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Gustavo Adolfo Bécquer

"El caudillo de las manos rojas"

Canto tercero

Biografía de Gustavo Adolfo Bécquer en Albalearning

 
 
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El caudillo de las manos rojas
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I

Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.

II

También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del Océano.

III

Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombrios donde el boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.

IV

Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre sus espaldas.

V

El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.

VI

Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las rarnas de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y esmeraldas.

VII

Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.

VIII

El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?

IX

Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.

La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.

Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.

X

Pulo es el primero que interrumpe el silencio.

-¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!

¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?

XI

Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en un lago. -Pulo -exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos instantes de la tierra-, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la muerte? -Es cierto -responde el príncipe-; el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido. Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.

XII

-Pulo -exclama a los pocos instantes la hermosa- ¿es verdad que existe un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor? -Sí. -¿Lo conoces? -Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas... ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña?No sé... la sombra de este bosque me hace daño... prosigamos nuestra jornada. -¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y la luz comience a palidecer. -Esperemos -murmura Siannah-; pero entretanto aparta tus ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.

XIII

-Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea... Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.

La beldad de las trenzas de ébano canta:

I

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con sangre.»

«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros enemigos.»

«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea.»

«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas se templa con sangre.»

II

«Allá van semejantes en...»

Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto. -¿Por qué -exclama el príncipe- no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para que los recite una hermosa?

XIV

-Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras. -Pulo... -Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.

Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente como una ola que se hincha coronada de espuma.

LA VUELTA DEL COMBATE

I

«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia de su adorada.»

LA VIRGEN.- «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el polvo de la gloria.»

EL CAUDILLO.- «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte en una copa de rubí.»

II

LA VIRGEN.- «¡Alma de la Creación! ¡hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama.»

EL CAUDILLO.- «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona de laurel del caudillo.»

III

LA VIRGEN.- «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?»

EL CAUDILLO.- «Virgen, es el amor que pasa.»

XV

El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un beso.

¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.

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