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Concepción Arenal

Concepción Arenal

La educación de la mujer

Cap 2

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Biografía de Concepción Arenal en Wikipedia


 
 
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Música: Bartok - Seven Sketches, Op. 9b (Sz.44) - 1: Portrait of a girl

II

Medios de organizar un buen sistema de educación femenina y grados que ésta debe comprender. 
Cómo pueden utilizarse los organismos que actualmente la representan en punto a cultura general.

OBRAS DEL AUTOR
Fábulas y cuentos
El lobo murmurador
El sobrio y el glotón
Otros
La educación de la mujer
COLECCIÓN DE FÁBULAS

Autores

Agustín Moreto
Andrés Bello
Antonio de Trueba
Arcipreste de Hita
Augusto Monterroso
Concepción Arenal
Esopo
Félix María Samaniebo
Fernández de Lizardi
Francisco de Rojas Zorrilla
Francisco Martínez de la Rosa
José Rosas Moreno
Juan Eugenio Hartzenbusch
Juan Ruiz de Alarcón
Manuel del Palacio
Miguel Agustín Príncipe
Pedro Calderón de la Barca
Rafael Pombo
Ramón de Campoamor
Tomás de Iriarte
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Dados los pocos recursos pecuniarios e intelectuales con que cuenta la educación de la mujer, y la indiferencia, si no la prevención, desfavorable con que el público la mira, sería en vano pedir fondos para crear muchas y bien organizadas escuelas; lo único práctico nos parece introducir en las actuales algunas modificaciones, o siquiera la idea de que, si es preciso instruir a la mujer, no es menos necesario educarla, para que moralmente sea una persona y socialmente un miembro útil de la sociedad.

Ya se concede que hay que educar a la mujer lo necesario para que sea buena esposa y buena madre. Y ¿cuál es lo necesario para eso? No está bien determinado y aparece con la vaguedad de las cosas que no se ven claramente, ni pueden verse, porque no tienen existencia real. En efecto; la buena esposa y la buena madre es una ilusión si se prescinde de la buena persona, y la buena persona es ilusoria si se prescinde de la personalidad.
 
Es un error grave, y de los más perjudiciales, inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa y madre; equivale a decirle que por sí no puede ser nada, y aniquilar en ella su yo moral e intelectual, preparándola con absurdos deprimentes a la gran lucha de la vida, lucha que no suprimen, antes la hacen más terrible los mismos que la privan de fuerzas para sostenerla: cualquiera habrá notado que los que menos consideran a las mujeres son los que más se oponen a que se las ponga en condiciones de ser personas, y es natural.
 
Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independiente de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo que realizar, e idea de que la vida es una cosa seria, grave, y que si la toma como juego, ella será indefectiblemente juguete. Dadme una mujer que tenga estas condiciones, y os daré una buena esposa y una buena madre, que no lo será sin ellas. ¡Cuánta falta le harán, y a sus hijos, si se queda viuda! Y, si permanece soltera, puede ser muy útil, mucho, a la sociedad, harto necesitada de personas que contribuyan a mejorarla, aunque no contribuyan a la conservación de la especie. La falta de personalidad en la mujer esteriliza grandes cualidades de miles de solteras o viudas, y no es poco el daño que de su falta de acción benéfica resulta.
 
Los que dirigen, auxilian o influyen en los establecimientos de enseñanza de la mujer deberían procurar que su educación concurriera eficazmente a formar su carácter, no contentándose con que saliesen de la escuela alumnas instruidas, sino aspirando al mismo tiempo a que fueran personas formales.
 
Convendría inculcar repetidamente la obligación del trabajo, tarea perseverante, útil, reproductiva, y no frívolo pasatiempo; del trabajo que dignifica, contribuye a la felicidad, consuela en la desgracia y es un deber que, cumplido, facilita el cumplimiento de todos los otros. Con decir esto no se dirá nada nuevo, pero se recordará mucho olvidado y más no practicado en un país en que, respecto a las mujeres de las clases bien acomodadas, no se tiene generalmente idea de que deben trabajar porque no necesitan ganarse la vida. Prescindamos, que no es poco prescindir, de que estos propósitos de holganza van unidos a los proyectos de que la vida la ganará un marido que no viene, o que hubiera sido mejor que no viniese. ¿La vida se reduce a comer? Todo el que no tenga de ella tan bajo concepto, comprenderá que la vida que no sea solamente material, y con riesgo de ser brutal, la vida de la conciencia, de la inteligencia, del corazón, no puede ser obra del trabajo de otro, y tiene que ganársela uno mismo.
 
