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Miguel de Cervantes en AlbaLearning

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

"La española inglesa"

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NOVELAS EJEMPLARES

Biografía de Miguel de Cervantes Saavedra en Albalearning

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

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La española inglesa (3)
La española inglesa-3
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No quiso Ricaredo entrar en el puerto con muestras de alegría, por la muerte de su general; y así, mezcló las señales alegres con las tristes; unas veces sonaban clarines regocijados, otras trompetas roncas; unas tocaban los atambores alegres y sobresaltadas armas, a quien con señas tristes y lamentables respondían los pífaros; de una gavia colgaba, puesta al revés, una bandera de medias lunas sembrada, en otra se veía un luengo estandarte de tafetán negro, cuyas puntas besaban el agua. Finalmente, con estos tan contrarios extremos, entró en el río de Londres con su navío, porque la nave no tuvo fondo en él que la sufriese; y así, se quedó en la mar a lo largo.

Estas tan contrarias muestras y señales tenían suspenso el infinito pueblo que desde la ribera les miraba. Bien conocieron por algunas insignias que aquel navío menor era la capitana del barón de Lansac, mas no podían alcanzar, cómo el otro navío se hubiese cambiado con aquella poderosa nave que en la mar se quedaba. Pero sacólos desta duda el haber saltado en el esquife, armado de todas armas, ricas y resplandecientes, el valeroso Ricaredo, que, a pie, sin esperar otro acompañamiento que aquel de un innumerable vulgo que le seguía, se fue a palacio; donde ya la reina, puesta a unos corredores, estaba esperando le trujesen la nueva de los navíos, estaba con la reina con las otras damas Isabela, vestida a la inglesa, y parecía también como a la castellana. Antes que Ricaredo llegase, llegó otro que dio las nuevas a la reina, de cómo Ricaredo venía. Alborozóse Isabela, oyendo el nombre de Ricaredo, y en aquel instante temió y esperó malos y buenos sucesos de su venida.

Era Ricaredo alto de cuerpo, gentilhombre y bien proporcionado. Y, como venía armado de peto, espaldar, gola y brazaletes, y escarcelas, con unas armas milanesas de once vistas, grabadas y doradas, parecía en extremo bien a cuantos le miraban. No le cubría la cabeza morrión alguno, sino un sombrero de gran falda de color leonado con mucha diversidad de plumas terciadas a la valona; la espada, ancha, los tiros ricos, las calzas a la esguízara. Con este adorno, y con el paso brioso que llevaba, algunos hubo que le compararon a Marte, dios de las batallas; y otros, llevados de la hermosura de su rostro, dicen que le compararon a Venus, que para hacer alguna burla a Marte, de aquel modo se había disfrazado. En fin, él llegó ante la reina; puesto de rodillas, le dijo:

—Alta majestad, en fuerza de vuestra ventura, y en consecución de mi deseo, después de haber muerto de una apoplejía el general de Lansac, quedando yo en su lugar, merced a la liberalidad vuestra, me deparó la suerte dos galeras turquescas que llevaban remolcando aquella gran nave que allí se parece. Acometíla; pelearon vuestros soldados, como siempre; echáronse a fondo los bajeles de los corsarios. En el uno de los nuestros, en vuestro real nombre di libertad a los christianos que del poder de los turcos escaparon. Sólo truje conmigo a un hombre y a una mujer españoles, que por su gusto quisieron venir a ver la grandeza vuestra. Aquella nave es de las que vienen de la India de Portugal. La cual por tormenta vino a dar en poder de los turcos, que con poco trabajo, o por mejor decir, sin ninguno la rindieron y, según dijeron algunos portugueses de los que en ella venían, pasa de un millón de oro el valor de la especería y otras mercancías de perlas y diamantes que en ella vienen. A ninguna cosa se ha tocado, ni los turcos habían llegado a ella, porque todo lo dedicó el cielo, y yo lo mandé guardar, para vuestra majestad, que con una joya sola que se me dé, quedaré en deuda de otras diez naves; la cual joya ya vuestra majestad me la tiene prometida, que es a mi buena Isabela. Con ella quedaré rico y premiado, no sólo deste servicio, cual él se sea, que a vuestra majestad he hecho, sino de otros muchos que pienso hacer por pagar alguna parte del todo, casi infinito, que en esta joya vuestra majestad me ofrece.

