisión tan grave como la que habías tomado? No; era inaguantable esa intromisión en mi vida, y yo . . . yo que te quiero, que te adoro con toda el alma, que nunca he dejado de quererte, que siento un raro goce en abandonarme a tus caricias, decidí independizarme de tu voluntad y castigarte con mi mutismo por tu conducta. Después, cuando tú sintieras el dolor de mi silencio, entonces, volvería e íbamos a gustar el único placer aun no gozado: el de la reconciliación.

Después. . . después fuiste mala. No estuvo bien hecho eso de enviarle a la pobre chica amenazas tan fuera de tono, tan intempestivas. Fue, quizá, el único momento en que realmente llegué a incomodarme. Se hacía necesaria una explicación amplia entre nosotros, que delimitara de una vez la jurisdicción de nuestro cariño, omnipotente para nosotros, pero que no debía invadir el terreno de extraños. Pero, no es ahora el momento de reconvenciones. Si hubo un poquito de culpa, harto la has purgado. Lo único que he de reprocharte es tu creencia en lo frágil de mi cariño. Te crees un capricho en mi vida, una flor que se coge al pasar, y que una vez que se han aspirado sus perfumes, se arroja falta ya del encanto de la novedad, o porque otra flor, aun no gustada, nos llama la atención, más allá, al borde del camino. Y eres injusta con mi cariño. Yo te amo mucho más de lo que tú crees. Eres para mí, la divina sacerdotisa del placer, en cuyo templo me ha sido dado conocer la verdadera vida. Nadie como tú podrá poner en mi vida una nota más tierna, más exquisita, más enloquecedora.

Tus caricias me han atado a tu carne, como tu cariño a mi espíritu.

Eres la primera mujer que conozco, la primera que merece ese título. Otras. . . ¡bah!, las otras sí fueron caprichos. Podrán quizá mañana volver a atraerme con la luz del artificio de la novedad, con el encanto de lo desconocido. Podré ir hacia ellas para saciar una curiosidad, pero volveré siempre a tus brazos, para ahogar una desilusión más: la desilusión de no haber encontrado en ellas lo que buscaba; de encontrarlas a todas iguales, hechas de la misma carne ... de esa carne que nos hastía, cuando se rasga el velo de la ilusión con que nosotros queremos revestirla.

Y volveré, como vuelvo ahora, más amante, con una ansia de olvido, con un enorme deseo de volver a encontrar la mujer después de haberme, vanamente, querido engañar con esos muñequitos de trapo.

Y nuestras caricias serán vehementes, nuestros besos más intensos, nuestros goces más embriagadores.

Tú, como una piedra preciosa que hubiera tallado un artífice sutil, girarás sobre ti misma, mostrándome cada día una faceta nueva ... y así, renovándote siempre, has de espantar el hastío, ese hastío que tanto temes, y cuyo nombre suena a hueco y parece un sarcasmo, después de oír desgranarse la sublime música de tus besos, después de sentir, torturante a fuerza de ser interesada, la enloquecedora emoción de tus caricias...

Ramiro.

P. S. — De más está decirte con cuánta impaciencia aguardo el instante en que pueda verte, con qué enorme lentitud van desfilando los minutos que aun nos separan. Es menester decirle a tu médico que me dé permiso para verte.

Tengo hambre de ti, de tus besos; sed de mirar tus hermosos ojos desfallecientes. Es como si de golpe se hubieran despertado todas mis ansias. Al evocar tus encantos, parece que los deseo más aún que antes, cuando no los conocía y aspiraba a develar su sagrado misterio.

Ya ves; tú, lejos de hastiar cuando te entregas, eres como ciertos alcaloides: atas para toda la vida.

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