«El que no trabaja que no coma», ha dicho San Pablo. Muchos comen que no trabajan, pero ninguno que no trabaja es persona; es cosa, que anda descalza o en coche, cubierta de galas o de andrajos, pero cosa siempre. La persona es una actividad consciente y útil; todo lo demás son cosas que, según las circunstancias, podrán ser más o menos perjudiciales, pero que lo son siempre para sí y para los demás, porque en el combate de la vida no hay neutralidad posible; hay que decidirse por el bien o por el mal.
 
Contribuiría mucho a formar el carácter serio de la mujer y consolidar su personalidad el que se interesara y tomase parte activa en las cuestiones sociales. ¡Cómo! ¡Meterse ella en el intrincado laberinto de la oferta y la demanda, de la concurrencia y el proteccionismo y el libre cambio, de las relaciones del trabajo y el capital, etc.!
 
No es necesario que entre en estas cuestiones, o que entre todavía; pero todas ellas tienen una fase muy sencilla que no necesita estudiarse y que basta con sentirla: esta fase es el dolor sin culpa, y ¡ay! casi siempre sin consuelo. ¿Quién más que la mujer puede y debe darlo?
 
Los hombres que han calificado el sexo de piadoso no llevarán a mal, antes deben aplaudir, que tenga piedad de los que sufren y procure consolarlos.
 
Hay una huelga: los patronos ven exigencias injustas de los obreros; éstos, tiranías crueles de los patronos; las autoridades, una cuestión de orden público; los egoístas indiferentes, un tumulto que turba su sosiego; brotan odios, injurias, calumnias, abusos de la fuerza, excesos iracundos de la debilidad desesperada. Y ¿no hay más que eso? Sí; esos miles de hombres, que resuelven no trabajar para mejorar las condiciones del trabajo, tienen miles de hijos que carecen de pan desde el momento que su padre no gana jornal, y en su miserable vivienda está la fase más terrible de la cuestión: el sufrimiento de los inocentes, porque los niños lo son, tengan o no culpa los padres. Lo más terrible de las huelgas (donde no hay fuertes cajas de resistencia, como sucede en España) no está en los tumultos de las calles y de las plazas; está en casa del obrero, donde la miseria tortura e inmola sin ruido, porque el llanto de las débiles criaturas no se oye. La mujer debe oirlo, debe resonar en su corazón; y la huelga, signifique para los hombres lo que significare, razón o absurdo, justicia o iniquidad, será para ella dolor inmerecido. Y ¿no le llevará algún consuelo?
 
En todo problema social hay una fase dolorida; y suponiendo que sea la única que puede entender la mujer, tiene, por desgracia, bastante extensión para ocupar su actividad bienhechora. Todo el bien que en este sentido haga, se convertirá en un medio de perfección.
 
Nada más propio para dar gravedad al carácter y consistencia a la personalidad que la contemplación compasiva de tantos dolores como entraña esa cuestión de cuestiones que se llama la cuestión social.
 
Cuando se sabe lo que pasa en las prisiones, en los hospitales, en los manicomios, en los hospicios, en las inclusas; cuando se ven miles de niños preparándose al vicio y al crimen en la mendicidad, y cruelmente maltratados si no llevan el mínimo de limosna que sus verdugos les exigen; cuando se compara el precio de las habitaciones y de los comestibles con el de los jornales, que tantas veces faltan; cuando se considera este cúmulo abrumador de dolores que no se consuelan, de males a que no se busca remedio, ocurre preguntar: ¿Dónde están las mujeres?
 
Algunas están donde deben, pero son pocas; tan pocas, que su actividad benéfica se pierde en la inercia general. ¿Por qué así? Por muchas causas que aquí no podemos analizar, ni enumerar siquiera, limitándonos a comprobar el hecho, de una desdichada evidencia.
 
No lo condenamos en nombre de ideas atrevidas, ni de novedades peligrosas; no se trata de cuestiones intrincadas, de problemas difíciles, de derechos controvertidos, de aptitudes dudosas; se trata de practicar las obras de misericordia, ni más, ni menos.
 
Esta práctica, que no debe ser alarmante aun para los que son hostiles a la ilustración de la mujer, contribuiría eficazmente a su educación, como lo prueba la experiencia en los países en que las mujeres, tomando gran parte, y muy activa, en las obras benéficas, fortalecen en este trabajo piadoso altas dotes que sin él se debilitarían, y ennoblecen y consolidan su carácter.
 
No podemos tratar aquí de cuánto influiría para el bien en las cuestiones sociales el que la mujer tomase parte en ellas consolando los dolores que son su causa o su consecuencia; debemos limitarnos a decir y repetir que la desgracia que se conoce, se compadece y consuela, enseña, eleva y fortalece mucho; es decir, que es un grande elemento de educación.

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