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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí
"Colombine"

"El último deseo"

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El último deseo
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IV

Quedó Julia sola en su gabinete, aturdida por las múltiples impresiones del día; abrió un armario y eligió su mejor traje, el que más le gustaba a Rafael: celeste y blanco... Empezó a buscar adornos, cintas, joyas... sí; quería estar hermosa, espléndida, como él la amaba, como era admirada de los demás. ¡Qué tontería sentir celos de un pasado muerto! Era feliz y no debía la imaginación venir a entenebrecer su dicha.

Colocó con deleite el traje y los adornos en el sofá, en las sillas, en la mesa y la consola. No llamaría a la doncella; se vestiría ella sola; quería gozar en la contemplación de su belleza.

Colocóse ante la luna biselada del espejo, oprimió el botón de la luz eléctrica, y su belleza morena, plateada, exuberante, quedó envuelta en el limbo de la luz blanca. Su mano ligera, delicada y fina, empezó a desabrochar el corpiño del traje. Quedaron al descubierto la garganta firme, dura, marmórea, y el nacimiento de un seno turgente y amplio que se ocultaba en ondas de encaje. Partió una sonrisa de complacencia sus labios de grana, y se acercó más al cristal, como atraída por su propia imagen. Un objeto se deslizó de entre las blondas y cayó sobre la alfombra. ¡Las flores del cementerio!

Se esparció por la estancia un acre olor de hierba fresca que empieza a marchitarse, ese perfume enfermizo de la flor estrujada cuando mezcla a su esencia los jugos de los tallos. Julia parecía respirar olor de humedad, de tierra mojada. Reconstituyó la escena de la mañana. El dolor sentido tan agudamente sobre la tumba de aquel niño había pasado de su corazón; las flores rodaban por la alfombra entre las gasas de un traje de baile. Ella olvidaba a aquella criatura y hacía que la olvidase su padre. ¡Si fuese de verdad su hijo! ¡Oh! entonces no lo olvidaría nunca. Pasaría su vida llorando al hijo muerto, sumergida en el mar de su recuerdo. ¡Como la esposa de Rafael! Pensó de nuevo en la mujercita dulce y buena, abandonada a sus dolores. ¡Si ella tuviese aquellas flores no las tiraría entre los atavíos del placer! ¡Pobre mujer! Sintió compasión inmensa, vergüenza de su situación, algo de un remordimiento desconocido. Se había impuesto siempre en su pensamiento la moral no codificada, superior a la moral del vulgo, sujeta a leyes. ¡Esa moral no es para los espíritus libres! Se veía unida a Rafael por la fuerza misteriosa de un amor vehemente y verdadero, que era la vida de los dos; creía legítimo aquel cariño, puesto que la Naturaleza lo sancionaba dándoles la capacidad de sentirlo. ¿Acaso una promesa pública y la bendición de un cura podían atar dos seres para toda la vida? Nada puede legislarse sobre el corazón. Rafael no amaba a su esposa: rechazado por Julia, sufriría sin hacerla feliz, puesto que ella conocería en todos sus actos el desamor. Serían tres seres desdichados; así lo era uno solo. Tenían derecho a la felicidad.

Se le apareció con todo su horror el posesivo puesto ante el nombre de un ser humano de un modo odioso, incomprensible, tiránico.

Mi mujer. Mi marido. El pueblo expresa ese concepto brutal en la frase de sus hembras cuando dicen Mi hombre. Es la propiedad, el esclavo que ha de satisfacer todas las necesidades más groseras.

Pero ahora la cuestión se le aparecía bajo otro aspecto. Seguía rechazando la idea de la legalidad en amor; la idea de posesión; el formulismo de la hipocresía y las conveniencias; mas surgía el problema del deber, no a la luz de leyes estúpidas, sino al resplandor de su conciencia. Rafael había amado a aquella mujer hasta el punto de hacerla su esposa, introducirla en su familia y darle su nombre. La había mecido entre sus frases de cariño; la hizo madre de sus hijos; juntos lucharon, sufrieron, compartieron los sueños de ventura y las tristezas de la realidad; los momentos del placer y del dolor más intensos les habían unido... Luego él se alejaba. ¿Por qué? Acaso por la maldad propia de la naturaleza mudable, que busca la felicidad. Aquella mujercita sufrida y buena se le había hecho insoportable con sus virtudes. Por dar el pecho a sus hijos consiguió todo el respeto de su marido; pero palideció, se enflaqueció, perdió las curvas de su talle, deformó los senos y mató todo deseo amoroso. Por cuidar maternalmente de Rafael, por atender a su casa, por economizar y rodearlo de comodidades, se le apareció desgreñada, mal vestida, sin perfumes, despoetizada entre los quehaceres del hogar; así ganó toda su consideración, pero perdió todo su amor.

