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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Un sueño"

Capítulo 4

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Un sueño
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Una conversación

 

En esto Lope y Mencía oyeron pasos en la escalera, seguidos de algunos francos golpes a la puerta.

-Debe ser Gaetano -dijo Mencía.

Y fue a abrir.

Un joven como de la edad de Lope, alto, rubio, hermoso, entró riendo al taller.

-¡Lope mío! -exclamó con inflexión italiana, pero con articulación correctísima-. ¿Cómo estáis?

Y le besó en ambas mejillas. Luego, con un movimiento de cortesía lleno de distinción, que contrastaba acaso con la humildad de su traje, besó la larga, la afilada y pálida mano de Mencía.

Era Gaetano mozo muy regocijado y de mucho despejo; trabajaba con Domenikos Theotokopulos, con quien habla venido de Italia en 1576, cuando el Greco fue contratado en Roma para que decorase la iglesia de Santo Domingo el antiguo, y tenía aún en sus ojos todo el deslumbramiento de una adolescencia entusiasta, vivida en una tierra llena de las opulencias del Arte, frecuentando los grandes talleres, donde había conocido a los Veronés, a los Tintoretto, donde había visto pasar como un dios a Miguel Ángel, donde había tenido la honra de hablar con Tiziano Vecelli, amigo y maestro de Theotokopulos.

¡Tiziano! El inmenso artista había muerto en Venecia ese mismo 1576, de la peste, y a la edad de noventa y nueve años, y a Gaetano le había sido dado contemplarle, aún con el pincel en la maestra mano trémula, y honrado por artistas, por sabios y príncipes, al igual de un emperador.

Bastábale cerrarlos ojos para ver la nobilísima figura, el rostro oval, impregnado de cierta vaga tristeza, la nariz de perfecta curva, la sedosa barba blanca del maestro incomparable.

-Bellas historias de Italia sabéis, Gaetano -dijo Mencía-. Y es donoso para contarlas -añadió volviéndose a Lope-; muchos donaires sabe mezclar con ellas. ¿Venís aún a hablarnos del Tiziano, o de ese nuestro Greco de tan extravagante condición, y que tras enojarse con el cabildo de la catedral, no es bastante cortesano para contentar siempre al Rey nuestro señor?

-No es muy blando de carácter mi maestro; altivo se muestra siempre en demasía, y le he oído afirmar en muchas ocasiones que no hay precio para pagar sus cuadros, y que a él los ducados que gana, que son tantos, nadie se los escatima, porque todos los grandes saben lo que vale. Pero altivo era también su maestro Tiziano, al cual los propios reyes, como Francisco I, pedían con cierta humildad que les hiciese su retrato, y que fue honrado por el emperador Carlos V, señor del mundo, como lo ha sido por su hijo el rey Don Felipe. ¡Id al Alcázar de Madrid, id al Escorial y veréis en qué aprecio se tienen sus lienzos! La mayor parte de ellos fue mandada hacer por el Emperador y por el Rey con verdadero encarecimiento. Y a fe que razón han tenido en ufanarse de sus cuadros. Pues, ¿quién hubiera pintado como él a la hermosa emperatriz doña Isabel de Portugal? ¿Quién hubiera hecho con más riqueza y hermosura de color, con más brío, el retrato ecuestre del Emperador cuando su victoria en Mühlberg? ¿Quién le habría superado en la verdad de los retratos del Emperador y del Rey, en que el primero acaricia un mastín y el segundo muestra todos los caracteres de su temperamento; y quién hubiera ejecutado con más admirable suavidad el lienzo de Venus y Adonis, hecho especialmente para el rey Don Felipe, y cuya contemplación suele poner una sonrisa en esa faz que casi nunca se ilumina? Gaetano se enardecía más y más, advirtiendo el agrado con que Lope y Mencía le escuchaban.

-Sabed -agregó- que un príncipe tan artista y tan opulento como Alfonso de Este, no hallaba en su corte manera digna de agasajar al Tiziano, y sabed asimismo que el gran pontífice León X le amó y admiró al par de Buonarotti y de Rafael... ¡Y pensar que su primer maestro, Bellini, le predijo que no sería jamás sino un embadurnador cualquiera!... ¡Si él y Giorgione, que lo envidiaban, le hubiesen visto después, venerado por el mundo, glorificado por todos los grandes de la tierra!... ¡La gloria! -exclamó Gaetano a manera de síntesis-, ¡qué bella es la gloria! ¿Cuándo la alcanzaremos nosotros, Lope?... Porque yo creo en ella y la aguardo... Y vos, Mencía, ¿creéis en la gloria?

-¿Cómo no he de creer en la gloria si llevo el paraíso en el corazón? -respondió Mencía mirando tiernamente a Lope.

-Bien decís, Mencía: el amor, un amor como el vuestro, es la gloria más real y más pura. Acaso la prefiriera a la de mi maestro el Greco... en cuyo triunfo creo ciegamente.

-Decid, Gaetano -insinuó Lope lleno de curiosidad-, ¿podríais vos proporcionarme una oportunidad de conocer al Greco?

-Nada más fácil, amigo mío, pues que le veo a diario. Esta siesta, a las dos, he de hablarle, y ciertamente podríais acompañarme. Él os acogerá con extremada simplicidad.

-¿Adivináis -agregó el italiano después de una pausa- adonde irá Domenikos después, a las tres de la tarde precisamente y por cierto en mi compañía?

-No acierto...

-¡Pues a ver al Rey!

-¿Al Rey?

