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Saturnino Calleja Fernández en AlbaLearning

Saturnino Calleja Fernández

"Desencantamiento trabajoso"

Leyendas de oriente

Biografía de Saturnino Calleja Fernández en Wikipedia

 
 
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Desencantamiento trabajoso

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Vivían hace ya mil años un rey y una reina que tenían una hija, a la que querían más que al mundo entero. Cuando el rey de Francia pidió la mano de nuestra princesa, ni el padre ni la madre quisieron separarse de su hija amada y dijeron al embajador:

—¡Es muy joven todavía!

La princesa era cada día más bella, y al año siguiente se presentó el embajador de España pidiendo su mano para el rey.  Mas nuevamente contestaron los padres:

—¡Es muy joven todavía!

Ambos reyes pusiéronse muy enfadados por la negativa y resolvieron tomar venganza en la pobre princesa. Como no podían llevar a cabo por sí mismos su torcida voluntad, llamaron a un mago y le dijeron:

—Tienes que prepararnos un hechizo para la princesa. Cuanto más daño pueda causarle mayor será tu recompensa.

Y con la promesa de que en el término de un mes sería complacido el deseo de los monarcas, el mago se fue.

Antes de cuatro semanas volvió a presentarse el mago en el castillo del rey de España.

-—Aquí está el hechizo, señor-—le dijo—. Entregad a la princesa este anillo como presente, y cuando lo haya tenido veinticuatro horas en el dedo, veréis el resultado.

Los dos reyes se pusieron a discurrir la mejor manera de hacer llegar el anillo a manos de la princesa, poique como estaban a malas con sus padres, éstos desconfiarían con razón de cualquier regalo enviado por los desdeñados pretendientes. ¿Qué harían?

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé!—exclamó de pronto el rey de España. E inmediatamente se disfrazó de joyero, emprendió el viaje y se estableció enfrente del palacio donde vivía la princesa. La reina le vió desde un balcón, y como precisamente tenía por entonces que comprar algunas joyas, mandó llamar al comerciante.

Cuando le hubo comprado varios brazaletes, cadenas y pendientes, dijo a su hija:

—¿Quieres tú alguna de estas cosas tan bonitas, hija mía?

—No veo nada que me guste del todo—respondió la princesa.

Entonces, el disfrazado rey sacó del estuche el anillo, que hasta entonces había tenido guardado, y lo hizo centellear a los rayos del sol, diciendo:

—He aquí una joya verdaderamente rara, señora. Este anillo no tiene igual en el mundo. ¿No os gusta?

—Sí. ¡Qué magnífico! ¡Qué bello! ¡Está como lleno de estrellas!—exclamó la princesa extasiada—. ¿Y cuánto vale?

—No tiene precio. Me contentaré con lo que vuestra Alteza quiera darme.

Pagósele una buena cantidad de dinero, y el comerciante se retiró. La princesa se puso el anillo en el dedo y su brillo era tal, que no podía quitarle de encima los ojos. Pero aún no habían transcurrido veinticuatro horas, cuando la pobre princesa lanzó un terrible grito de angustia.

—¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!—y su grito resonaba en todo el palacio.

El rey, la reina y todas las damas y caballeros de la corte corrían con velas en las manos, pálidos de terror, a ver qué había sucedido.

—¡Llevaos las velas! ¡Lleváoslas!—gritaba la princesa, presa de la mayor desesperación—. ¿No veis que soy de algodón en rama?

Todo su cuerpo, en efecto, se había vuelto bruscamente de algodón en rama. El rey y la reina estaban inconsolables por esta espantosa desgracia, y en seguida llamaron a los hombres más sabios del reino para consultarles y ver qué debía hacerse en semejante trance.

—Vuestra Majestad debe mandar pregonar por todos los países que quien cure a su hija se casará con ella—dijeron los consejeros, después de larga deliberación.

Salieron pregoneros, con tambores y trompetas, a recorrer el reino y otros reinos, proclamando:

—¡Quien devuelva la salud a la princesa, se casará con ella!

—¡Quien devuelva la salud a la princesa, se casará con ella!

—¡Quien devuelva la salud a la princesa,- se casará con ella!

Vivía por aquel tiempo en un pueblecito el hijo de un zapatero, en cuya casa había gran escasez, y un día que no quedaba ni un mendrugo de pan, y que padre e hijo iban a morirse de hambre, habló el hijo en estos términos.

