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Amado Nervo en AlbaLearning

Amado Nervo

"Amnesia"

Capítulo 3

Biografía de Amado Nervo en AlbaLearning

 
 
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Amnesia
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Empecé por llamar a mi esposa, Blanca, como para hacer más real la idea de su renacimiento.

Luisa, aquella Luisa coqueta y veleidosa, maligna y vana, había muerto.

De ella nacía Blanca («incipit vita nova»).

Y de que nacía de veras, de que en ella había como un ser nuevo, fue temprano testimonio de su dulzura.

Era dulce como una ovejuela. Tímida, medrosilla, puerilmente afectuosa.

Obedecía a la menor de mis indicaciones con sumisión conmovedora.

Yo, sin fatigar en lo más mínimo su cerebro delicado, iba iniciándola blandamente en el aprendizaje de la vida.

Teníamos un vasto jardín, que descendía desde la escalinata de la eminente casa en ondulaciones verdes y aterciopeladas.

Las flores llenábanla de regocijo, y yo iba pacientemente enseñándoselas una a una y repitiendo sus nombres.

¡Rosa!, ¡geranio!, ¡clavel!, ¡evónimo!...

Complacíase en la sociedad de las mocitas de doce y catorce años, y cada día, merced a ellas, ampliaba sus conocimientos, su vocabulario.

Divertíala extraordinariamente saltar a la comba, jugar a todos esos juegos de la puerilidad, que son siempre, en el fondo, los mismos.

Un día vino con encantadora sencillez a decirme:

-Tú y yo somos novios, ¿verdad?

Me quedé perplejo por un momento.

-¿Quién te ha dicho eso?

-Manolita; me ha dicho que cuando un hombre y una mujer se quieren..., pues son novios y se casan.

(Debo advertir que yo no había intentado insinuarle siquiera la idea de que era mi esposa; parecíame aún harto complicada para su inteligencia, que florecía apenas, como nuevo y candoroso pensamiento.)

-¿Y tú y yo nos queremos, por ventura? -la pregunté.

-¡Yo te quiero! -me respondió, zanjando dulcemente la cuestión y echando sus brazos a mi cuello.

-¿Tenemos, pues, que casarnos como los otros?

-Naturalmente.

-¿Y serás dichosa?

-Muy dichosa.

Desde aquel día la idea del matrimonio ancló en su espíritu. Sobre todo porque sus amiguitas le decían que iría al templo vestida de blanco y coronada de azahares; que en el altar arderían infinitos cirios, que sonaría el órgano, y que unos pequeñuelos vestidos preciosamente, la recibirían regando flores a su paso.

-¿Es verdad todo esto? -me preguntaba.

-Verdad.

-¿Y llevaré también zapatos blancos?

-Naturalmente.

Los zapatos blancos la proporcionaban sobre todo el más aturdido regocijo.

Acabó por enamorarse de tal manera de su proyecto, que el médico temió una crisis, si no se realizaba.

Imaginamos una comedia en una Iglesia campesina, de por allí cerca, al amanecer.

¿Pero querría el padre prestarse a la farsa?

Nos parecía imposible: le vimos sin embargo el médico y yo y le explicamos el caso.

Era un sacerdote viejo, bonachón, ingenuo.

-Hay un medio -nos dijo-, sin necesidad de recurrir a parodias irrespetuosas; que venga vestida de blanco al lado de usted: que oiga una misa en las gradas del altar, y después de la misa yo les daré una simple bendición.

-¿Y los pajecillos? ¿Y el órgano?

-Eso puede arreglarse; no son detalles privativos del vínculo.

Yo, entusiasmado, procedí a los preparativos, especialmente al principal de todos: el traje de boda.

Vino la modista; se discutieron telas y avíos, con júbilo enorme de Blanca.

Dos semanas después, el traje estaba hecho.

-¿Y los zapatitos? -preguntaba ella continuamente.

Los zapatitos de la más nívea y fina piel, con lazos enflorecidos de azahar, llegaron a su vez.

¡Qué mañana aquella! Acabé por enamorarme de la situación tan nueva, tan graciosa, tan inesperada...

Iba a casarme con mi esposa, es decir, iba a casarme con el alma de mi esposa (porque, ¿no es también el matrimonio la unión de dos almas?), y aquella alma, tan blanda, tan tenue, tan infantil (animula, blandula, vagula...) era distinta ¡y tan distinta de la otra! Y sobre todo, ¡era mía! ¡mía! (complacíame en repetir esta cadenciosa palabra), porque la otra alma, la de «Luisa» no me perteneció jamás.

Con esta imaginación que yo tengo; con la hermosura de mi novia en el tímido y tembloroso amanecer; con el olor del incienso, con la música del órgano, acabé por posesionarme de tal suerte de mi papel, que fui el novio ideal, ¡el novio que por fin realiza una esperada quimera!