—Levantaos, Ricaredo —respondió la reina—, y creedme, que si por precio os hubiera de dar a Isabela, según yo la estimo, no la pudiérades pagar ni con lo que trae esa nave, ni con lo que quede en las Indias. Dóyosla, porque os la prometí, y porque ella es digna de vos, y vos lo sois della. Vuestro valor sólo la merece. Si vos habéis guardado las joyas de la nave para mí, yo os he guardado la joya vuestra para vos; y aunque os parezca que no hago mucho en volveros lo que es vuestro, yo sé que os hago mucha merced en ello, que las prendas que se compran a deseos y tienen su estimación en el alma del comprador, aquello valen; que vale una alma, que no hay precio en la tierra con que aprecialla. Isabela es vuestra. Veisla allí. Cuando quisiéredes, podéis tomar su entera posesión, y creo será con su gusto, porque es discreta y sabrá ponderar la amistad que le hacéis, que no la quiero llamar merced, sino amistad, porque me quiero alzar con el nombre de que yo sola puedo hacerle mercedes. Idos a descansar y venidme a ver mañana, que quiero más particularmente oír vuestras hazañas. Y traedme esos dos que decís, que de su voluntad han querido venir a verme, que se lo quiero agradecer.

Besóle las manos Ricaredo por las muchas mercedes que le hacía. Entróse la reina en una sala, y las damas rodearon a Ricaredo; y una dellas, que había tomado grande amistad con Isabela, llamada la señora Tansi, tenida por la más discreta, desenvuelta y graciosa de todas, dijo a Ricaredo:

—¡Qué es esto! señor Ricaredo ¿qué armas son éstas? ¿pensábades por ventura que veníades a pelear con vuestros enemigos? Pues en verdad que aquí todas somos vuestras amigas, si no es la señora Isabela que, como española, está obligada a no teneros buena voluntad.

—Acuérdese ella, señora Tansi, de tenerme alguna, que como yo esté en su memoria —dijo Ricaredo—, yo sé que la voluntad será buena, pues no puede caber en su mucho valor y entendimiento, y rara hermosura, la fealdad de ser desagradecida.

A lo cual respondió Isabela:

—Señor Ricaredo, pues he de ser vuestra, a vos está tomar de mí toda la satisfacción que quisiéredes para recompensaros de las alabanzas que me habéis dado y de las mercedes que pensáis hacerme.

Estas y otras honestas razones pasó Ricaredo con Isabela y con las damas, entre las cuales había una doncella de pequeña edad, la cual no hizo sino mirar a Ricaredo mientras allí estuvo. Alzábale las escarcelas por ver qué traía debajo dellas; tentábale la espada; y con simplicidad de niña, quería que las armas le sirviesen de espejo, llegándose a mirar de muy cerca en ellas; y cuando se hubo ido, volviéndose a las damas, dijo:

—Ahora, señoras, yo imagino que debe de ser cosa hermosísima la guerra, pues aun entre mujeres parecen bien los hombres armados.

—Y ¡cómo si parece! —respondió la señora Tansi. Si no, mirad a Ricaredo, que no parece sino que el sol se ha bajado a la tierra. ¿Y en aquel hábito va caminando por la calle?

Rieron todas del dicho de la doncella y de la disparatada semejanza de Tansi. Y no faltaron murmuradores, que tuvieron por impertinencia el haber venido armado Ricaredo a palacio; puesto que halló disculpa en otros, que dijeron que, como soldado, lo pudo hacer, para mostrar su gallarda bizarría. Fue Ricaredo de sus padres, amigos, parientes y conocidas con muestras de entrañable amor recebido. Aquella noche se hicieron generales alegrías en Londres por su buen suceso.

