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Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí "Colombine"

"Los que no vivieron"

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
Los que no vivieron
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Habían llegado a lo alto de la montañita, y fatigados por la ascensión, se apoyaban el uno contra el otro.

Contemplaba él con cariño el rostro encendido, el cabello revuelto y el desaliño del vestido, originado por la larga caminata; ella parecía absorta en el paisaje; dilatadas las ventanas de la nariz para olfatear la tierra húmeda, que se abría como fermento de harina candeal al calor de los rayos solares.

Alcira dormía a sus pies con su grupo de alegres casitas, y el horizonte, prolongado en la inmensa llanura, mostraba la riqueza de sus tonalidades hasta perderse a lo lejos en el cielo y en el mar.

— ¡Qué hermoso es esto!—repetía con la admiración del que no encuentra frases para expresar algo demasiado grande que le llena el alma, y abría aún más los ojos, como si quisiera grabar en la retina todo aquel cuadro de luz.

A sus espaldas la ermitita de San Salvador, con las dos hojas de la puerta abiertas de par en par, invitaba a visitarla; se veían desde fuera los ex votos colgados de las paredes por los creyentes. Cerca de la puerta, la enorme cruz de hierro señalaba el término del penoso vía crucis tendido en la falda de la montañeta y a sus pies, varias chicuelas jugaban golpeándose con el encarnizado apasionamiento de su tierra.

Lucían los naranjales el verdor metálico de las hojas repletas de savia, y las elegantes curvaturas de los recodos del río fingían pedazos de cíelo reflejados en un cristal. La brisa, algo viva, que agitaba sus cabellos, traía rumor froufrouante de sedas y glases, producido por el viento, entre cañaverales y naranjos.

Enrique la tomó del brazo, empujándola suavemente hacia la ermita. Lola se resistió.

—No, no—dijo con viveza—. ¿A. qué entrar ahí? No me hables de las cosas muertas, cuando aquí se respira la vida.

Avanzó dos pasos hasta llegar al cercado de yeso que cerraba el circuito de la plazoleta de la ermita.

Le invadía la sensación poderosa de la Naturaleza, plena, libre, salvaje: la potente grandiosidad del azul que les envolvía, la sensación pagana de la estética y la atracción incontrastable del panteísmo.

La ermita, con su triste luz de aceite, su pequeño recinto y sus santos flácidos y sufrientes, no resistía la comparación con aquel gran templo sin límites, entre la tierra, el éter y el mar; inundado de luz, rebosante de vida, donde plantas, insectos, animales u hombres, se confundían con las piedras mismas, para demostrar que no hay nada inanimado en la creación, cuando todo se suma y se une al gran himno armónico del alma universal.

Y el Dios triste, la Virgen dolorida, palidecían como entes sin valor delante de la pasión humana, que estremecía sus nervios o hinchaba sus venas para hacerlos a un tiempo sacerdotes y dioses del misterio sublime en la continuación del vivir.

Experimentó el deseo de matar el pensamiento, de sentir sólo, de confundirse en un nirvana inmortal con el amor y la belleza. El corazón, pequeño para contener aquella plenitud de sensaciones, la ahogaba con su precipitado latir. Era la necesidad de ir a la vida con el ser entero, para convertirse en rayo de sol, aire y canto, o de encerrar en sí misma toda aquella armonía y toda aquella luz.

Cerró los párpados y apretó los labios, estremecida en el espasmo de lo sublime, que hería su pobre ser con el dolor del exceso de dicha.

— ¡Oh! ¿Por qué no poder prolongar estos momentos— murmuró—, o por qué no morir así?

Y fue el eco de su voz misma y el contacto de los labios de su novio sobre sus labios los que rompieron el encanto. La vida volvía.

Corrían los muchachos por la falda de la montañeta en dirección al pueblo; el manto de la noche se adivinaba ya en la palidez de la luz y las puertas de la ermita se cerraron con triste chirriar de goznes enmohecidos.

