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Gustavo Adolfo Bécquer

"El caudillo de las manos rojas"

Canto cuarto

Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning

 
 
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El caudillo de las manos rojas
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I

-Hijo mío -dice Schiven al Sueño-, baja a la tierra y sé el mensajero de mis iras.

El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. -¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?

II

Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen: -Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por el boa.

III

De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.

IV

He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el corazón como una montaña de plomo.

V

El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes.

El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.

VI

La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso de ópalo.

VII

Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para lanzarse al éter: allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica, profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la conserva, la visión del caudillo.

VIII

La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas ramas del boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en

los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.

IX

Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.

X

De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan terrible.

XI

Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso. -¿Oyes -dice al príncipe,- oyes esa voz que resuena en la espesura? -Es el viento que azota los palmares -responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que bordan las lindes del sendero.

XII

Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez más terrible. -¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? -interrumpe de nuevo la hermosa.- Es la lluvia que agita las lianas -añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. -¿Oyes? -vuelve ésta a interrumpir; alguien respira alrededor nuestro. -Échate en tierra -grita Pulo de repente; el tigre va a saltar sobre nosotros.

XIII

Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.

La flecha del príncipe parte.

A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.

XIV

La lucha se traba.

Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.

XV

La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido: al brillante y súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el mundo.

XVI

El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible transformación, las de una serpiente.

-Ya no me queda ningún género de duda -exclama- Schiven desea mi muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar con los dioses!... Mas no importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.

XVII

El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que la del boa secular que se despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por segunda vez su puñal.

XVIII

La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y agudo: el príncipe sin aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del Jawkior.

Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.

XIX

Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.

La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.

El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.

Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del Océano.

XX

-Caudillo -exclama el antagonista de Schiven con acento airado,- ¿para qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:

-Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo: he aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.

XXI

-Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? -exclama el príncipe.

-Levántate -prosigue el dios,- toma tu arco, descálzate las sandalias, y abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta: éste lo conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.

XXII

Vichenú desaparece: los árboles recobran su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.

El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.

Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.

XXIII

En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.

El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.

XXIV

-Siannah -dice el caudillo con voz ahogada por el llanto. -Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh!, vuelve, vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin lágrimas.

XXV

Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces: todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.

XXVI

-Insensato -dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la boca de donde parte:- ¿que vas a hacer?

El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:

-Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.

Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira; los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos del pasado.

La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había aparecido en sueños.
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