Ya los padres de Isabela estaban en casa de Clotaldo, a quien Ricaredo había dicho quién eran; pero que no les diesen nueva ninguna de Isabela hasta que él mismo se la diese. Este aviso tuvo la señora Catalina, su madre, y todos los criados y criadas de su casa. Aquella misma noche, con muchos bajeles, lanchas y barcos, y con no menos ojos que lo miraban, se comenzó a descargar la gran nave; que en ocho días no acabó de dar la mucha pimienta y otras riquísimas mercaderías que en su vientre encerradas tenía.

El día que siguió a esta noche, fue Ricaredo a palacio, llevando consigo al padre y madre de Isabela, vestidos de nuevo a la inglesa, diciéndoles que la reina quería verlos. Llegaron todos donde la reina estaba en medio de sus damas, esperando a Ricaredo, a quien quiso lisonjear y favorecer, con tener junto a sí a Isabela, vestida con aquel mismo vestido que llevó la vez primera, mostrándose no menos hermosa ahora que entonces. Los padres de Isabela quedaron admirados y suspensos, de ver tanta grandeza y bizarría junta. Pusieron los ojos en Isabela y no la conocieron, aunque el corazón, presagio del bien que tan cerca tenían, les comenzó a saltar en el pecho, no con sobresalto que les entristeciese, sino con un no sé qué de gusto, que ellos no acertaban a entendelle. No consintió la reina, que Ricaredo estuviese de rodillas ante ella; antes le hizo levantar y sentar en una silla rasa, que para sólo esto allí puesta tenían, inusitada merced para la altiva condición de la reina. Y alguno dijo a otro:

—Ricaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la pimienta que él trujo.

Otro acudió, y dijo:

—Ahora se verifica lo que comúnmente se dice, que dádivas quebrantan peñas. Pues las que ha traído Ricaredo han ablandado el duro corazón de nuestra reina.

Otro acudió, y dijo:

—Ahora que está tan bien ensillado, más de dos se atreverán a correrle.

En efecto, de aquella nueva honra que la reina hizo a Ricaredo, tomó ocasión la envidia para nacer en muchos pechos de aquellos que mirándole estaban. Porque no hay merced que el príncipe haga a su privado, que no sea una lanza que atraviesa el corazón del envidioso. Quiso la reina saber de Ricaredo menudamente, cómo había pasado la batalla con los bajeles de los corsarios; él la contó de nuevo, atribuyendo la victoria a Dios, y a los brazos valerosos de sus soldados, encareciéndolos a todos juntos y particularizando algunos hechos de algunos que más que los otros se habían señalado, con que obligó a la reina a hacer a todos merced, y en particular a los particulares; y cuando llegó a decir la libertad que en nombre de su majestad, había dado a los turcos y christianos, dijo:

—Aquella mujer y aquel hombre que allí están —señalando a los padres de Isabela— son los que dije ayer a V.M.; que con deseo de ver vuestra grandeza, encarecidamente me pidieran los trujese conmigo; ellos son de Cádiz y, de lo que ellos me han contado, y de lo que en ellos he visto y notado, sé que son gente principal y de valor.

Mandóles la reina que se llegasen cerca. Alzó los ojos Isabela a mirar los que decían ser españoles, y más de Cádiz, con deseo de saber si por ventura conocían a sus padres. Ansí como Isabela alzó los ojos, los puso en ella su madre, y detuvo el paso para mirarla más atentamente, y en la memoria de Isabela se comenzaron a despertar unas confusas noticias que le querían dar a entender que en otro tiempo ella había visto a aquella mujer que delante tenía. Su padre estaba en la misma confusión, sin osar determinarse a dar crédito a la verdad que sus ojos le mostraban. Ricaredo estaba atentísimo a ver los afectos, y los movimientos que hacían las tres dudosas y perplejas almas, que tan confusas estaban entre el sí y el no de conocerse. Conoció la reina la suspensión de entrambos, y aun el desasosiego de Isabela, porque la vio trasudar y levantar las manos muchas veces a componerse el cabello. En esto, deseaba Isabela que hablase la que pensaba ser su madre, quizá los oídos la sacarían de la duda en que sus ojos la habían puesto. La reina dijo a Isabela que en lengua española dijese a aquella mujer y a aquel hombre que le dijesen qué causa les había movido a no querer gozar de la libertad que Ricaredo les había dado, siendo la libertad la cosa más amada, no sólo de la gente de razón, más aún de los animales que carecen della.