Habrían de irse; el momento aquel en que el alma vivió una eternidad, ya habla pasado; la realidad se imponía. Enrique volverla a Madrid y Lola quedaría otra vez con su soledad en la pequeña casa de Alcira. Sus paseos al santuario del Xust no volverían a tener aquella poesía; en los días tristes serían evocación de dolorosos recuerdos; el paisaje no desplegaría de nuevo sus misterios ante sus ojos; sin amor no se comprende a la Naturaleza. Con voz queda, triste, musitó al oído de su novio palabras incoherentes para traducirle su emoción. Oíala él agitado de intenso pesar. ¡Qué contradicciones tenía la vida! Se amaban, y sin embargo, habían de encadenar su sentimiento a los convencionalismos de la sociedad.

Lola era pobre; Enrique era pobre también. Pobre y ambicioso por amor de Lola. Se aterrorizaba ante la idea de un hogar mezquino, en donde la que amaba, pálida y mal vestida, hubiese de sufrir todos los tormentos de la miseria. Él no quería ver marchitarse aquella belleza espléndida entre las privaciones; ansiaba envolverla en sedas y aromas como a una sultana oriental, y para eso necesitaba el apoyo de sus tíos, que allá en Madrid soñaban con el engrandecimiento del poderío de su casa en la influencia social, ya que el dinero ganado en su antigua tienda, de ultramarinos les sobraba y querían hacer olvidar su origen.

El sobrino Enrique era su esperanza; audaz, simpático, inteligente, podría ocupar su puesto en la política, y rodear sus últimos años de los honores tan caros a los plebeyos enriquecidos que aparentan desdeñarlos.

Enrique secundaba los proyectos de sus tíos: él también quería engrandecerse; después ya tendría tiempo para conquistar la felicidad. Creía que en la vida hay tiempo para todo.

Pero transcurrían los años y las esperanzas no se cumplían; cada cambio de política, cada nueva elección esperada con impaciencia, se contaba por la derrota de sus esperanzas. El joven seguía batallando allá en los periódicos de la corte, exponiéndose a procesos y desafíos, conquistando con valor desesperado la popularidad que le había de dar un puesto distinguido entre las huestes en que militaba, A cada nuevo desengaño, el esfuerzo era más potente, más de titán, porque la fe salvadora era cada vez más débil, y Lola lo veía perder sus inocencias, sus entusiasmos, su lealtad; contemplaba cómo la política iba matando poco a poco todas las fuentes de sinceridad y nobleza de su alma. No le cabía duda: de seguir así, su amor moriría también, como una flor demasiado frágil para germinar entre los breñales de la política y de la ambición.

Aquellas cortas visitas de Enrique a Alcira eran un paréntesis de dolor entre dolores. Él venía contento á descansar unos días a su laclo, en un ambiente más dulce y más sano; pero perseguido siempre por el recuerdo de sus ambiciones y proyectos, hacía llegar a sus oídos tocias las miserias de la lucha mezcladas entre sus frases de amor. Para Lola la situación era muy diferente. Aquellos días experimentaba la amargura de una felicidad de cuya breve existencia tenía el convencimiento. Le veía llegar pensando en la angustia de su partida; le escuchaba con miedo hablar de una vida que no era la suya, en la que ella no podía tomar parte... ¿Hasta cuándo iba a durar aquella situación? La fe la abandonaba y la invadía el cansancio. Su amor vehemente se avenía mal al sacrifici. Después de una. visita de su novio, sentía más la plenitud de vida, los deseos, el ansia de su cariño. Y la fantasía despierta con sus relatos soñaba, en las tardes tranquilas, que subía a la montañeta con otro mundo distinto del que la rodeaba; como si más allá del horizonte se escondiese algo atrayente y misterioso.

Enrique no comprendía la labor que la fantasía y el deseo iban labrando en aquel espíritu; en su egoísmo de luchador, no se daba cuenta de la duración del tiempo, le parecía que sólo habían pasado breves días en los largos meses de ausencia, en los cuales apenas se cruzaba una carta.

