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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí
"Colombine"

"El último deseo"

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
El último deseo
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III

Detuvieron un coche y se hicieron conducir al cementerio. Era el 6 de Enero, la Pascua de Reyes, la fiesta tan deseada de los niños; los dos sentían pesar sobre su espíritu aquella coincidencia para aumentar la pena que les embargaba.

El cementerio estaba casi desierto; no- había visitantes aquel día y a aquella hora. Cerca de la entrada, el conserje, con el cuello del capote subido hasta las orejas y las manos en los bolsillos, se paseaba indiferente a todo; en la avenida central varios trabajadores recogían las ramas secas y las coronas rotas; algunos criados cambiaban flores y limpiaban cristales y dorados de las tumbas; una niebla espesa, húmeda y fría, envolvía la tierra como un manto gris; el horizonte se limitaba a los pocos metros, dando al avanzar la impresión de una cortina que fuese descorriéndose para mostrar nuevos objetos, términos más lejanos, una continuación sin fin... Los árboles desnudos se alzaban entre la niebla como gigantescos esqueletos.

Con las calles entrecruzadas, los millares de capillitas y nichos semejantes a pequeños hoteles, el cementerio tenía el aspecto de una ciudad cuyos habitantes reposaban; pero aquel reposo tenía algo de solemne, de augusto, que hacía pensar en el Nirvana, en la inmovilidad, en la compenetración del espíritu humano con la gran alma del Universo; en la más dulce de las calmas, en la felicidad perfecta de una materia libre, dichosa, feliz porque no trabaja para engendrar un espíritu que la contradice, la niega y la atormenta...

¡No eran los muertos más grandes los que tenían mejores tumbas! Debajo de un mausoleo soberbio, de una tumba llena de inscripciones, de una capilla de lindo estilo gótico, de un monumento egipcio, de un templo de Pompeya o Roma, dormían desconocidos burgueses, ricos o vulgares aristócratas, olvidados hasta de las familias, cuyos lacayos iban a limpiar la tumba.

Y era de ver el lujo con que se rodeaban, el cuidado con que habían esculpido encajes de piedra y relieves en torno de sus sarcófagos; las estatuas costosas y sin arte; todos los esfuerzos para perpetuar un nombre obscuro, sin pensar que para vivir después de muerto hace falta dejar a la posteridad algo más que un mausoleo lleno de ceniza.

De vez en cuando el nombre de un gran artista les obligaba a detener el paso y acercarse como si hubieran encontrado un antiguo amigo, un maestro, un ser cuyo pensamiento encarnó en el suyo y le abrió nuevas sendas de luz.

¡Qué pequeño era todo! Genios que conmovieron al mundo con su acento y encontraban mezquino el Universo, dormían encerrados en tan estrecho espacio. La Naturaleza ciega había destruido en un instante las combinaciones que en el transcurso de los siglos formaron un cerebro superior. La armonía de los dioses que vibró en sus cantos había cesado, y de todo aquello no quedaba más que polvo, podredumbre, gusanos de su pobre cuerpo encerrado en un ataúd y la ostentación vana de la humanidad viviente, aferrándose en su soberbia y su egoísmo al fantasma de la inmortalidad.

Dejaron atrás la ciudad de los muertos ricos; cruzaron el pequeño espacio destinado a cementerio civil, donde hasta después de muertos se arrojan los cuerpos que encerraron espíritus libres de prejuicios religiosos; pasaron ante el odioso crematorio estremeciéndose al ver su aspecto de fábrica y las chimeneas ennegrecidas por el humo de carbones humanos; sin detenerse en el lúgubre columbarium penetraron al fin en la ciudad de los pobres.

Era un jardín de muertos: unidas unas con otras, las tumbas se asemejaban a pequeños lechos blancos adornados con cruces de mármol, coronas, flores y farolillos, cuidados por los servidores de la administración, que tratan de evitar el aspecto repugnante.

Entraron Julia y Rafael por aquel dédalo de callejuelas; con avidez miraban las tumbas más pequeñas, las más descuidadas. ¡Todo en vano! ¡No se encontraba nada! Al volver un recodo, en uno de los ángulos más tristes del cementerio, se alineaban cuatro tumbitas blancas, cuidadas, coquetas, revelando la mano piadosa de alguna persona que conservaba la memoria de los que allí reposaban. En medio de ellas, llena de polvo, de maleza, con la barandilla rota y deslucida, otra pequeña tumba sobre la cual alzábase una vara, en cuyo extremo superior lucía una tablilla escrita con esas letras mal formadas que se ven en las muestras de algunas carbonerías:

«Emilio Monari». ¡Era allí! ¡Aquella era la sepultura! ¡Debajo de aquella tierra estaban los restos de la criaturita adorada! Parecíale al padre verla acostada en una cuna con las guedejas rubias sobre la blanca almohada, esperando un beso para abrir los párpados, y sentía impulsos de separar la tierra para besarla.

La realidad se impuso. La tristeza infinita de la verdad, que pocos seres tienen el valor de mirar cara a cara. ¡De su hijo no quedaba nada, ni allí ni en el infinito! Materia que se había disgregado para la continua evolución de las cosas. Por un momento se indignó contra la ciencia. Envidió los creyentes y a los ignorantes; pero bien pronto, en la misma negación que le atormentaba, halló el consuelo. ¡Mejor era así! No se perpetuaba el sufrimiento en un ser; no había una criaturita que se afligiera con su pena detrás del azul.

Sus ojos se humedecieron con una lágrima, se descubrió y fue a besar aquel nombre querido.

Julia cayó de rodillas y sollozaba con amargura. No había sido madre jamás, pero en aquel instante supremo sentía la maternidad con toda su sublime grandeza, un dolor que le desgarraba las entrañas, para hacerla digna del amor.

Tal vez Rafael experimentó la misma sensación dulce acercarle a ella. Se levantó, y abrazados, con las cabezas juntas, lloraron largo rato, más unidos que nunca. Una impresión de angustia común los acercaba; sentían ambos la misma tristeza ante el abandono de la tumba; ninguno se atrevía a elevar la voz en medio de aquel silencio augusto; la niebla, más densa aún, les envolvía, aislándoles de todo. ¡Parecían envueltos en cielo!

Fue Rafael el que habló primero para formular una pregunta:

—¿Qué hacer?

—Vamos a la conserjería—contestó Julia—; compraremos este terreno y rodearemos de flores y de amor a la criaturita adorada que no podemos acariciar.

—Vamos—asintió él—; embelleceremos la tumba de nuestro hijo.

Le agradeció ella con un apretón de manos la delicada frase. Su hijo... sí; le había desgarrado las entrañas en un dolor supremo y maternal. Fueron al despacho, y en pocas horas quedó todo arreglado. Alzarían una lujosa capillita para su niño querido... Pero aquel día no podían dejarlo así; era el día de las fiestas infantiles, y el niño abandonado tendría también su ofrenda de flores. La dicha que no conoció vivo se acercaba a su tumba.

Acudieron criados y jardineros con el servilismo que rodea siempre a la gente rica. Un muchachote moreno y fornido, de manos gruesas y uñas recomidas por el continuo revolver en la tierra, empezó a arrancar las plantas secas y las hierbas de la tumba. ¡Tal vez en aquellas raíces que tiraban irían los únicos restos del adorado niño! Se rodeó la sepultura de dorada verja, cubrieron coronas sus hierros, farolillos y lápida de mármol la adornaron; en el centro flores y plantas fingían una bella maceta.

Todo se terminó pronto; dio Rafael un puñado de oro a la turba sepulturera, que se alejó llevándose los ramos secos y las maderas apolilladas. La tumbita parecía riente y agradecida de su embellecimiento. La imaginación de los dos amantes creía ver el niño contento jugar entre sus flores.

No se resolvían a irse. Descubierto y silencioso, con los ojos fijos en la lápida, Rafael leía por milésima vez el nombre querido que iba a dejar en la soledad del cementerio inglés. Julia lloraba; esta vez había desesperación en sus sollozos. El recuerdo de la madre verdadera, que nunca se acercaría a la tumba, la acongojaba; tenía miedo al dolor de aquella mujer. Cuando Rafael la llamó para irse, se acercó temblando; cortó de su tallo unas violetas y un ramo de miosotis, recién plantadas sobre la sepultura, y las guardó en su pecho.

Agradecióselo él con una mirada de ternura, y ambos se alejaron lentamente, volviendo la cabeza, con los ojos llenos de rocío de llanto...

La niebla empezaba a desvanecerse y una lluvia menudita caía sobre la tierra, como si las lágrimas del cielo viniesen a regar las flores.

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