Todo esto preguntó Isabela a su madre. La cual, sin responderle palabra, desatentadamente y medio tropezando, se llegó a Isabela, y sin mirar a respecto, temores, ni miramientos cortesanos, alzó la mano a la oreja derecha de Isabela, y descubrió un lunar negro que allí tenía, la cual señal acabó de certificar su sospecha. Y viendo claramente ser Isabela su hija, abrazándose con ella, dio una gran voz, diciendo:

—¡Oh hija de mi corazón! ¡Oh prenda cara del alma mía! —Y sin poder pasar adelante se cayó desmayada en los brazos de Isabela.

Su padre, no menos tierno que prudente, dio muestras de su sentimiento no con otras palabras que con derramar lágrimas que sesgamente su venerable rostro y barbas le bañaron. Juntó Isabela su rostro con el de su madre, y volviendo los ojos a su padre, de tal manera le miró que le dio a entender el gusto y el descontento que de verlos allí su alma tenía. La reina admirada de tal suceso, dijo a Ricaredo:

—Yo pienso, Ricaredo, que en vuestra discreción se han ordenado estas vistas y no se os diga que han sido acertadas, pues sabemos que así suele matar una súbita alegría, como mata una tristeza.

Y diciendo esto se volvió a Isabela y la apartó de su madre, la cual, habiéndole echado agua en el rostro volvió en sí, y estando un poco más en su acuerdo, puesto de rodillas delante de la reina, le dijo:

—Perdone, vuestra majestad, mi atrevimiento, que no es mucho perder los sentidos con la alegría del hallazgo desta amada prenda.

Respondióle la reina que tenía razón, sirviéndole de intérprete, para que lo entendiese, Isabela. La cual, de la manera que se ha contado, conoció a sus padres y sus padres a ella, a los cuales mandó la reina quedar en palacio para que de espacio pudiesen ver y hablar a su hija y regocijarse con ella. De lo cual Ricaredo se holgó mucho, y de nuevo pidió a la reina le cumpliese la palabra que le había dado, de dársela, si es que a caso la merecía; y de no merecerla, le suplicaba desde luego le mandase ocupar en cosas que le hiciesen digno de alcanzar lo que deseaba.

Bien entendió la reina que estaba Ricaredo satisfecho de sí mismo, y de su mucho valor, que no había necesidad de nuevas pruebas para calificarle; y así, le dijo que de allí a cuatro días le entregaría a Isabela, haciendo a los dos la honra que a ella fuese posible.

Con esto se despidió Ricaredo, contentísimo con la esperanza propincua que llevaba de tener en su poder a Isabela sin sobresalto de perderla, que es el último deseo de los amantes. Corrió el tiempo, y no con la ligereza que él quisiera; que los que viven con esperanzas de promesas venideras, siempre imaginan que no vuela el tiempo sino que anda sobre los pies de la pereza misma. Pero en fin llegó el día, no donde pensó Ricaredo poner fin a sus deseos, sino de hallar en Isabela gracias nuevas que le moviesen a quererla más, si más pudiese.

Mas en aquel breve tiempo, donde él pensaba que la nave de su buena fortuna corría con próspero viento hacia el deseado puerto, la contraria suerte levantó en su mar tal tormenta, que mil veces temió anegarle. Es, pues, el caso que la camarera mayor de la reina, a cuyo cargo estaba Isabela, tenía un hijo de edad de veinte y dos años llamado el conde Arnesto. Hacíanle la grandeza de su estado, la alteza de su sangre, el mucho favor que su madre con la reina tenía... Hacíanle, digo, estas cosas más de lo justo arrogante, altivo y confiado.