—Padre, dadme vuestra bendición. Me voy a correr mundo buscando fortuna.

—¡El cielo te proteja, hijo mío!—dijo el padre.

Y el joven cogió un bastón y emprendió su viaje.

Saliendo de los campos de su país, se encontró con un bando de chiquillos, que estaban escandalizando y tirando piedras a un sapo para matarlo.

—¿Qué daño os ha hecho este pobre animal? ¿No es tan
de Dios como vosotros? ¡Dejadle vivir! exclamó indignado.

Pero al ver que aquellos chiquillos crueles no hacian el menor caso de sus palabras ni desistían de su intención, corrió lleno de ira hacia ellos, y a uno le dió una bofetada y a otro un puñetazo en las costillas. Los muchachos huyeron tumultuosamente y el sapo aprovechó la ocasión para meterse en un agujero de una tapia. Siguió el joven su camino, y de pronto, llegó a sus oídos el toque de una trompeta y el redoble de unos tambores. Escuchó atentamente y oyó claramente estas palabras:

¡Quien devuelva la salud a la princesa, se casará con ella!

¡Quien devuelva la salud a la princesa, se casara con ellal

¡Quien devuelva la salud a la princesa, se casará con ella!

—¿Qué mal tiene la princesa?— preguntó a uno que paso por su lado.

—¿No lo sabéis? Se ha vuelto de algodón en rama.

El joven dió las gracias y continuó su camino. A la noche llegó a un gran desierto y decidió echarse a dormir, cuando al volverse para contemplar el camino que había traido, vió que venía a él una mujer alta y bella.

Iba a dar un salto para esconderse, cuando le dijo la mujer:

—No te asustes. Soy un hada y vengo a darte las gracias.

—¿A mí? ¿Por qué? -preguntó, lleno de confusión el joven.

—¡Porque me has salvado la vida! Mi destino manda que sea sapo durante el día y hada durante la noche. Ahora soy tuya para servirte en lo que quieras.

—Buena hada -dijo entonces el joven-, acabo de oír que la princesa se ha vuelto de algodón en rama y que quien la cure se casará con ella. Dime cómo puede devolvérsele la salud.

Entonces le contestó el hada:

—Toma esta espada en tus manos y echa a andar en línea recta hasta que llegues a un espeso bosque, lleno de serpientes y fiera. Pero no les tengas miedo; tú sigue tu camino valerosamente hasta llegar al palacio del mago. En cuanto llegues, llama tres veces en la puerta principal...-Y siguió dándole detalles de lo que tenía que hacer. -Si necesitas mi auxilio, ven a este sitio a esta misma hora y aquí me encontrarás.

El hada se despidió del joven, tendiéndole su blanca mano y desapareció antes de que él hubiese podido abrir la boca para darle las gracias.

Sin pensar en nada, el hijo del remendón echó a andar con arreglo a las instrucciones recibidas, y andando, llegó a una obscura selva, poblada de animales salvajes, que llenaban el aire con sus terribles mugidos, rechinaban los dientes sedientos de sangre, y abrían sus hambrientas fauces, Aunque le palpitaba el corazón, asustado, el pobre muchacho siguió adelante, haciendo como que no veía a las fieras, y al fin llegó al palacio del mago y llamó tres veces a la puerta principal. Del interior del castillo salió una voz que decía:

—¡Ay de ti, temerario, que tienes el atrevimiento de venir a mí! ¿Qué quieres?

—¡Si eres el mago, sal a luchar conmigo!—gritó el joven.

Enfurecido por tal audacia, salió precipitadamente el mago, armado hasta los dientes y dispuesto a aceptar el desafío. Pero en cuanto vió la espada que esgrimía el joven, empezó a lamentarse de un modo lastimoso, y cayendo de rodillas, todo trémulo, dijo:

¡Ay de mí! ¡Qué infortunado soy! ¡Por lo menos, perdóname la vida!

Entonces dijo el joven:

Te perdonaré la vida si libras del hechizo a la princesa.

El mago sacó del bolsillo una sortija, y dijo:

—Toma este anillo, pónselo en el dedo meñique de la mano izquierda a la princesa y se pondrá buena al punto.