Sacrificaba al despotismo de la ambición ios años más bellos de la vida, los que no podría recobrar, atormentado por su deseo de amor y atormentando a Lola en el abandono de su larga soléuáú.

Se habían detenido a la orilla de un bancal. Lola, sobre la tierra húmeda, en el hoyuelo formado al pie de un naranjo, con la mirada perdida hacia arriba, parecía acariciar a una sola naranja que pendía de las ramas verdes, como si el árbol la conservase por una coquetería después de la reciente recolección; en su rostro franco se leía la expresión de un cansancio que se mostraba más poderosamente con la incitación hacia la vida plena. Había en sus ojos el bronceado ardiente de Jas hojas del árbol, rebosantes de savia y de amor.

Enrique pudo leer la pasión de aquella mirada, la pasión que, encendida por él, la alejaría de sus brazos, cuando, como la fruta del naranjo, en sazón para ser cogida del árbol, reclamase unos labios sedientos de su jugo. Aquella mujer no se resignaría a quedarse sola, pendiente de una rama desnuda, para consumirse estérilmente, como la naranjilla sequeriza que acariciaban sus ojos.

Por un momento sintió impulsos de arrojarse sobre ella, de envolverla en sus brazos, de beber la vida de sus labios sobre aquella tierra húmeda, a la luz de la luna, que acababa de aparecer en el horizonte; de ser algo más que hombre y convertirse en pájaro para fabricar un nido de amor.

El agua de la acequia corría murmurando un cuento o una conseja; sus cristalillos quebrados contra los guijarros fingían voces humanas: voces que hablaban de deberes, de ambiciones, de razón... Lola escuchaba la poesía de las estrofas que cancaban aquellas voces; Enrique oía argumentos fríos y reflexivos. La visión de sus almas era distinta.

—¡Lola, Lola!—dijo él—; no me condenes, soy cobarde, lo sé, cuando no me siento capaz de sacrificártelo todo; cuando eres mi único bien y me expongo a perderte... ¿Qué misterio de fango hay siempre en el hombre, Lola mía? ¿Qué veneno en la ambición y en la lucha? Sé que si al vencer no te encuentro a mi lado, mi triunfo será estéril, y sin embargo, no sé renunciar a la lucha y salvar un amor que es mi vida...

Lola no contestó: con la mirada fija en el rostro de su novio, le escuchaba sin oírle, transportada en el arrobamiento de un deseo poderoso. La bañaba la luna tan dulcemente como si quisiera envolverla en la caricia que el amor le negaba. Sintió Enrique el mágico encanto de la mirada de ensueño y los labios temblantes; sus ojos recorriéron la curva suave y ondulante de aquel cuerpo, desnudándolo con la mirada, que le hacía estremecer con su fluido como un contacto material, y cayó de rodillas a su lado.

—¡Enrique, Enrique! — exclamó ella rodeándole los brazos al cuello—: ¡ámame, no me abandones más, soy tuya!...

¡Era la mujer tan amada durante largos años, y podía tomarla! Se le entregaba estremecida de pasión, en el momento único, irreproducible, de la vida de toda mujer; el momento supremo que existe sólo una vez y sólo para un hombre... Pasó por su cerebro el presentimiento de la pasión vehemente, avasalladora, ardorosa, que quemaría su espíritu y lo apartaría de sus luchas. Pensó en la celada con que todo se conjuraba para entregarle el cuerpo de la virgen, que ya no podría abandonar, y sintió miedo... Sujetó contra su pecho aquella cabeza adorada, y cerró los ojos muy apretados... El pensamiento triunfaba de los sentidos, y sus labios pudieron murmurar:

—No, no... cuando haya vencido... Entonces tú serás el premio.