Este Arnesto, pues, se enamoró de Isabela tan encendidamente que en la luz de los ojos de Isabela tenía abrasada el alma. Y aunque en el tiempo que Ricaredo había estado aunsente con algunas señales le había descubierto su deseo, nunca de Isabela fue admitido. Y puesto que la repugnancia y los desdenes en los principios de los amores suelen hacer desistir de la empresa a los enamorados, en Arnesto obraron lo contrario los muchos y conocidos desdendes que le dio Isabela, porque con su celo ardía, y con su honestidad se abrasaba. Y como vio que Ricaredo, según el parecer de la reina, tenía merecida a Isabela y que en tan poco tiempo se la había de entregar por mujer, quiso desesperarse; pero antes que llegase a tan infame y tan cobarde remedio, habló a su madre, diciéndole que pidiese a la reina le diese a Isabela por esposa; donde no, que pensase que la muerte estaba llamando a las puertas de su vida. Quedó la camarera admirada de las razones de su hijo, y como conocía la aspereza de su arrojada condición, y la tenacidad con que se le pegaban los deseos en el alma, temió que sus amores habían de parar en algún infelice suceso. Con todo eso, como madre, a quien es natural desear y procurar el bien de sus hijos, prometió al suyo de hablar a la reina, no con esperanza de alcanzar della el imposible de romper su palabra, sino por no dejar de intentar, como en salir desasuciada, los últimos remedios.

Y estando aquella mañana Isabela vestida, por orden de la reina, tan ricamente que no se atreve la pluma a contarlo, y habiéndole echado la misma reina al cuello una sarta de perlas de las mejores que traía la nave, que las apreciaron en veinte mil ducados, y puéstole un anillo de un diamante que se apreció en seis mil escudos, y estando alborozadas las damas, por la fiesta que esperaban del cercano desposorio, entró la camarera mayor a la reina y de rodillas le suplicó que suspendiese el desposorio de Isabela por otros dos días, que con esta merced sola que su majestad le hiciese, se tendría por satisfecha y pagada de todas las mercedes, que por sus servicios merecía y esperaba.

Quiso saber la reina primero, por qué le pedía con tanto ahínco aquella suspensión que tan derechamente iba contra la palabra que tenía dada a Ricaredo. Pero no se la quiso dar la camarera, hasta que le hubo otorgado, que haría lo que le pedía. Tanto deseo tenía la reina de saber la causa de aquella demanda, y así, después que la camarera alcanzó lo que por entonces deseaba, contó a la reina los amores de su hijo y cómo temía que si no le daban por mujer a Isabela, o se había de desesperar, o hacer algún hecho escandaloso.Y que si había pedido aquellos dos días, era por dar lugar a que su majestad pensase qué medio sería a propósito, y conveniente, para dar a su hijo remedio.

La reina respondió que si su real palabra no estuviera de por medio, que ella hallara salida a tan cerrado laberinto, pero que no la quebrantaría, ni defraudaría las esperanzas de Ricaredo por todo el interés del mundo. Esta respuesta dio la camarera a su hijo, el cual, sin detenerse un punto, ardiendo en amor y en celos, se armó de todas armas y, sobre un fuerte y hermoso caballo, se presentó ante la casa de Clotaldo, y a grandes voces pidió que se asomase Ricaredo a la ventana. El cual a aquella sazón estaba vestido de galas de desposado y a punto para ir a palacio con el acompañamiento que tal acto requería; mas habiendo oído las voces y siéndole dicho, quien las daba y del modo que venía, con algún sobresalto, se asomó a una ventana. Y como le vio Arnesto, dijo:

—Ricaredo, estáme atento a lo que decirte quiero. La reina, mi señora, te mandó fueses a servirla y a hacer hazañas, que te hiciesen merecedor de la sin par Isabela. Tu fuiste y volviste, cargadas las naves de oro, con el cual piensas haber comprado y merecido a Isabela; y aunque la reina, mi señora, te la ha prometido, ha sido creyendo que no hay ninguno en su corte, que mejor que tú la sirva, ni quien con mejor título merezca a Isabela; y en esto bien podrá ser, se haya engañado. Y así, llegándome a esta opinión, que yo tengo por verdad averiguada, digo que ni tú has hecho cosas tales que te hagan merecer a Isabela, ni ninguna podrás hacer que a tanto bien te levanten, y en razón de que no la mereces, si quisieres contradecirme, te desafío a todo trance de muerte.