Regocijado por el éxito de su viaje, el joven se apresuró a ir a ver al rey, para convencerse de la verdad de lo que se decía:

—Señor, ¿es cierto que quien devuelva la salud a vuestra hija será yerno vuestro?

—¡Es cierto!—afirmó el rey con ansiedad.

—Pues bien, yo estoy dispuesto a curarla.

Trajeron en seguida a la princesa, y todas las damas de la corte y todos los servidores la rodearon para presenciar el milagro. Pero no bien el muchacho le hubo colocado el anillo en el dedo meñique, se vió la princesa envuelta en llamas y empezó a lanzar lastimeros gritos. Todos la rodearon en revuelta confusión, y el horrorizado joven aprovechó el momento para escapar como alma que lleva el diablo. Su único deseo era volver a ver al hada, y no paró de correr hasta llegar al sitio donde la había visto la primera vez.

—¿Hada, estás aquí?—gritó temblando.

—Aquí estoy—le contestó el hada.

Entonces él le contó la desgracia que le había ocurrido.

—¡Te has dejado engañar! Toma esta daga y vuelve a buscar al mago. ;Ten cuidado de que no te engañe esta vez!

Y le dió una porción de consejos para el peligroso viaje, y le echó la bendición.

Al llegar el muchacho a la puerta principal del palacio, llamó tres veces. El mago gritó como la vez anterior:

—¡Ay de ti, temerario! ¿Qué deseas?

—¡Si eres el mago, sal a luchar conmigo!

El mago, armado hasta los dientes, y lleno de rabia, salió; pero al ver la daga, cayó temblando de rodillas y suplicó lastimosamente:

—¡Perdóname la vida!

—¡Mal mago!—exclamó furioso el joven—. ¡Me has engañado! ¡Ahora te retendré encadenado hasta que la princesa esté libre del hechizo!

Lo encadenó, clavó la daga en tierra y sujetó a ella la cadena para que el mago no pudiera moverse.

—¡Eres más poderoso que yo! ¡Lo comprendo!—exclamó el encadenado mago castañeteando los dientes. Quítale a la princesa la sortija que compró al joyero y se verá libre del hechizo.

Hasta que el joven no hubo averiguado que la princesa había escapado con unas cuantas quemaduras nada más en las manos, gracias a la destreza con que la habían socorrido, no tuvo valor para presentarse nuevamente al rey.

—¡Os pido perdón, señor!—dijo—. El causante del desastre no fui yo, sino un mago traidor. Pero ya le he vencido del todo y mi remedio dará resultado. No tengo que hacer sino quitar a vuestra hija el anillo que compró al joyero para que se ponga buena.

Y así sucedió. En cuanto le hubo quitado la sortija, la princesa volvió a ser lo que había sido antes; pero le faltaban la lengua, los ojos y las orejas. La perplejidad del joven ante el nuevo desastre era indescriptible. Y nuevamente acudió a su amiga el hada en demanda de ayuda.

—¡Te has dejado engañar por segunda vez!—le dijo el hada, y en seguida le dió nuevos consejos.

Guando llegó adonde había dejado al mago, le gritó furioso: —¡Miserable, embustero! ¡Mi paciencia se ha acabado!¡Ojo por ojo, lengua por lengua y oreja por oreja!

Y diciendo esto cogió al mago para estrangularlo. Pero el mago, al verse en peligro de muerte, exclamó:

—¡Ten piedad! ¡Ten piedad! ¡Déjame vivir! Ve a ver a mis hermanos, que viven algo más allá. Y le dió las necesarias instrucciones para que pudiera encontrar la casa de ellos, y le dijo las palabras mágicas que tenía que pronunciar en cada puerta.

A las pocas horas llegaba a la puerta de otro palacio, igual en todo al del mago. Llamó, y una voz le contestó desde dentro:

—¿Quién eres y qué quieres aquí?—Y él respondió:

—Quiero el cuernecito de oro.

—Veo que te envía mi hermano. ¿Para qué me quiere?

—Necesita un pedacito de tela encarnada, porque se le ha hecho un agujero en la capa.

— Aquí lo tienes. ¡Y ahora vete de aquí!—dijo airadamente una mujer desde dentro del palacio, al mismo tiempo que arrojaba al joven un trocito de tela encarnada que había cortado en forma de lengua.

