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Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

Carlos Díaz Dufóo

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Llueve. El refrescante licor teje hilillos sutiles que rayan a trechos los manchones negros esparcidos por el horizonte: las gotitas de agua picotean alegremente los cristales de la vidriera, una nube abre sus ojazos sombríos y desfleca la corriente de sus lágrimas; una parvada de pájaros se columpia en el polvillo menudo del chaparrón; en las calles, el agua corretea y salta, con movimientos locos y ondulaciones vagas. La luz de la tarde se disuelve en tonos cenicientos, se abrillanta en el plano de una vieja tapia, se esfuma bajo las ramas de los árboles que agitan –estremecidos al contacto de la lluvia,– su cabellera; hace su flirt discreto alrededor de las aceras, se va muriendo poco a poco, como una joven anémica falta de globulillos rojos. La tierra toma con delicia su baño de regadera; se ha levantado muy tempranito, se ha prendido su tocado de flores recién abiertas, se ha ruborizado a los besos del astro de fuego, y ahora recibe su duchazo con deleite indecible; mañana amanecerá más hermosa, cada latigazo de agua hará saltar en su rostro nuevos colores.

¡Llueve! ¡Llueve!

Los arroyuelos entonan su canción rítmica; van murmurando secretos susurrantes, tenues secretos que las nubes han abrigado en sus gazas; leyendas de regiones albas, cuentecillos sorprendidos en los nidos, diálogos escuchados en los rosales; y allá van, allá van en copitos de espuma, en cascadillas sonoras, en remolinos vivaces… Van con las ondas inquietas que arrastran hojas desprendidas de las ramas, tapones de corcho, fragmentos de periódicos…

Y las corrientes se ensanchan, se ramifican, se unen en abrazo estrecho, se deslizan a lo largo de una callejuela, a paso forzado; ya se detienen, vacilantes, ante inesperado obstáculo, hasta que las gotitas que vienen detrás se empinan, forcejean, empujan a las que marchan a la vanguardia, y la charca, haciendo un supremo esfuerzo, brinca, se precipita, impaciente de espectáculos desconocidos, ebria de movimiento, loca de vida.

En estas tardes, el libro nuevo os espera en vuestra mecedora de junto al balcón; la desleída claridad del cielo parece como que prepara vuestro espíritu a las impresiones, como que habéis roto con esa vida de todos los días y sois más íntimamente vuestros.

Pero acontece que el tomo se os cae de las manos, que no os agrada aquella disciplina intelectual a que el autor os obliga. Acaso pensáis entonces que en los libros está todo muy arregladito, o muy desarregladito; que los renglones están en línea recta, las letras muy ajustadas; que donde debe haber coma, hay coma, y donde debe punto, hay punto. ¿No os ha ocurrido a ocasiones rectificar el desenlace de una novela, acomodarlo a vuestra fantasía?

¡Y qué satisfechos quedamos entonces de nuestra tarea revisadora y providencialista! ¡Cómo nos reconcilia esta fe de erratas de la vida! ¿No es nuestra imaginación la eterna buena hada que todo lo remedia?

¡Cuántos males no hemos eliminado, con ella! Pero suprimir el mal, ¿no sería el más grande de los, males? Si la maldad no existiera, ¿cómo conoceríamos la bondad? ¿Qué empleo tendrían las virtudes y los actos heroicos y las grandes acciones nobles?

Además, que la maldad absoluta no existe. No hay hombres resueltamente malos, como no los hay resueltamente buenos. Todos somos buenos y malos a ratos, dentro de éste o de aquel orden de ideas.

Y de aquí procede que alguna vez sorprendamos en el fondo de nuestra conciencia un movimiento extraño a nuestra conducta moral. Es la bestia que se descubre. Ignorábamos que tuviéramos dentro ese fermento morboso, esa protoplasma de fiera, y nos quedamos admirados al ver cuán fácilmente hemos podido formular un deseo que derriba todos nuestros elevados principios altruistas.

¡Cómo! ¿he sido yo el que ha acogido sin protesta este repentino sentimiento de egoísmo? Luego… ¿soy malo? De mi firme voluntad ¿qué resta?

Nada o casi nada.

Un incidente, el más trivial, puede hacerla naufragar. ¿Qué es, pues, el bien? Cuando la lluvia desciende a las siembras y refresca la tierra, el grano se amontona en la troje y flota aliento de paz en todas las conciencias.

Pero que la nube pase de largo, que hinche el viento sus velas, que las gotitas de agua no picoteen alegremente los cristales de la vidriera, y entonces habrá cólera en todas las miradas, odio en todos los corazones y amenazas en todos los puños.

¡Que cante el aguacero su himno sonoro! La luz cenicienta de la tarde se disuelve por momentos, va a desaparecer la virgen anémica, la lluvia teje sus hilillos sutiles, rayando a trechos los manchones negros esparcidos por el horizonte, los pájaros se columpian en el polvillo menudo del chaparrón; el libro se os cae de las manos, y en la mecedora de junto al balcón, os complacéis en dejar ir a la fantasía, viendo como los arroyuelos corren y se precipitan en copitos de espuma, en cascadillas sonoras… !

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