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Miguel de Cervantes en AlbaLearning

Miguel de Cervantes Saavedra

"Las dos doncellas"

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Novelas ejemplares

Biografía de Miguel de Cervantes Saavedra en Albalearning


 
 
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Las dos doncellas
OBRAS DEL AUTOR
Audio Libros en Español
Biografía breve
 
Don Quijote de la Mancha
Novelas Ejemplares
El amante liberal
El casamiento engañoso
El licenciado Vidriera
La española inglesa
La fuerza de la sangre
La gitanilla
Las dos doncellas
Rinconete y Cortadillo

Books in English
Don Quixote of La Mancha
Exemplary Novels
The generous lover
The deceitful marriage
The licenciate Vidriera
The spanish-english lady
The force of blood
The gipsy girl
The two damsels
Rinconete and Cortadillo

Texto Bilingüe (Bilingual)
La española inglesa - The spanish-english lady
La fuerza de la sangre - The force of blood
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(Sección 2)

Eran las noches de las perezosas y largas de diciembre, y el frío y el cansancio del camino forzaban a procurar pasarlas con reposo; pero, como no le tenía el huésped primero, a poco más de la media noche, comenzó a suspirar tan amargamente que con cada suspiro parecía despedírsele el alma; y fue de tal manera que, aunque el segundo dormía, hubo de despertar al lastimoso son del que se quejaba. Y, admirado de los sollozos con que acompañaba los suspiros, atentamente se puso a escuchar lo que al parecer entre sí murmuraba. Estaba la sala escura y las camas bien desviadas; pero no por esto dejó de oír, entre otras razones, éstas, que, con voz debilitada y flaca, el lastimado huésped primero decía:

-¡Ay sin ventura! ¿Adónde me lleva la fuerza incontrastable de mis hados? ¿Qué camino es el mío, o qué salida espero tener del intricado laberinto donde me hallo? ¡Ay pocos y mal experimentados años, incapaces de toda buena consideración y consejo! ¿Qué fin ha de tener esta no sabida peregrinación mía? ¡Ay honra menospreciada; ay amor mal agradecido; ay respetos de honrados padres y parientes atropellados, y ay de mí una y mil veces, que tan a rienda suelta me dejé llevar de mi deseos! ¡Oh palabras fingidas, que tan de veras me obligastes a que con obras os respondiese! Pero, ¿de quién me quejo, cuitada? ¿Yo no soy la que quise engañarme? ¿No soy yo la que tomó el cuchillo en sus mismas manos, con que corté y eché por tierra mi crédito, con el que de mi valor tenían mis ancianos padres? ¡Oh fementido Marco Antonio! ¿Cómo es posible que en las dulces palabras que me decías viniese mezclada la hiel de tus descortesías y desdenes? ¿Adónde estás, ingrato; adónde te fuiste, desconocido? Respóndeme, que te hablo; espérame, que te sigo; susténtame, que descaezco; págame lo que me debes; socórreme, pues por tantas vías te tengo obligado.

Calló, en diciendo esto, dando muestra en los ayes y suspiros que no dejaban los ojos de derramar tiernas lágrimas. Todo lo cual, con sosegado silencio, estuvo escuchando el segundo huésped, coligiendo por las razones que había oído que, sin duda alguna, era mujer la que se quejaba: cosa que le avivó más el deseo de conocella, y estuvo muchas veces determinado de irse a la cama de la que creía ser mujer; y hubiéralo hecho si en aquella sazón no le sintiera levantar: y, abriendo la puerta de la sala, dio voces al huésped de casa que le ensillase el cuartago, porque quería partirse. A lo cual, al cabo de un buen rato que el mesonero se dejó llamar, le respondió que se sosegase, porque aún no era pasada la media noche, y que la escuridad era tanta, que sería temeridad ponerse en camino.

Quietóse con esto, y, volviendo a cerrar la puerta, se arrojó en la cama de golpe, dando un recio suspiro. Parecióle al que escuchaba que sería bien hablarle y ofrecerle para su remedio lo que de su parte podía, por obligarle con esto a que se descubriese y su lastimera historia le contase; y así le dijo:

-Por cierto, señor gentilhombre, que si los suspiros que habéis dado y las palabras que habéis dicho no me hubieran movido a condolerme del mal de que os quejáis, entendiera que carecía de natural sentimiento, o que mi alma era de piedra y mi pecho de bronce duro; y si esta compasión que os tengo y el presupuesto que en mí ha nacido de poner mi vida por vuestro remedio, si es que vuestro mal le tiene, merece alguna cortesía en recompensa, ruégoos que la uséis conmigo declarándome, sin encubrirme cosa, la causa de vuestro dolor.

