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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

René Maizeroy

"El primer pecado"

Biografía de René Maizeroy en Wikipedia

 
 

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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

El primer pecado

OBRAS DEL AUTOR
Español
El apóstol
El primer pecado
El zapato blanco
Flores de tilo

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Los cuatro días del año en que caía el trimestre eran seguramente los que el venerable marqués d'Ayguefonde senalaba con piedra blanca. No porque fuese avaro gustase con exceso del alegre sonido de los luises de oro o se estremeciese con el roce de los billetes de banco, sino porque esas cuatro fechas traían algo nuevo, algo imprevisto la monótona placidez de su existencia.

Pensaba en ellas de antemano como en un largo viaje de placer; se preocupaba de la camisa que había de llevar, del traje que vestiría, y llenaba su cartera de notas indicaciones de los encargos que debía realizar. La víspera de la partida consultaba cien veces los horizontes y nunca sabía punto fijo si tomar el bastón de puño de oro el paraguas de seda violeta.

Toda la casa andaba revuelta en tales ocasiones, en verdad se hubiera creído al ver las idas venidas de las sirvientas azoradas, la emoci6n de la marquesa de sus dos lindas sobrinas, que el buen anciano emigraba a las Indias o más lejos aún, ¡quién sabe para cuánto tiempo!

No se trataba sin embargo más que de un simple viajecillo, de descender el Garona desde la Réole Burdeos; pero cuando se ama se camina al ocaso¡las menores más sencillas cosas se agrandan como en un espejismo y parecen solemnes acontecimientos.

Y mientras el vaporcito se apartaba de la orilla arrojando penachos de humo, la excelente familia, emocionada con la separaci6n, agitaba sus pañuelos, la marquesa y las jóvenes con lentos gestos de adiós, el marqués con jovial desenvoltura, galante y protectora, como corresponde a una persona de calidad que se pone en camino.

Por lo demás, al noble anciano le deleitaban esos intervalos de independencia, y a nadie hubiera confiado el cuidado de presentar el recibo del vencido trimestre a los inquilinos de su hotel del muelle de los Chartrons.

Esta excursión le rejuvenecía, le entonaba el cuerpo, como pudiera hacerlo una botella de añejo Borgona. Gozaba callejeando, codeándose con distinguidas elegantes personas de la ciudad. Trasnochaba en el círculo charlaba y a más y mejor recogiendo graciosísimas anécdotas picantes historietas, que luego refería Mme. d'Ayguefonde exagerándolas con nuevos detalles. ¡Y qué de alegres carcajadas entonces durante la comida, cuánta exclamación animada, qué interminables confidencias y chanzas resbaladizas que despertaban ojos oídos las jóvenes, a pesar de que la marquesa murmuraba en seguida por lo bajo:

-¡Niñas, esto no lo habéis de entender!

***

Pero esa noche sucedía algo extraordinario, y se hubiera creído al ver lo triste silenciosa que transcurría la comida y al observar el desconcierto pintado en los semblantes, que agonizaba en la casa una persona amada, que amenazaba la familia algún peligro desconocido o que por primera vez habían surgido diferencias entre el marqués la marquesa.

M. d'Ayguefonde, grave, postrado en su sillón de cuero¡ fijos los ojos en el vacío como presa de profundo estupor, no tocaba a un solo plato ni articulaba la menor frase. Y Dios sabe sin embargo si la cena era escogida para darle dentera y qué honor otras veces hubiera hecho a aquel «tourrin» de tomates, ligero, rosado, picantillo, a aquellas alondras que al cocerse se habian derretido gota a gota sobre el asado, a las suculentas trufas negras cuyo aroma embalsamaba la estancia entera, a los crepes espolvoreados con picadillo de perejil ajo nadando en aceite como en un baño de oro, con la mesa servida en el cenador del jardín a la claridad del crepúsculo, entre los efluvios del jazmín y las madreselvas y la sonrisa del lucero vespertino que titilaba en el lago.

Mme. d'Ayguefonde no se atrevía a interrogarle; contemplábale a hurtadillas y se preguntaba llena de susto si al desgraciado marqués no le habria trastornado la cabeza alguna insolación; las sobrinitas permanecían aturdidas como ante un misterio y no sabia qué hacerse la servidumbre.

La buena señora no pudo por fin contenerse, y con inflexión suave en la voz y tímida dulzura, exclamó:

—Raúl, amigo mío, íqué sucede? ¿sufres, verdad? ¿me ocultas algo?

—¿Qué diablos queréis que tenga? contestó el marqués con desacostumbrado duro acento. —¡Dejadme en paz!

