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Alfred de Musset

"Historia de un mirlo blanco"

Capítulo 1

Biografía de Alfred de Musset en Wikipedia

 
 

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Historia de un mirlo blanco

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Capítulo 1
 

¡Qué glorioso, y qué penoso es ser en este mundo un mirlo1 excepcional! No soy un pájaro fabuloso, el señor Buffón me ha descrito. Pero, desgraciadamente, soy raro y muy difícil de encontrar. ¡Ojalá fuera completamente imposible de encontrar!

Mi padre y mi madre eran dos buenos individuos que vivían, desde hacía años, al fondo de un viejo jardín aislado del Marais. Era una pareja ejemplar. Mientras mi madre, instalada en un tupido arbusto, ponía regularmente tres veces al año e incubaba somnolienta con un fervor patriarcal, mi padre, aún muy limpio y petulante pese a su edad, picoteaba alrededor de ella, le traía hermosos insectos que atrapaba delicadamente por el extremo de la cola para no inspirarle repugnancia a su mujer y, al anochecer, si hacía buen tiempo, no dejaba jamás de obsequiarla con una canción que alegraba a todo el vecindario. Jamás una querella, jamás el menor nubarrón turbó aquella plácida unión.

Apenas vine al mundo, y por primera vez en su vida, mi padre empezó a manifestar mal humor. Aunque yo no fuera aún sino de un gris sospechoso, no reconocía en mí ni el color, ni el aspecto de su numerosa prole.

-¡Qué sucio es este hijo! -decía a veces mirándome de través-; se diría que este chiquillo va a revolcarse en todos los escombros y montones de barro que se encuentra, para estar siempre tan feo y enfangado.

-¡Eh, Dios mío! -contestaba mi madre siempre hecha una bola en una vieja escudilla de la que había hecho su nido- ¿no ve, amigo mío, que es propio de su edad? Usted mismo, ¿no fue un encantador granuja? Deje que nuestro mirlito crezca, y ya verá como será hermoso; es uno de los mejores que he puesto.

Pese a encargarse de mi defensa, mi madre no se engañaba; veía crecer mi fatal plumaje, que le parecía una monstruosidad; pero hacía lo que todas las madres que se aferran con frecuencia a sus hijos, por el hecho de ser maltratados por la Naturaleza, como si fuera culpa suya, o como si rechazaran por anticipado la injusticia de la suerte que recaerá sobre ellos.

Cuando llegó el momento de mi primera muda, mi padre se fue poniendo pensativo y me miraba atentamente. Mientras que mis plumas fueron cayendo, aún me trató con bastante bondad e incluso me dio de comer al verme tiritar casi desnudo en un rincón; pero tan pronto como mis alas ateridas empezaron a cubrirse de plumón, a cada pluma que veía nacer, entraba en un estado de ira tal que temí que me desplumara para el resto de mis días. Desgraciadamente, yo no tenía espejo; ignoraba la causa de aquel furor, y me preguntaba por qué el mejor de los padres se mostraba tan inhumano conmigo.

Un día en que un rayo de sol y mi plumaje incipiente me habían alegrado el corazón -pese a mí mismo-, para mi desgracia, me puse a cantar cuando revoloteaba por una alameda. A la primera nota que escuchó, mi padre saltó en el aire como un cohete.

-¿Qué estoy oyendo? -exclamó- ¿así es como canta un mirlo? ¿así canto yo? ¿eso es cantar?

Y, dejándose caer cerca de mi madre, dijo con el más terrible aplomo:

-¡Desgraciada! ¿quién ha puesto en tu nido?

Al oír estas palabras, mi madre indignada se arrojó de su escudilla, no sin hacerse daño en una pata; quiso hablar, pero los sollozos la ahogaban y cayó al suelo casi desmayada. La ví a punto de expirar y, asustado y temblando de miedo, me arrojé a las rodillas de mi padre.

-¡Oh, padre mío! -le dije- si canto desafinado y si estoy mal vestido, que mi madre no sea castigada por ello. ¿Es culpa suya si la Naturaleza me ha negado una voz como la de usted? ¿Es culpa suya si no tengo el mismo hermoso pico amarillo que usted, y su hermoso traje negro a la francesa, que le dan el aspecto de un sacristán comiéndose una tortilla? Si el Cielo ha hecho de mí un monstruo, y si alguien debe pagar por ello, ¡que al menos yo sea el único desdichado!

-No se trata de eso -dijo mi padre-; ¿qué significa la forma absurda con la que acabas de permitirte cantar? ¿quién te ha enseñado a cantar así, en contra de todas las costumbres y todas las reglas?

-¡Ah! señor, -contesté humildemente- he cantado como he podido, me sentía alegre porque hace un buen día, pero tal vez haya comido demasiadas moscas.

-¡En mi familia no se canta así! -prosiguió mi padre fuera de sí-. Hace siglos que cantamos de padres a hijos y, cuando dejo oír mi voz durante la noche, entérate bien, hay en el primer piso un anciano señor y en la buhardilla una joven obrera que abren sus ventanas para escucharme cantar. ¿No basta con tener ante mis ojos el horrible color de tus absurdas plumas que te hacen parecer enharinado como un payaso de feria? Si yo no fuera el más pacífico de los mirlos, ya te habría dejado desnudo cien veces, ni más ni menos que un pollo de corral listo para ser espetado.

-¡Pues bien! -exclamé sublevado por la injusticia de mi padre-. Así son las cosas, señor, ¡que no quede por eso!, desapareceré de su presencia, libraré sus ojos de esta desgraciada cola blanca, de la que me tira a lo largo de todo el día. Me iré, señor, huiré; otros muchos hijos consolarán su vejez, dado que mi madre pone tres veces al año; me iré lejos de usted a ocultar mi miseria y tal vez -añadí sollozando- tal vez encuentre en el huerto del vecino o sobre los canalones algunas lombrices o algunas arañas para nutrir mi triste existencia.

-¡Como gustes! -contestó mi padre lejos de enternecerse por mi discurso-; ¡que no te vea más! Tú no eres mi hijo; tú no eres un mirlo.

-¿Y entonces qué soy, señor, dígame?

-No lo sé, pero desde luego tú no eres un mirlo.

Tras estas aterradoras palabras, mi padre se alejó a paso lento. Mi madre se levantó tristemente y, cojeando, fue a acabar de llorar dentro de su escudilla. Por lo que a mí respecta, confundido y desolado, emprendí vuelo lo mejor que pude, y como lo había anunciado, fui a colocarme sobre el canalón de una casa próxima.

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