-Sí, señor, al Rey. Su Majestad no piensa más que en el ornato de El Escorial. ¿Sabéis que ha hecho a mi maestro numerosos encargos, entre ellos el cuadro del martirio de San Mauricio y sus compañeros, que Su Majestad desea vivamente, y que ha de colocar en el Monasterio con todos los honores... cuando el Greco quiera concluirlo, que no sé cuándo será? Su Majestad le ha enviado a recordar desde Madrid, en diversas ocasiones, este cuadro; ahora que está en Toledo le ha hecho llamar para hablarle de ello y quizás de otros trabajos.

-Decid, Gaetano, pues que vos iréis con el maestro al Alcázar, qué, ¿no me sería dado a mí también ver al Rey? No le conozco...

- ¡No le conocéis! ¡Per Baco! Y le habéis visto tantas veces...

Lope experimentó de nuevo la penosa confusión, el angustioso extravío que a veces le invadían el alma durante aquella visión de otros tiempos...; pero reportándose luego, respondió:

-Le he visto siempre de lejos, le he distinguido apenas. En Madrid, cuando he encontrado su coche, las cortinillas estaban echadas.

-Sin embargo -intervino Mencía-, me contaste, Lope, que siendo niño, allá por el año de 1560, asististe en Toledo a la jura del príncipe don Carlos, que con muchísima pompa celebrose en la catedral.

-Claro -respondió Lope cada vez más confuso-; pero hace tantos años...

-¿Es cierto -siguió diciendo para disimular su turbación- lo que cuentan del rey?

-¡Tanto cuentan! -interrumpió Gaetano-. Referid vos, Lope, lo que sepáis.

-Cuentan -empezó éste- que a pesar de lo que se dice en contra, corteja mucho a las mujeres, y que frecuentemente se solaza en su compañía; cuentan que en Madrid, por las noches, recorre enmascarado las calles de la villa, no con ánimo pecaminoso, como lo hacía don Carlos, su hijo, quien paseaba disfrazado por los peores lugares, sino más bien para investigar muchas cosas que de otra suerte no conocería; cuentan que no es tan enérgico como se afirma: que personalmente sería incapaz de negar nada, y que por eso gusta de dar sus órdenes a cierta distancia; cuentan que es tan orgulloso, que jamás sigue un consejo, a menos que no se le dé indirectamente, y él lo escuche como a furto de todos. Cuentan (y en esto no hay mal, sino bien), que a sus solas compone versos y tañe la vihuela, y aun se repite una glosa suya que dice:

Contentamiento, ¿do estás
que no te tiene ninguno?         

Cuentan (y en esto sí hay mal), que es disimulado y rencoroso, y que harto lo probó con los rigores de que dio muestra con el dicho príncipe don Carlos, más inadvertido que perverso, y con sus crueldades en los Países Bajos (donde han acabado por llamarle «el demonio del Mediodía». Cuentan, aunque no lo creen sino los maldicientes, que alguna parte tuvo en la muerte de su hermano don Juan, cuya gloria y cuyas aspiraciones nunca vio con buenos ojos. Cuentan que...

-¿Y cómo no cuentan -interrumpió con cierto asomo de enfado Mencía- que es muy sabio, generoso y desprendido, como lo prueban las fundaciones del Archivo de Simancas, de El Escorial, de la Universidad y colegios de Douay en Flandes y de las escuelas de Lovayna, de que he oído hablar mucho y con harto elogio a los padres del convento? ¿Como no cuentan que es muy devoto del Santísimo Sacramento, que es muy sobrio, que habla poco, que tiene gran paciencia, aun cuando le molestan de sobra; que trabaja más que su salud lo permite; que es harto capaz para cualquier negocio; que gusta de la soledad y se santifica en ella; que, poseyéndolo todo, de todo se muestra desasido, hallando paz su espíritu en esta dejación de las cosas perecederas; que ama las artes, especialmente la arquitectura, y no cree que ejercerlas es propio de villanos, como lo piensan muchos señores, tan ignorantes que firman con una cruz y que no saben más que la ciencia del blasón y la de las armas. Como no dicen que es bondadoso y afable con los humildes, si duro y altivo con los grandes, y que, por último, si es cierto que se le ve tan taciturno y apartado, fuerza es pensar que lleva en el corazón profundísima herida: la que le hizo con su muerte su primera mujer, doña María de Portugal, que de Dios haya, de la que enviudó tan temprano, y que fue el único amor de su vida...?

-Y habrá que decir también en su abono -exclamó Gaetano-, en primer lugar, que ama y admira a Tiziano Vecelli, el más grande de los pintores; en segundo lugar, que ha encomendado muchos cuadros al Greco, el más ilustre de los maestros que hay ahora en España, y en tercero, que ha protegido el estilo del Cinquecento, ese estilo frío, adusto, pero noble y majestuoso por sus proporciones, creado por Juan de Herrera, y que con mucho acierto sustituye a la prodigalidad de detalles ornamentales del Renacimiento español, y, sobre todo, a ese plateresco de Egas, Badajoz y Vallejo, que no me seduce, por cierto.

-Por todas estas cosas y por otras muchas -dijo Lope, a manera de conclusión-, quisiera ver al rey Don Felipe II.

-¡Y vive Cristo que, o poco he de valer yo en el ánimo de mi maestro Theotokopulos, o esta misma tarde, a las tres, iréis con nosotros al Alcázar!

-¿Me lo prometéis?

-Os lo prometo. Antes de las dos vendré a buscaros.

Y dicho esto, Gaetano se despidió graciosamente, y alegre y ágil bajó los escalones de dos en dos.
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