Guardaron silencio... El murmullo del agua parecía alejarse con su misterioso acento: la brisa sopló en una fuerte bocanada, perdiéndose entre los naranjales, como si la felicidad se fuese con ella y la Naturaleza lanzara su anatema contra los que resistían a sus leyes. Los enervados brazos de Lola cayeron a lo largo de su cuerpo inerte, y una de sus manos, blanca y fría, en el crispamiento del espasmo perdido, pareció azotar la ardiente mejilla de Enrique, que con la cabeza inclinada gemía también en el dolor de un inútil sacrificio, robado del altar de la fecundación.

***

Se saludaron afectuosamente en la plazoleta de la ermita. Su larga historia de amor estaba ya tan lejos, que la amistad no podía despertar murmuraciones.

Lola había salido del santuario, sin reparar en el paisaje, y recomendaba inquieta a sus dos hijas, de veinte a veinticinco años, que se abrigasen bien, molesta por la brisa que revolvía sus cabellos.

Al ver a Enrique sonrió con la franca lealtad de los corazones tranquilos y le tendió la mano, preguntándole:

—¿Cómo te encuentras?

—Mal, mal—repuso él—; el estómago perdido, el organismo destrozado...

Por un acuerdo tácito se colocaron el uno al lado del otro, y empezaron el descenso. Apoyaba penosamente Enrique en su bastón el cuerpo flácido, sacudido por la tos ronca que le desgarraba el pecho; movía Lola con pereza los pies, naneando con el enorme corpachón, deformado por la grasa... Las dos jóvenes corrían delante y alcanzaban ya el límite de los cercanos naranjales, andando y desandando el camino con alegre aturdimiento.

—¿Te fatigas?—preguntó Lola a Enrique con voz jadeante.

—No, no—repuso él, sofocado.

Unos pasos más allá se detuvieron, se sentían tan cansados, que sin confesárselo se dejaron caer junto a la acequia, contra el tronco de un naranjo.

El manto de la noche empezaba a desplegarse sobre la tierra; la luna aparecía como una deslustrada bola de plata entre las nubes que la velaban; la brisa se había hecho más viva, los naranjos, despojados de sus frutos en la reciente recolección, tenían un verdor sombrío, y la acequia corría con rumor cristalino, chocando contra los chinorros y obstáculos hallados en su curso.

La mano nacida del enfermo cogió una de lasregordetas manos de Lola, y quedamente murmuró:

—¿Te acuerdas?...

Al chocar de sus miradas hubo un beso de luz; un rayo de amor, un milagro de juventud operado burlonamente por la Naturaleza en dos seres enfermos y viejos.

—¡Oh, Lola!—gimió él—; ¡qué imbécil he sido!... El trabajo, la ambición, la lucha a que sacrifiqué todos los días hermosos de la existencia... Y ahora, ¿de qué me sirven?...

— ¡Qué tarde lo conoces, Enrique!—repuso ella.

—Tarde porque tú me abandonaste en el camino... y me faltó mi compañera... Porque tú fuiste mil veces más egoísta que yo, y buscaste para ti la dicha... sin esperarme...

—No, no; te equivocas... me casé con mi difunto esposo, porque los años pasaban y tú no volvías... me creía olvidada. ¡He sufrido tanto! Él ha sido bueno... pero yo jamás sentí a su lado aquel fuego que habías encendido tú... Yo le ofrecí un corazón gastado y un cuerpo que encontró en el ensueño goces imposibles en la realidad..

Los dos callaron. Enrique comprendía cuánta verdad encerraban las palabras de la pobre mujer, cuya vida había destrozado. Se daba cuenta de la desesperación con que aquella semiárabe levantina se arrojó en brazos de un burgués grosero, para aplacar el ansia que él encendió en sus venas... Su cobardía de la juventud labró la desdicha de los dos. ¡Qué felices y tranquilos hubiesen pasado los días al lado de ella! ÉL no sería ahora un pobre enfermo solitario... Recordaba con pena un día semejante a éste en aquel mismo sitio, cuando sus vidas se confundieron un momento. Pudieron haber marchado juntos siempre. Y él trazó una línea divergente, pensando hacerla paralela.