¡Hasta pensé que Dios creaba, con el barro de la otra, aquella novísima Eva, para recompensarme en su bondad infinita de todas las amarguras de mi vida!

Blanca, radiante, como extática, oía la misa a mi lado. De vez en cuando volvía a mí su rostro, ayer aún pálido, hoy sonrosado, como si la débil llamita de una nueva vida se encendiese allí ante el altar... Me miraba con la clara mirada de sus grandes ojos, llenos de vaguedad (de una vaguedad que no tenía la mirada de «Luisa»); de sus ojos divinos que eran cómo dos corolas de loto en el agua obscura de un lago; como dos urnas de ensueño.

Cuando el viejo sacerdote nos bendijo, estremeciose ella ligeramente y una viva luz alumbró su cara morena.

Parecía como si su alma a través de los velos y las brumas, rectificase su crueldad anterior y reencarnase con el tácito y misterioso designio de consagrarse a mí para siempre.

Cuando bajamos, precedidos de dos niños rubios que regaban flores y que iban vestidos de Luis XIV color salmón, la rústica escalinata del templo, a lo largo de la cual algunos boquiabiertos aldeanos contemplábannos como a fantasmas, salía el sol; un amarillo y jovial sol de España.

Parecíame que ni Blanca ni yo pisábamos las gradas; éramos dos almas, nada más que dos almas que iban a vivir confundidas en aquel rayo de oro, por los siglos de los siglos.

*

¡Cuán gentil fue su abandono en mis brazos!, cuán confiado y cuán tierno...

Sí, aquella era otra vida. En el ánfora de mis amores había nueva esencia.

¡Incipit vita nova!

¡Cuántas cosas bellas, nobles, buenas, iba yo a escribir, en la blanca página de esa alma!, ¡con cuánta delicadeza iba a cultivarla, a educarla!

Dije al principio que mi mujer no reconocía a nuestra hija, la cual, fenómeno estupendo, en su expresión, en su dulzura, en su suavidad celeste, parecíase a Blanca, no a Luisa.

Un instinto sagrado, empero hacíala amarla. ¿No dicen los palingenésicos que a través de la vida los antiguos amores se vuelven instintos? Con frecuencia la tenía en sus brazos, la dormía en sus rodillas; la acariciaba.

Aquella mañana de «Nuestras bodas», pensé que su segundo beso debía ser para la niña: para Carmen.

Hícela, pues, venir; de los brazos del ama pasó al regazo de Blanca, que, con la blandura y el mimo de siempre, la acarició.

-Llámala: «¡hija mía!» -la dije.

Quedose mirándome con no sé qué vago estupor, que al pronto me dio miedo.

Mas luego, sumisa, repitió con una voz melodiosa, pero lejana:

-«Hija mía»... -y dio un largo beso a Carmen, que sonreía y alargaba sus manos minúsculas, acariciando a su madre el rostro, con esa adorable torpeza de los niños, cuyas almas intentan manejar el mudo instrumento de un cuerpo que se forma.

A medida que pasaban los días, después del de «nuestra boda», el carácter de Blanca se despuerilizaba, volviéndose de una más dulce gravedad.

Resolví que emprendiésemos un viaje: nuestro «segundo» viaje de novios, y por un refinamiento muy comprensible, quise hacerlo con el mismo itinerario que el primero: París, Suiza, Italia...

Dejé a Carmen en buenas manos y partí con Blanca, loca de contento a la sola idea de meterse en un tren.

-¿Estaremos mucho tiempo en el coche? -me preguntaba.

-Ya lo creo; por lo menos un día y buena parte de la noche, para ir a Madrid; después, 26 horas en el sud-expreso, para ir a París, y luego, horas y horas para ir a Suiza, para bajar a Italia.

-Eso, eso quiero yo, que estemos mucho tiempo.

El mundo no entraba aún -innecesario es decirlo- en la hirviente zona de la guerra... ¡del ciclón!

El mundo estaba todavía en paz.

Las grandes metrópolis vivían confiadas su vida de negocio, de placeres, de intelectualismo.

París rebosaba en júbilo, en fiebre, en luz, en vitalidad. El corazón gigantesco del planeta latía con ritmo acelerado, pero isócrono, sin el menor presentimiento de catástrofe.

Triunfaba el Tango Argentino. En la Abbaye Theleme, Chez Paillard, Chez Fisher, Chez Maxim, los buenos luises de oro se prodigaban entre canciones de Montmartre, melodías lánguidas de violines húngaros, roces de sedas, chasquear de besos.

Eran los tiempos en que el que firma esta verídica historia escribía:

«Se escuchan lejanas orquestas
que tienen no sé qué virtud;
el Bosque es un nido de fiestas...
¡Oh, mi juventud!

Islotes de azul claridad,
cascada que en blando fluir
despeña su diafanidad;
¡dicha de vivir!

