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Alfred de Musseten AlbaLearning

Alfred de Musset

"El lunar"

Capítulo 5

Biografía de Alfred de Musset en Wikipedia

 
 

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El lunar

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El lunar
El vaquero que no mentía jamás
Historia de un mirlo blanco
La dorada y los esposos
La mujer que comía poco
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Las tres naranjas de amor
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Le berger qui ne mentait jamais
Histoire d'un mirle blanc
La daurade et les époux
La femme qui mangeait peu
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Les trois oranges d'amour
Les freres Van-Buck
 

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Capítulo 5
 

Cuando el caballero llegó al palacio, otro suizo saliole al paso en el peristilo:

-Orden del rey -dijo el joven, que no temía esta vez a las alabardas; y, mostrando su carta, pasó alegremente por entre media docena de lacayos.

Un ujier corpulento, plantado en medio del vestíbulo, al ver la orden con el sello real, se inclinó profundamente, como un álamo curvado por el viento, y luego, con uno de sus dedos huesudos, apretó, sonriendo, en el ángulo de dos muros.

Una puertecilla de escape, oculta por un tapiz, se abrió como por encanto. El hombre huesudo hizo un ademán obsequioso, el caballero entró, y el tapiz, que permanecía a medio descorrer, cayó blandamente a sus espaldas.

Un silencioso ayuda de cámara le introdujo entonces en un salón, pasole luego a un corredor, al que se abrían dos o tres pequeños camarines, y le condujo, en fin, a un segundo salón, rogándole allí que aguardase un instante.

«¿Estaré otra vez en el Palacio de Versalles?», se preguntaba el caballero. «¿Vamos a empezar nuevamente a jugar al escondite?»

El Trianón no era en aquella época, ni lo es ahora, lo que antes había sido. Se ha dicho que madame de Maintenon había hecho de Versalles un oratorio, y madame de Pompadour un camarín de cortesana. También se ha dicho del Trianón que aquel palacete de porcelana era el tocador de madame de Montespan. Sea lo que fuese de todo esto, lo cierto es que Luis XV prodigaba por todas partes camarines semejantes. Cualquier galería por la que su abuelo se paseara majestuosamente, estaba por entonces caprichosamente dividida en infinitos aposentos. Los había de todos colores, y el rey mariposeaba por aquellos bosquecillos de seda y terciopelo. -¿Os parece bien como he hecho decorar mis saloncillos? -preguntó cierto día a la bella condesa de Séran. -No -respondió ella-, preferiría que fuesen azules. Como el azul era el color real, aquella respuesta le halagó, y a la segunda cita madame de Séran encontró la estancia decorada en azul, como deseara.

El salón donde en aquel momento se hallaba a solas nuestro caballero no era azul, ni blanco, ni rosa, sino cubierto de espejos. Ya se sabe cuánto favorece a una mujer bonita que tiene un talle gentil ver así repetida su imagen en mil aspectos. Con ello deslumbra, envuelve, por así decir, a quien desea agradar. Por cualquier lado que él mire, allí la ve. ¿Cómo evitarla? No le queda más que huir o confesarse subyugado.

El caballero miraba también el jardín, donde los laberintos, setos, estatuas y jarrones de mármol comenzaban a iniciar el gusto pastoril, que la marquesa había de poner de moda y que, más tarde, madame Dubarry y la reina María Antonieta debían llevar a tan alto grado de perfección. Ya aparecían las fantasías campestres, refugio de todo capricho arbitrario; ya los tritones carrilludos, las graves diosas, las sapientes ninfas y los bustos de grandes pelucas, pasmados de horror en sus verdes hornacinas, veían surgir de la tierra un jardín inglés entre los asombrados tejos. Las pequeñas praderas de césped, los riachuelos, los puentecillos iban a destronar muy pronto al Olimpo, para reemplazarlo por una lechería, extraña parodia de la Naturaleza, a la que los ingleses copian sin comprender, verdadero juego de niños, convertido entonces en pasatiempo de un señor indolente, que no sabía cómo librarse, en Versalles mismo, del fastidio de Versalles.