Calló el conde, y desta manera le respondió Ricaredo:

—En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso no sólo que no merezco a Isabela, sino que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que confesando yo lo que vos decís, otra vez digo, que no me toca vuestro desafío. Pero yo le acepto por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.

Con esto se quitó de la ventana y pidió apriesa sus armas. Alborotáronse sus parientes y todos aquellos que para ir a palacio habían venido a acompañarle. De la mucha gente que había visto al conde Arnesto armado, y le había oído las voces del desafío, no faltó quien lo fue a contar a la reina; la cual mandó al capitán de su guarda, que fuese a prender al conde. El capitán se dio tanta priesa, que llegó a tiempo que ya Ricaredo salía de su casa, armado con las armas con que se había desembarcado, puesto sobre un hermoso caballo. Cuando el conde vio al capitán, luego imaginó a lo que venía, y determinó de no dejar prenderse, y alzando la voz contra Ricaredo, dijo:

—Ya ves, Ricaredo, el impedimento que nos viene. Si tuvieres gana de castigarme, tú me buscarás; y por la que yo tengo de castigarte, también te buscaré. Y pues dos que se buscan fácilmente se hallan, dejemos para entonces la ejecución de nuestros deseos.

—Soy contento —respondió Ricaredo.

En esto llegó el capitán con toda su guarda y dijo al conde que fuese preso en nombre de su majestad. Respondió el conde, que sí daba, pero no para que le llevasen a otra parte, que a la presencia de la reina. Contentóse con esto el capitán, y cogiéndole en medio de la guarda, le llevó a palacio ante la reina, la cual ya de su camarera estaba informada del amor grande que su hijo tenía a Isabela, y con lágrimas había suplicado a la reina perdonase al conde, que como mozo y enamorado, a mayores yerros estaba sujeto. Llegó Arnesto ante la reina; la cual, sin entrar con él en razones, le mandó quitar la espada y que le llevasen preso a una torre.

Todas estas cosas atormentaban el corazón de Isabela y de sus padres, que tan presto veían turbado el mar de su sosiego. Aconsejó la camarera a la reina que para sosegar el mal que podía suceder entre su parentela y la de Ricaredo, que se quitase la causa de por medio, que era Isabela, enviándola a España, y así cesarían los efectos, que debían de temerse. Añadiendo a estas razones, decir que Isabela era cathólica, y tan christiana que ninguna de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido torcer en nada de su cathólico intento. A lo cual respondió la reina, que por eso la estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley que sus padres la habían enseñado. Y que en lo de enviarla a España no tratase, porque su hermosa presencia y sus muchas gracias y virtudes le daban mucho gusto, y que, sin duda, si no aquel día, otro, se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se lo tenía prometido.

Con esta resolución de la reina, quedó la camarera tan desconsolada, que no le replicó palabra. Y, pareciéndole lo que ya le había parecido, que si no era quitando a Isabela de por medio, no había de haber medio alguno que la rigurosa condición de su hijo ablandase, ni redujese a tener paz con Ricaredo, determinó de hacer una de las mayores crueldades que pudo caber jamás en pensamiento de mujer principal, y tanto como ella lo era. Y fue su determinación matar con tósigo a Isabela; y, como por la mayor parte sea la condición de las mujeres ser prestas y determinadas, aquella misma tarde atosigó a Isabela en una conserva que le dio, forzándola que la tomase por ser buena contra las ansias de corazón que sentía. Poco espacio pasó después de haberla tomado, cuando a Isabela se le comenzó a hinchar la lengua y la garganta, y a ponérsele denegridos los labios y a enronquecérsele la voz, turbársele los ojos y apretársele el pecho; todas conocidas señales de haberle dado veneno.

 

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