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PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

"El extranjero"

Capítulos | 1 | 2 | 3 |

Biografía de Pedro Antonio de Alarcón en AlbaLearning

 
 
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El extranjero
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El extranjero
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II

-Buenos días, abuelo... -dije yo.

-Dios guarde a usted, señorito... -dijo él.

-¡Muy solo va usted por estos caminos!...

-Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá...?

-Voy a Almería..., y me he adelantado un poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos.

-¡Vamos! Ese libro es alguna historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba?

-¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero y santiguarse!

-Pues, ¡qué demonio!, hombre... ¿Por qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!

-Es mucha verdad.

-¿Piensa usted andar largo?

-¿Yo? Hasta la venta...

-En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos camino.

-Con mucho gusto. Esa cañada me parece deliciosa. Bajemos a ella.

Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.

Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo.

Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero se paró de pronto.

-¡Cabales! -exclamó.

Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse.

Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente.

-¡A ver, abuelito!... -dije, sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.

-¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él, estremeciéndose.

-Yo no sé más... -añadí con suma calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más señas!

-¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?...

-Me lo dicen sus oraciones de usted.

-¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.

Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce.

-Siéntese usted aquí, amigo mío...-le dije, alargándole un cigarro de papel.

-Pues verá usted, señorito... -Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!...

-Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro.

-¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio...

-¡Cuarenta y cinco años! -medité yo.

Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos!

Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo:

-¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros...

-¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia.

-¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido!

-¡Ya lo creo!

-¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón..., del bribonazo que murió ya... Porque ahora dice el señor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito?

-¿Qué quiere usted que yo le diga?

-¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas cosas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero entonces ya me habré yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco.

El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Tenía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba...

Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura.

-¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo.

Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.

La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora...

Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca!

En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares.

-¡Cállate, didón, perro, gabacho! -le decían.

Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho.

Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose, muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!... ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí... ¡Y a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡Y con la terciana en aquel momento mismo!...

-¿Cómo pudo resistir?

-¡Ah! ