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Miguel de Cervantes en AlbaLearning

Miguel de Cervantes Saavedra

"La gitanilla"

Novelas ejemplares

Biografía de Miguel de Cervantes Saavedra en Albalearning


 
 
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La gitanilla
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The licenciate Vidriera
The spanish-english lady
The force of blood
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Rinconete and Cortadillo

Texto Bilingüe (Bilingual)
La española inglesa - The spanish-english lady
La fuerza de la sangre - The force of blood
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(Sección 5)

 

Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar el mal del corazón y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:

''Cabecita, cabecita,
tente en ti, no te resbales,
y apareja dos puntales
de la paciencia bendita.
Solicita
la bonita
confiancita;
no te inclines
a pensamientos ruines;
verás cosas
que toquen en milagrosas,
Dios delante
y San Cristóbal gigante''.

­Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza ­dijo Preciosa­, quedará como una manzana.

Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada; y más lo quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio. Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos y martelos, y sobresaltos celosos a los rendidos amantes.

Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo Preciosa a don Juan:

­Mire, señor, cualquiera día desta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere, que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.

­No es tan libre la del soldado, a mi parecer ­respondió don Juan­, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.

­Más veréis de lo que pensáis ­respondió Preciosa­, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.

Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas.

Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.

Llegóse, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno. Halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas.

Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno dellos:

­Ésta se podrá vender el jueves en Toledo.

­Eso no ­dijo Andrés­, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.

­Par Dios, señor Andrés ­dijo uno de los gitanos­, que, aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformáramos de manera que no la conociera la madre que la parió ni el dueño que la ha criado.

­Con todo eso ­respondió Andrés­, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun los huesos no parezcan.

­¡Pecado grande! ­dijo otro gitano­: ¿a una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a un negro fugitivo.

­En ninguna manera consentiré ­dijo Andrés­ que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.

­Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero ­dijo otro gitano­, muera la sin culpa; y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado (cosa no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas de la espuela.

Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y, sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y, al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.

A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que las unas con maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.

Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y, puesto delante de Andrés, dijo:

­Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que en esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si vees en ella alguna cosa que te descontente; y si la vees, escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare; que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra, ni te has de empachar ni entremeter, ni con las casadas ni con las doncellas. Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos, y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja, como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos. Los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces, y los vedados, caza; sombra, las peñas; aire fresco, las quiebras; y casas, las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos. Para nosotros son los duros terreros colchones de blandas plumas: el cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros. Del sí al no no hacemos diferencia cuando nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de confesores. Para nosotros se crían las bestias de carga en los campos, y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay águila, ni ninguna otra ave de rapiña, que más presto se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones que algún interés nos señalen; y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos y de noche hurtamos; o, por mejor decir, avisamos que nadie viva descuidado de mirar dónde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambición de acrecentarla; ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales, ni acompañar magnates, ni a solicitar favores. Por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos; por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos se nos muestran. Somos astrólogos rústicos, porque, como casi siempre dormimos al cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche; vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra; y luego, tras ellas, el sol, dorando cumbres (como dijo el otro poeta) y rizando montes: ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos particularmente nos toca; un mismo rostro hacemos al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: "Iglesia, o mar, o casa real"; tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.

Calló, en diciendo esto el elocuente y viejo gitano, y el novicio dijo que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos; y que sólo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida, y que desde aquel punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje, y lo ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios, y sólo los desearía para servirla.

A lo cual respondió Preciosa:

­Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío; y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tus dineros no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada nadie se puede deshacer della, sino con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y remiralla, y ver en ella las faltas o las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja; y, como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.

­Tienes razón, ¡oh Preciosa! ­dijo a este punto Andrés­; y así, si quieres que asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.

­Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas veces se cumplen con ella ­dijo Preciosa­; y así son, según pienso, los del amante: que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de Júpiter, como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna Estigia. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; sólo quiero remitirlo todo a la esperiencia deste noviciado, y a mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.

­Sea ansí ­respondió Andrés­. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden muchas liciones.

­Calla, hijo ­dijo el gitano viejo­, que aquí te industriaremos de manera que salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver cargado a la noche al rancho!

­De azotes he visto yo volver a algunos désos vacíos ­dijo Andrés.

­No se toman truchas, etcétera ­replicó el viejo­: todas las cosas desta vida están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón al de las galeras, azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el que es azotado por justicia, entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos. El toque está [en] no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar, y en parte donde no volváis sin presa; y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.

­Pues, para recompensar ­dijo Andrés­ lo que yo podía hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del rancho.

Apenas hubo dicho esto, cuando arremetieron a él muchos gitanos; y, levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el "¡Víctor, víctor!, y el "¡grande Andrés!", añadiendo: ''¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!'' Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes: que la envidia tan bien se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de pastores, como en palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.

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