El joven anduvo varias horas, y al fin llegó al pie de una elevada montaña. En un espolón de roca había otro palacio exactamente igual que los dos anteriores. Llamó en la puerta principal y salió del interior una voz preguntando:

—¿Quién eres y qué deseas?

—Quiero la manita de oro.

—Está bien. Veo que es mi hermano quien te manda. ¿Qué necesita de mí?

—Necesita dos lentejas para la sopa.

—¡Qué tontería! ¡Ahí las tienes y quítate de enmedio. Y la dueña del castillo le echó dos lentejas envueltas en un papelito y cerró la ventana.

El joven llegó, por último, a una vasta llanura, en el centro de la cual había otro palacio exactamente lo mismo que los otros tres. Guando llamó y le hubieron preguntado qué quería, contestó:

—Quiero el piececito.

—¡Ah! ¡Te manda mi hermano! ¿Qué necesita de mí?

--Necesita dos caracoles para cenar.

—¡Aquí los tienes! ¡Y déjame en paz!—respondió una mujer con desagrado desde una ventana, echándole al mismo los dos caracoles que deseaba.

El joven volvió a donde estaba el mago con las cosas que había recogido, y le dijo:

—Aquí te traigo lo que deseabas.

El mago le dió las instrucciones necesarias para usar las tres cosas; pero cuando el joven volvió la espalda para marcharse, exclamó el cautivo, con voz suplicante:

—¿Y te vas dejándome aquí sujeto?

—No haría sino lo que te mereces. Sin embargo, te soltaré; pero ¡ay de ti si me vuelves a engañar!

Después de haber desencadenado al mago, el joven corrió a ver al rey, y en cuanto estuvo al lado de la princesa le abrió la boca, le puso el trapito rojo que traía y en seguida tuvo ella lengua.

Pero las primeras palabras que salieron de la boca de la princesa fueron éstas:

—¡Miserable remendón! ¡Quítate de mi vista!

El pobre joven quedó inmóvil de tan dolorosa sorpresa, diciendo para sus adentros:

—Esta es otra de las cosas de ese falso mago.— Mas la amarga ingratitud no le quitó el deseo de concluir su buena obra. Tomó las dos lentejas y las colocó en los vacíos ojos de la joven, la cual recobró instantáneamente la vista. Pero apenas se hubo fijado en el joven, se cubrió el rostro con las manos, y exclamó desdeñosamente:

—¡Oh, qué feos son los hombres! ¡Qué horriblemente feos!

El joven perdió casi por completo el valor, pero repitió para sus adentros:

—¡Esto es cosa de ese maldito mago!

Y no quiso dejar sin terminar su obra. Cogió los caracoles vacíos y los puso con cuidado. en el sitio de las orejas de la princesa, y ¡oh, maravilla!, la joven recobró sus preciosas orejitas.

Entonces el joven se volvió hacia el rey, diciendo:

—¡Señor, ya soy vuestro yerno!

Pero al oír estas palabras la princesa, empezó a llorar como una niña, diciendo:

—¡Me ha llamado bruja! ¡Dice que soy una bruja vieja!

Semejante ingratitud era ya insoportable para el joven, y sin decir una palabra, salió corriendo para ir en busca de su hada.

—Hada, ¿dónde estás?—gritó, trémulo de rabia y de pena.

—Aquí estoy.

Entonces le contó lo mal que le había tratado la princesa, a quien había devuelto la * salud. El hada repúsole:

—Probablemente se te habrá olvidado quitar a la princesa la otra sortija del mago, que tiene puesta en el dedo meñique.

—¡Es verdad!—dijo el joven, llevándose las manos a la cabeza, entre asustado y avergonzado—. ¡Con la confusión no me acordé de ella!

—¡Pues ve a reparar tu falta!—le aconsejó el hada.

Y llegó volando ante la princesa y le quitó la sortija embrujada que tenía puesta en el dedo meñique. Entonces se dibujó una amable sonrisa en la bellísima boca de la joven, y ella le dió las gracias tan dulce y tan bondadosamente, que el muchacho se puso encarnado de vergüenza.

El rey dijo solemnemente a la princesa:

—Este es tu esposo...

Y el joven y la princesa se dieron la mano y saludaron a todos los presentes. Pocos días después se celebraba la boda, que los hizo felices para siempre.

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