—Tú al menos tienes tus hijas...—balbuceó Enrique,

— ¡Mis hijas! ¿Sabes cuántos dolores me aguardan con ellas? Asunción quiere ser artista, dejar este pueblo, correr el mundo... todo ese mundo desconocido, al que me sacrificaste tú y que me asusta...

—¿Y qué piensas hacer?

—Dejarla... Sé ya lo que es sufrir las existencias contrariadas... ¡Que sea libre! Remedios, en cambio, se casará con su primo el boticario, y no abandonará jamás nuestro terruño.

—Pero lo que desea Asunción, ¿no te parece peligroso?

—¿Por qué? El peligro está en torturarnos. Si ella aspira a una existencia más amplia, a un horizonte más grande, ¿cómo sujetarla? Sufriría... y yo no quiero que sufra.

—Pero si se equivocase, si no venciera en el arte, si la vieras volver pobre y vencida... como yo...

Vaciló Lola.

—No—dijo al fin—; no debo oponerme a su vocación... ¿Dices que el mundo puede destrozarla? ¿Acaso me libró a mí el alejamiento, lo vulgar, lo monótono e insignificante de mi existencia, de conocer el dolor? ¡La paz de la aldea! ¡La virtud delas'mujeres modestas! Ríete de eso... Ya soy vieja, y puedo hablarte claro... Las grandes artistas hacen alarde de vicios, porque el mundo se ios tolera cuando saben imponerse; nosotras, las burguesas, somos hipócritamente tan viciosas como ellas... y a la vejez ellas están satisfechas... nosotras, martirizadas por los deseos irrealizables, por la vida que no hemos vivido...

Enrique miraba asombrado a Lola; jamás la había visto así... Era un milagro de transfiguración en que su espíritu escapaba en una explosión de sinceridad contenida siempre, una confesión íntima arrancada de su alma en la calma plácida de la noche evocadora de su primer deseo y de la revelación primera.

Los años se esfumaban ante ellos, se veían jóvenes otra vez. Enrique contemplaba con ilusión poderosa la deformada silueta de su antigua amada... Lola abría los marchitos ojos para fijar en él una mirada suprema. Las manos se unieron con ansia, y a su contacto se disipó el ensueño en la triste realidad de la impotencia...

Cerró Enrique ios ojos y dejó caer Ja cabeza sobre el abultado seno de Lola... Se estrecharon con un gemido de angustia. Era el supremo instante en que al querer recobrar el bien perdido, la Naturaleza les hacía una mueca burlona... ¡Ya era tarde! El ser humano, más desdichado que el gusano, pierde en el laborar los hermosos días de la juventud; el triunfo llega con la vejez y la impotencia.

De cuanto les rodeaba, sólo ellos habían envejecido: el agua de la acequia corría cantando su canción de vida y el aire sacudía el polen de las palmeras y las ramas de los naranjales.

La voz de las hijas de Lola resonó con vibración juvenil, agitando los cascabeles del aire:

— ¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué haces?

—Ya voy... ya voy; me despedía de don Enríque...

—¿No ves que se aproxima la tempestad?

—Sí... sí... la tempestad... la noche... la noche...

Y los dos ancianos se estrecharon la mano con rubor en las mejillas... Enrique la sujetó un instante murmurando:

—¡Pobre Lola!... Tienes razón; nosotros no hemos vivido...

Se alejaron en direcciones opuestas. Soplaba con violencia el viento; negros nubarrones parecían islas perdidas en un mar tempestuoso que azotaba sus costas... La luna se había hundido en profundidades de sombra, y las estrellas, titilantes, parecían faros de puertos remotos o de ciudades fantásticas... formadas tal vez por los deseos insaciados de todos los que sacrificaron sus juventudes en aras de la ambición, de todos los que no vivieron.

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