Pero el caballero estaba demasiado encantado, demasiado sorprendido de encontrarse allí, para prestar su espíritu a una reflexión crítica. Por el contrario, se mostraba dispuesto a admirarlo todo; y, en efecto, lo admiraba, dando mil vueltas a la carta entre sus dedos, como un provinciano a su sombrero, cuando una linda azafata abrió la puerta y le dijo dulcemente:

-Venid, caballero.

Éste la siguió, y después de pasar nuevamente por diversos corredores más o menos misteriosos, le hizo entrar en un aposento espacioso, cuyas persianas estaban a medio entornar. La azafata se detuvo y pareció escuchar.

«Siempre jugando al escondite», se decía el caballero.

Sin embargo, al cabo de algunos instantes se abrió una nueva puerta, y otra camarera, que parecía ser no menos linda que la anterior, repitió las mismas palabras y en el mismo tono:

-Venid, caballero.

Si mucho se había éste emocionado en Versalles, mucho lo estaba ahora, aunque de muy otra manera, pues comprendía que pisaba el suelo del templo habitado por la divinidad. Avanzó, con el corazón palpitante; una suave luz, ligeramente velada por leves cortinas de gasa, sucedió a la obscuridad; un delicioso y casi imperceptible perfume se esparció por el aire en torno suyo; la azafata apartó tímidamente un cortinón de seda, y en el fondo de un gran gabinete de la más elegante sencillez el caballero vio a la dama del abanico, es decir, la marquesa todopoderosa.

Estaba sola, sentada ante una mesa, envuelta en un peinador, con la cabeza apoyada en la mano y parecía muy preocupada. Al ver entrar al caballero se levantó como por un movimiento súbito e involuntario.

-¿Venís de parte del rey?

El caballero hubiera respondido; pero no encontró nada mejor que inclinarse profundamente y presentar a la marquesa la carta de que era portador. Ella la cogió, o, mejor dicho, se la arrebató con gran vivacidad, y al rasgar el sobre, sus manos temblaban visiblemente.

La carta, de puño y letra del rey, era bastante larga. Al punto la marquesa la devoré, por así decirlo, de una ojeada; luego la leyó ávidamente, con profunda atención, fruncido el ceño y apretados los dientes. No estaba tan bella así; no parecía la mágica aparición del saloncillo de Versalles.

Cuando terminó su lectura pareció reflexionar, y poco a poco su semblante, que había palidecido, tiñose de rubor -a aquella hora aun no tenía colorete-, y no sólo recuperó su gracia, sino que un rayo de verdadera belleza iluminó sus delicadas facciones: sus mejillas hubieran pasado por dos rosas. Lanzó un leve suspiro, dejó caer la carta sobre la mesa y volviéndose hacia el caballero:

-Os he hecho esperar, caballero -le dijo con la más encantadora sonrisa-, pues no estaba visible, ni lo estoy todavía. Por eso me he visto precisada a haceros venir por los corredores; aquí estoy tan asediada como en mi propia casa. Quisiera responder dos palabras al rey. ¿Os disgustaría cumplir mi encargo?

Esta vez era preciso hablar; el caballero había tenido tiempo de recuperar un poco de valor.

-¡Oh, señora! -dijo tristemente-, me hacéis demasiado honor; pero, desgraciadamente, no me es posible aprovecharlo.

-¿Por qué?

-Porque no tengo la honra de pertenecer al servicio de Su Majestad.

-Entonces ¿cómo habéis llegado hasta aquí?

-Por casualidad. Di en mi camino con un paje que se cayó al suelo, y me rogó que...

-¿Cómo que se cayó al suelo? -repitió la marquesa, rompiendo a reír. En aquel momento parecía tan dichosa, que le brotaba la alegría fácilmente.

-Sí, señora; se cayó del caballo, junto a la verja. Por fortuna, me encontraba yo allí para auxiliarle, y como tenía el traje estropeado me rogó que os trajese el mensaje.

-¿Y por qué casualidad os encontrabais allí?