Mujeres que sólo se ven
aquí, como cisnes, pasar,
y prometedoras de un bien
¡que no tiene par!

Prestigio de flores de lis,
perfume de labios en flor...
¡París, oh París, oh París,
¡invencible amor!        

Blanca no recordó ni por un instante a la febril capital de las capitales. Encontraba en todo el sabor de lo nuevo. Se entregaba a la alegría de vivir, como una colegiala que acaba de dejar los tutelares muros del Sagrado Corazón y empieza su etapa mundana.

Todas las noches íbamos a un teatro distinto, mas yo tenía cuidado previamente de explicarla con los detalles apropiados el argumento de las diversas obras para que se diese cuenta de ellas, pues de sobra está decir que su conocimiento del francés había naufragado con su memoria.

Sin embargo, al terminar la pieza, solía decirme que la había comprendido perfectamente.

Merced a una cuidadosa selección de los espectáculos, iba yo educando su nueva y admirable sensibilidad. La música, sobre todo, ayudaba a ello. La gran Ópera, la Ópera cómica, los conciertos Lamoureux, hasta el propio «concert Rouge», servíanme a maravilla de maestros.

Por esta época empecé asimismo a proporcionarla ciertas lecturas, diáfanas, sencillas, de grandes autores...

Con qué fruición «plasmaba» yo, si cabe la palabra, aquella alma, mías, sólo mía, absolutamente mía...

Nuestro viaje por Suiza fue un éxtasis... Pero acaso el aire puro de aquellas montañas rosadas, gris-perla, violeta; la sedante placidez de aquellos lagos azules, las dulces perspectivas de aquellos paisajes de ensueño, tonificando lentamente sus nervios, aumentando sus glóbulos rojos, vigorizando su sustancia gris, produjeron pocos días después de una excursión inolvidable, los primeros destellos, los incipientes atisbos de una memoria que, ¡ay de mí!, yo ya creía escondida siempre en los laberínticos recodos del subconsciente...

Fue en Venecia, una tarde, al volver del Lido, en la Plaza de San Marcos, entre las palomas familiares.

Blanca llevose las manos a la frente y palideció un poquito.

Condújela asustado a un café cercano de las galerías y pedí un cordial.

Me miraba sin hablar.

-¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? -preguntábala yo con ansiosa insistencia.

-Nada -respondió por fin débilmente- una sensación muy extraña. Me ha parecido en un momento dado, con claridad como de relámpago, muy penosa, que esta plaza la había yo visto ya, contigo.

Un pavor infinito me paralizó por unos instantes el corazón y me puso frío en los huesos. Recordé mis diversas lecturas y una frase corroboradora de ellas, del sabio especialista francés:

«La amnesia, vigorizando el organismo lentamente, suele curarse también lentamente.

Los recuerdos, las imágenes, aislados y confundidos al principio como las estampas revueltas de una historia, van con blandura ordenándose, hasta que empieza la vida anterior a verse en fragmentos, y por fin en su integridad.

Si esta operación se efectuase súbitamente, produciría un trastorno mental tan profundo que podría sobrevenir la rotura de un vaso y la enajenación irremediable o la muerte; pero si paulatinamente la memoria va atando su disperso haz, sólo produce trastornos relativos... Sin embargo -había añadido-, pues que usted desea toda la verdad, le diré que, aun así, un organismo débil pocas veces sobrevive a la recuperación total de sus recuerdos. En el caso de la esposa de usted, nada quiero vaticinar. Sólo afirmaré que su juventud es la mejor garantía».

No una, varias veces, con disculpable egoísmo, había yo sentido, el miedo, el pánico aquel ante la posibilidad de que «Luisa» recobrase sus potencias.

Era más que natural: la salud de «Luisa» significaría algo atroz, algo que cada vez me atrevía menos a considerar; significaría, sencillamente, la muerte de Blanca.

Mi Blanca idolatrada, el único ser que me había amado en la vida, se desvanecería para siempre, como el más sutil de los fantasmas, como el más inconsistente de los sueños. Su muerte sería más terrible que la muerte fisiológica, pues que en ésta aún nos queda la esperanza, la fe en una supervivencia que nos permita en otros planos de la Eterna Realidad encontrar a los que amamos...

Pero curada Luisa, ¿qué me quedaba de Blanca?

Me quedaría algo peor que un cadáver que se descompone y al fin se reduce a un poco de polvo: me quedaría un cadáver viviente, un ser que tendría el aspecto, el cuerpo, los gestos de la otra, pero que sólo sería su triste caricatura.

La malignidad escondida en los repliegues de aquel ser volvería a surgir a flor de alma. La mujer perversa que por mi bien parecía haber naufragado para siempre en el vórtice de la inconsciencia, me sería restituida con toda su hiel, con todas sus espinas; y la otra, la dulce, la buena, a su vez naufragaría, pero definitivamente, y de ella no quedaría ni la sombra de una sombra...

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