Sorprendida, Mme. d'Ayguefonde hubo de morderse los labios para evitar el llanto. Nunca, nunca el marqués contestara así. Se habían amado con dulce exquisita ternura, como se adoró antaño la gentil pareja de que habla la leyenda helénica. Ni se mintieron jamás, ni se ocultaron un solo pensamiento, un deseo, una aspiraci6n. Participaron por igual de las penas alegrías de la existencia, y ni un solo día se arrepintieron de su unión, ni sintieron la nostalgia de otros placeres que no les fueran comunes. ¡El marqués era tan campechano y estaba tan satisfecho del modo de vivir que le deparara la suerte! Y a pesar de los anos transcurridos, de las arrugas en el rostro y de la nieve en los cabellos, había conservado joven el corazón y su placidez inalterable. La marquesa hubiera muerto de pesar si le hubiese precedido en la luminosa senda del Paraíso.

***

Sin embargo, llegada la noche, a solas con su mujer, el marqués Raúl d'Ayguefonde no tuvo fuerza bastante para guardar el secreto que le oprimia el corazón y con frases entrecortadas, como un culpable que se confiesa, relató cuanto le había ocurrido aquella tarde de Abril.

La inquilina del primer piso del hotel, una dama de París, que se hacía llamar la condesa d'Armaillés y se pretendía viuda, la cual habitaba en la casa hacía solo tres meses, le había recibido en un desabillé de encajes como si saltase del lecho, calzados los pies con azules chinelas y esparcidos los cabellos por los hombros como un manto de brocado. En el aposento se aspiraba la fragancia de mil flores desconocidas.

La dama se excusó de su négligé con frases tan zalameras, mostr6 al reir tan blanquísimos dientes e hizo tales mohines con los rojos húmedos labios, que el marqués se quedó profundamente conturbado y no supo escapar en seguida a la tentación. Mme. d'Armaillés se había apoderado de él victoriosamente, como una chiquilla que fuerza a su abuelo a obedecer y se lo lleva donde mejor le place. Y dió en adularle y en repetirle que tenía el aire más arrogante del mundo y toda la seducción de los galanes del pasado siglo.

El pobre marqués se pavoneaba ingenuamente, y ella al notarlo estrechó las redes, y le llevó a visitar todos los cuartos, la alcoba inclusive. De pronto, apoyando una mano en su hombro, exclamó:

—¿No sentís calor, marqués? ¿Verdad que sí? Tomaremos unos pastelitos... ¡Veréis qué champagne! ....

Bien hubiera querido el excelente anciano rehusar, tanto más cuanto sentía extranas llamaradas en el cerebro; pero la diabólica condesita, que leía como en un libro todos sus pensamientos, ya se había colgado de su brazo y lo tenía aprisionado. Luego, a su edad hubiera parecido ridículo retroceder ante una mujer e impolítico dejar de someterse a tan ligero capricho. Y vaciaron, copa tras copa, toda una botella de rosado, el marqués bailándole los ojos ante aquella boca que parecía una fresa y aquel pecho que hacía ondear los encajes con flujo y reflujo suavísimo. Como bajo la influencia mágica de un filtro, parecióle hallarse en plena juventud, emprendedor, vigoroso, ardiente; acercó sin saber cómo su silla hasta tocar la de ella, le tomó una mano y se la bes6 con transporte, refregó luego su rostro por la dorada y esparcida cabellera, besóla en los labios... luego, en la alcoba...

No se lo explicaba de ningún modo; creíase juguete de una pesadilla. Había experimentado a sus años un remozamiento; una pasión fugaz insólita había llameado en su alma. Él, que llegó hasta los sesenta y tres años fiel a la fe jurada ante los altares; él que en las procesiones de la villa llevaba el pendón casi siempre, había cometido el mortal pecado de la lujuria, saboreado las delicias del adulterio. Y la sagaz avispa, sonriendo picarescamente, segura ya de haber ganado la partida y de que no le reclamaría ni un escudo del alquiler, había murmurado indolentemente:

—¿Habéis traido el recibo?

El marqués, confuso, estupefacto, y tal vez en el fondo —la carne es débil y el corazón lleno de abismos insondables— un si es no es vanaglorioso de su calaverada, había depositado sobre un velador el papel reclamado, sin tratar de hacerlo efectivo...

***

Durante este relato, que el marqués entrecortó con hondísimos suspiros, Mme. d'Ayguefonde no le interrumpió ni una sola vez, oyéndole como si le hubiese detallado la aventura de un amigo a quien ella apenas conociese.

Y apenas hubo terminado, con dulce sonrisa indulgente e incrédula, se contentó con decirle:

—Amigo mío: ¿es de veras que no te jactas de esa aventurilla?

 

Publicado en la revista "París alegre" el 16 de mayo de 1902

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