-Señora, es que quiero presentar un memorial a Su Majestad.

-Su Majestad vive en Versalles.

-Sí; pero vos vivís aquí.

-¡Ah, ya! Entonces sois vos el que quiere encargarme una comisión.

-Señora, os suplico que creáis...

-No os asustéis; no sois el primero. Pero ¿Por qué os dirigís a mí? Yo no soy más que una mujer... como otra cualquiera.

La marquesa pronunció estas palabras en tono burlón, y echó una mirada de triunfo a la carta que acababa de leer.

-Señora -replicó el caballero-, siempre he oído decir que los hombres ejercen el poder y que las mujeres...

-Disponen de él, ¿verdad? Pues bien, señor; en Francia hay una reina...

-Lo sé, señora, y eso es lo que ha hecho que yo me encontrase aquí esta mañana.

La marquesa estaba más que acostumbrada a semejantes cumplidos, aunque recibidos siempre en voz baja; pero, en la circunstancia presente, aquél pareció agradarle de una manera especial.

-¿Y en qué os fundabais -le dijo-, qué seguridad teníais para poder llegar hasta aquí? Porque supongo que no contaríais con que un caballo iba a caerse en vuestro camino.

-Señora, yo creía..., yo esperaba...

-¿Qué esperabais?

-Esperaba que la casualidad... me proporcionase...

-¡Siempre la casualidad! A lo que parece es amiga vuestra; pero os advierto que, si no contáis más que con ella, es muy poca recomendación.

Acaso la suerte, ofendida por aquella irreverencia, quiso vengarse, pues el caballero, a quien las últimas preguntas habían turbado más cada vez, distinguió de pronto, en la esquina de la mesa, el mismo abanico que la víspera había recogido del suelo. Lo cogió, y, como la noche antes, se lo ofreció a la marquesa rodilla en tierra, diciéndole:

-He aquí, señora, el único amigo con que cuento.

La marquesa pareció extrañarse al pronto; dudó un momento, mirando ya al abanico, ya al caballero, y acabó diciendo:

-¡Ah, tenéis razón; sois vos, caballero; os reconozco! Sois el mismo a quien vi anoche, al acabar la comedia, con monsieur de Richelieu. Dejé caer mi abanico, y también os encontrasteis allí, como decíais.

-Sí, señora.

-Y muy galantemente, como un verdadero caballero, me lo desvolvisteis. No os di las gracias; pero quedé persuadida de que quien sabe recoger un abanico de tan gentil manera sabrá también, si es necesario, recoger el guante; y a nosotras nos agrada esto mucho.

-Y no decís más que la verdad, señora; hace un momento, al llegar aquí, estuve a punto de batirme con el portero.

-¡Por misericordia! -dijo la marquesa, presa de nuevo de un ataque de risa-. ¡Con el portero! ¿Y por qué?

-No quería dejarme pasar.

-Lástima hubiera sido. Pero, en fin, caballero, ¿quién sois? ¿Qué deseáis?

-Señora, soy el caballero de Vauvert. Monsieur de Birón había solicitado para mí una plaza de oficial de la Guardia.

-¡Ah, si; ya me acuerdo! Sois de Neauflette; estáis enamorado de mademoiselle d'Annebault...

-Señora, ¿quién ha podido deciros...?

-¡Oh! Os advierto que soy muy de temer. Cuando me falta la memoria, adivino. Sois pariente del abate Chauvelin, y por ese motivo no se os ha concedido a plaza, ¿no es así? ¿Dónde está vuestro memorial?

-Aquí, señora; pero realmente no puedo comprender...

-¿Qué necesidad hay de comprender? Levantaos y poned vuestro papel en esta mesa. Voy a responder a rey; le llevaréis al mismo tiempo vuestro memorial y mi carta.

-Pero, señora, creía haberos dicho...

-Iréis. ¿No habéis entrado aquí por orden del rey? Pues bien; entraréis allí por orden de la marquesa de Pompadour, dama de palacio de la reina.