-Si él no me hubiera sacado de sentido -respondió el que se quejaba-, bien debiera yo de acordarme que no estaba solo en este aposento, y así hubiera puesto más freno a mi lengua y más tregua a mis suspiros; pero, en pago de haberme faltado la memoria en parte donde tanto me importaba tenerla, quiero hacer lo que me pedís, porque, renovando la amarga historia de mis desgracias, podría ser que el nuevo sentimiento me acabase. Mas, si queréis que haga lo que me pedís, habéisme de prometer, por la fe que me habéis mostrado en el ofrecimiento que me habéis hecho y por quien vos sois (que, a lo que en vuestras palabras mostráis, prometéis mucho), que, por cosas que de mí oigáis en lo que os dijere, no os habéis de mover de vuestro lecho ni venir al mío, ni preguntarme más de aquello que yo quisiere deciros; porque si al contrario desto hiciéredes, en el punto que os sienta mover, con una espada que a la cabecera tengo, me pasaré el pecho.

El otro, que mil imposibles prometiera por saber lo que tanto deseaba, le respondió que no saldría un punto de lo que le había pedido, afirmándoselo con mil juramentos.

-Con ese seguro, pues -dijo el primero-, yo haré lo que hasta ahora no he hecho, que es dar cuenta de mi vida a nadie; y así, escuchad: «Habéis de saber, señor, que yo, que en esta posada entré, como sin duda os habrán dicho, en traje de varón, soy una desdichada doncella: a lo menos una que lo fue no ha ocho días y lo dejó de ser por inadvertida y loca, y por creerse de palabras compuestas y afeitadas de fementidos hombres. Mi nombre es Teodosia; mi patria, un principal lugar desta Andalucía, cuyo nombre callo (porque no os importa a vos tanto el saberlo como a mí el encubrirle); mis padres son nobles y más que medianamente ricos, los cuales tuvieron un hijo y una hija: él para descanso y honra suya, y ella para todo lo contrario. A él enviaron a estudiar a Salamanca; a mí me tenían en su casa, adonde me criaban con el recogimiento y recato que su virtud y nobleza pedían; y yo, sin pesadumbre alguna, siempre les fui obediente, ajustando mi voluntad a la suya sin discrepar un solo punto, hasta que mi suerte menguada, o mi mucha demasía, me ofreció a los ojos un hijo de un vecino nuestro, más rico que mis padres y tan noble como ellos. La primera vez que le miré no sentí otra cosa que fuese más de una complacencia de haberle visto; y no fue mucho, porque su gala, gentileza, rostro y costumbres eran de los alabados y estimados del pueblo, con su rara discreción y cortesía. Pero, ¿de qué me sirve alabar a mi enemigo ni ir alargando con razones el suceso tan desgraciado mío, o, por mejor decir, el principio de mi locura? Digo, en fin, que él me vio una y muchas veces desde una ventana que frontero de otra mía estaba. Desde allí, a lo que me pareció, me envió el alma por los ojos; y los míos, con otra manera de contento que el primero, gustaron de miralle, y aun me forzaron a que creyese que eran puras verdades cuanto en sus ademanes y en su rostro leía. Fue la vista la intercesora y medianera de la habla, la habla de declarar su deseo, su deseo de encender el mío y de dar fe al suyo. Llegóse a todo esto las promesas, los juramentos, las lágrimas, los suspiros y todo aquello que, a mi parecer, puede hacer un firme amador para dar a entender la entereza de su voluntad y la firmeza de su pecho. Y en mí, desdichada (que jamás en semejantes ocasiones y trances me había visto), cada palabra era un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi honra; cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honestidad; cada suspiro, un furioso viento que el incendio aumentaba, de tal suerte que acabó de consumir la virtud que hasta entonces aún no había sido tocada; y, finalmente, con la promesa de ser mi esposo, a pesar de sus padres, que para otra le guardaban, di con todo mi recogimiento en tierra; y, sin saber cómo, me entregué en su poder a hurto de mis padres, sin tener otro testigo de mi desatino que un paje de Marco Antonio, que éste es el nombre del inquietador de mi sosiego. Y, apenas hubo tomado de mí la posesión que quiso, cuando de allí a dos días desapareció del pueblo, sin que sus padres ni otra persona alguna supiesen decir ni imaginar dónde había ido.

»Cual yo quedé, dígalo quien tuviere poder para decirlo, que yo no sé ni supe más de sentillo. Castigué mis cabellos, como si ellos tuvieran la culpa de mi yerro; martiricé mi rostro, por parecerme que él había dado toda la ocasión a mi desventura; maldije mi suerte, acusé mi presta determinación, derramé muchas e infinitas lágrimas, vime casi ahogada entre ellas y entre los suspiros que de mi lastimado pecho salían; quejéme en silencio al cielo, discurrí con la imaginación, por ver si descubría algún camino o senda a mi remedio, y la que hallé fue vestirme en hábito de hombre y ausentarme de la casa de mis padres, y irme a buscar a este segundo engañador Eneas, a este cruel y fementido Vireno, a este defraudador de mis buenos pensamientos y legítimas y bien fundadas esperanzas. Y así, sin ahondar mucho en mis discursos, ofreciéndome la ocasión un vestido de camino de mi hermano y un cuartago de mi padre, que yo ensillé, una noche escurísima me salí de casa con intención de ir a Salamanca, donde, según después se dijo, creían que Marco Antonio podía haber venido, porque también es estudiante y camarada del hermano mío que os he dicho. No dejé, asimismo de sacar cantidad de dineros en oro para todo aquello que en mi impensado viaje pueda sucederme. Y lo que más me fatiga es que mis padres me han de seguir y hallar por las señas del vestido y del cuartago que traigo; y, cuando esto no tema, temo a mi hermano, que está en Salamanca, del cual, si soy conocida, ya se puede entender el peligro en que está puesta mi vida; porque, aunque él escuche mis disculpas, el menor punto de su honor pasa a cuantas yo pudiere darle.