Aquello era injusto, triste, despreciable; pero tenía la fuerza inflexible de los hechos. Rafael no era culpable de que fueran tan ruines y bastardos los sentimientos de la humanidad, y Julia no podía acusarse de amarlo ni de ser amada por él.

Pero el recuerdo de la pobre mujer abandonada en recompensa a su bondad, la atormentaba. La veía, vestal de un amor único, llorar recluida en el fondo de su hogar vacío, lejos del sepulcro de un hijo querido, de aquel pedazo de su alma dejado allí en una época de dolor que debía unirla al marido con toda la fuerza que no tenían las leyes.

¿Por qué no devolverle la felicidad? Acaso Rafael no la amaría de nuevo si estuviese sólo, desengañado, deseoso de encontrar la paz, el descanso de los afectos sinceros.

Julia pensó en la acción heroica de enviar aquel corazón, con el recuerdo del hijo, cerca de la infeliz mujer. ¿Pero y ella? ¿Y su felicidad? ¿Tenía nadie derecho a exigirle el sacrificio? No. Se revolvió airada contra sus pensamientos; sintió impulso de pisotear las flores. Rafael la amaba y no tenía más deber que el de conservar su cariño, el de ser feliz.

¿Podría serlo ya, envenenada por aquellos pensamientos? ¿Acaso no se le escaparía aquel corazón? Mejor dicho: ¿era suyo? Pensó con terror que nada sería capaz a borrar del alma de su amante el recuerdo de sus días de amargura y de sus días de pasión. Vio claro que conservaba para la esposa desgraciada la consideración que no inspira la belleza triunfadora. Vio el remordimiento que le seguía, reflejado en el deseo de aturdirse. Sí; sin duda Rafael era un alma errante, a pesar de su amor; un alma que tenía que vivir siempre en lo externo, sin recogerse dentro de sí, por no ver encenagado el lecho de reposo, la selva florida de la placidez del espíritu, a la cual se ha llamado conciencia moral. Desde ahora ella viviría así también, sin las dulces horas de contemplación y de dicha, como un viajero fatigado que no puede descansar un momento sin herirse con espinas y desgarrarse las carnes con malezas.

Inclinó la frente. Su pecho había quedado impregnado con el perfume de las flores. ¡Le pareció que olía a muerto!

Vértigo, neurastenia, genialidad, tontería o locura sublime, algo raro la agitó y levantó su espíritu hasta el sacrificio; no pensó en sí misma, no pensó en Rafael; tal vez en nada... Presa de agitación, impulsiva, obrando como un autómata, como un hipnotizado, como una sonámbula, se acercó al pupitre y escribió:

«Rafael mío:

»¿Por qué te escribo? ¿Qué viento de locura sopla sobre mí? No sé. Pero los días pasados en Londres, las horas transcurridas cerca de la tumba de tu hijo, han trastornado toda mi vida. Guarda el perfume de nuestras horas felices como el ensueño de una vida pasada, y vuelve al lado de tu mujer. Lo deseo, y si es preciso lo ordeno. No sufras. Resígnate. Yo quiero conquistar con este sacrificio un puesto en tu consideración. Esta le pertenece por entero a otra; yo tengo celos de un sentimiento de que no participo, y te reclamo un poco... ¡Adiós!... Te dejo esas flores... Llévaselas á la madre... ¡Adiós, Rafael!... Me alejo para siempre, para buscar el eterno descanso que no puedo hallar en la vida... Soy cobarde y prefiero el reposo al sufrimiento... Me asusta pensar que un día me dejes sola, que te alejes de mí... Quiero morir hermosa y amada... porque te amo.

» JULIA.»

Colocó lo escrito y las flores con mano febril bajo un sobre, se vistió con apresuramiento el traje de baile, puso cintas en sus cabellos y perfumes en sus ropas... Luego abrió el cajón del botiquín y apuró de un trago el contenido de un frasquito de láudano... Reprimió con voluntad firme las náuseas producidas por la droga y borró cuidadosa con la toalla el rastro que dejó en sus labios... Después, como el que ha terminado todos sus quehaceres, se sentó en el sofá, inclinó la cabeza en el respaldo... aletearon luchando con el pesado sopor del sueño las mariposas negras de los párpados, y no tardaron en quedar inmóviles... vencidas... La mano delicada se extendió aún a lo largo de la falda, como si pretendiera arreglar los pliegues del traje. ¡Quería estar hermosa cuando Rafael la viese por última vez!

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