El caballero se inclinó sin decir palabra, embargado de estupefacción. Todo el mundo sabía, desde hacía tiempo, a cuántas negociaciones, ardides e intrigas había recurrido la favorita y qué obstinación había mostrado para obtener ese título, que no le produjo más que una cruel afrenta por parte del delfín. Pero hacía diez años que lo deseaba, lo quería, y lo había obtenido. Así es que el señor de Vauvert, a quien no conocía, aunque conociese sus amores, tenía para ella el mismo atractivo que una buena noticia.

De pie e inmóvil detrás de ella, el caballero observaba a la marquesa, que al principio escribía con toda su alma, apasionadamente, y que después reflexionaba, se detenía y acariciaba con la mano su pequeña nariz, más fina que el ámbar. Impacientábase la marquesa, molesta de escribir ante un testigo; al fin se decidió e hizo una raspadura: había que confesar que sólo se trataba de un borrador.

Frente al caballero, al otro lado de la mesa, brillaba un magnífico espejo de Venecia. El tímido mensajero apenas osaba levantar los ojos; pero le fue, sin embargo, muy difícil no ver en ese espejo, por encima de la cabeza de la marquesa, el encantador e inquieto rostro de la flamante dama de palacio.

-¡Qué bonita es! -pensaba-. ¡Lástima que yo esté enamorado de otra! ¡Pero Atenaida es más bella, y además eso sería una horrible infidelidad por parte mía!

-¿De qué habláis? -dijo la marquesa. El caballero según su costumbre, y sin darse cuenta, había pensado en voz alta-. ¿Qué estáis diciendo?

-¿Yo, señora? Estoy pensando.

-Ya está terminada -respondió la marquesa, cogiendo otro pliego de papel. Pero a un ligero movimiento que hizo para volverse, el peinador se deslizó de sus hombros.

Las modas son muy extrañas. Nuestras abuelas tomaban como una cosa natural el ir a la Corte con inmensos vestidos que dejaban sus senos al descubierto, y no lo creían nada indecoroso; pero, en cambio, cubrían cuidadosamente sus espaldas, cosa que tanto lucen ahora en los bailes y en la ópera nuestras damas contemporáneas. Éste es, pues, un género de belleza recientemente inventado.

En la delicada, blanca y preciosa espalda de madame de Pompadour había un pequeño lunar, que parecía una mosca nadando en leche. El caballero, que estaba muy serio para encubrir su azoramiento, miraba el lunar, y la marquesa, con la pluma levantada en el aire, miraba en el espejo al caballero.

Uno y otra cambiaron por el espejo una rápida mirada, mirada que nunca engaña a las mujeres, y que de una parte quiere decir: «Sois encantadora». Y de otra: «No me ofende que lo penséis».

Sin embargo, la marquesa se arregló el peinador y dijo:

-¿Mirabais mi lunar, caballero?

-No miro, señora; veo y admiro.

-Aquí tenéis mi carta; llevadla al rey con vuestro memorial.

-Pero señora...

-¿Qué ocurre?

-Su Majestad está de caza; acabo de oír las trompas en el bosque de Satory.

-Es verdad, ya no me acordaba; pues bien; llevadla mañana o pasado, igual da. Pero no, mejor es ahora mismo. Andad, entregádsela a Lebel. Adiós, caballero, y tratad de recordar que este lunar que habéis visto sólo el rey lo conoce; y en cuanto al azar, vuestro amigo, os ruego que le digáis que pierda la costumbre de charlar tan alto como lo hacía hace poco. Adiós, caballero.

Tocó un pequeño timbre, y, apareciendo de su manga una verdadera ola de encajes, tendió al joven su desnudo brazo.

Inclinose de nuevo el caballero, y apenas rozó con sus labios las rosadas uñas de la marquesa, la cual no tomó esto, ni mucho menos, por descortesía, sino por una exagerada modestia.

Al instante reaparecieron las azafatas -las de más categoría aun no habían abandonado el lecho-, y tras ellas, tieso, entre su rebaño de corderillas, el huesudo ujier, que, siempre sonriendo, le indicaba el camino.

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