»Con todo esto, mi principal determinación es, aunque pierda la vida, buscar al desalmado de mi esposo: que no puede negar el serlo sin que le desmientan las prendas que dejó en mi poder, que son una sortija de diamantes con unas cifras que dicen: ES MARCO ANTONIO ESPOSO DE TEODOSIA. Si le hallo, sabré del qué halló en mí que tan presto le movió a dejarme; y, en resolución, haré que me cumpla la palabra y fe prometida, o le quitaré la vida, mostrándome tan presta a la venganza como fui fácil al dejar agraviarme; porque la nobleza de la sangre que mis padres me han dado va despertando en mí bríos que me prometen o ya remedio, o ya venganza de mi agravio.» Esta es, señor caballero, la verdadera y desdichada historia que deseábades saber, la cual será bastante disculpa de los suspiros y palabras que os despertaron. Lo que os ruego y suplico es que, ya que no podáis darme remedio, a lo menos me déis consejo con que pueda huir los peligros que me contrastan, y templar el temor que tengo de ser hallada, y facilitar los modos que he de usar para conseguir lo que tanto deseo y he menester.

Un gran espacio de tiempo estuvo sin responder palabra el que había estado escuchando la historia de la enamorada Teodosia; y tanto, que ella pensó que estaba dormido y que ninguna cosa le había oído; y, para certificarse de lo que sospechaba, le dijo:

-¿Dormís, señor? Y no sería malo que durmiésedes, porque el apasionado que cuenta sus desdichas a quien no las siente, bien es que causen en quien las escucha más sueño que lástima.

-No duermo -respondió el caballero-; antes, estoy tan despierto y siento tanto vuestra desventura, que no sé si diga que en el mismo grado me aprieta y duele que a vos misma; y por esta causa el consejo que me pedís, no sólo ha de parar en aconsejaros, sino en ayudaros con todo aquello que mis fuerzas alcanzaren; que, puesto que en el modo que habéis tenido en contarme vuestro suceso se ha mostrado el raro entendimiento de que sois dotada, y que conforme a esto os debió de engañar más vuestra voluntad rendida que las persuasiones de Marco Antonio, todavía quiero tomar por disculpa de vuestro yerro vuestros pocos años, en los cuales no cabe tener experiencia de los muchos engaños de los hombres. Sosegad, señora, y dormid, si podéis, lo poco que debe de quedar de la noche; que, en viniendo el día, nos aconsejaremos los dos y veremos qué salida se podrá dar a vuestro remedio.

Agradecióselo Teodosia lo mejor que supo, y procuró reposar un rato por dar lugar a que el caballero durmiese, el cual no fue posible sosegar un punto; antes, comenzó a volcarse por la cama y a suspirar de manera que le fue forzoso a Teodosia preguntarle qué era lo que sentía, que si era alguna pasión a quien ella pudiese remediar, lo haría con la voluntad misma que él a ella se le había ofrecido. A esto respondió el caballero:

-Puesto que sois vos, señora, la que causa el desasosiego que en mí habéis sentido, no sois vos la que podáis remedialle; que, a serlo, no tuviera yo pena alguna.

No pudo entender Teodosia adónde se encaminaban aquellas confusas razones; pero todavía sospechó que alguna pasión amorosa le fatigaba, y aun pensó ser ella la causa; y era de sospechar y de pensar, pues la comodidad del aposento, la soledad y la escuridad, y el saber que era mujer, no fuera mucho haber despertado en él algún mal pensamiento. Y, temerosa desto, se vistió con grande priesa y con mucho silencio, y se ciñó su espada y daga; y, de aquella manera, sentada sobre la cama, estuvo esperando el día, que de allí a poco espacio dio señal de su venida, con la luz que entraba por los muchos lugares y entradas que tienen los aposentos de los mesones y ventas. Y lo mismo que Teodosia había hecho el caballero; y, apenas vio estrellado el aposento con la luz del día, cuando se levantó de la cama diciendo:

-Levantaos, señora Teodosia, que yo quiero acompañaros en esta jornada, y no dejaros de mi lado hasta que como legítimo esposo tengáis en el vuestro a Marco Antonio, o que él o yo perdamos las vidas; y aquí veréis la obligación y voluntad en que me ha puesto vuestra desgracia.

Y, diciendo esto, abrió las ventanas y puertas del aposento.

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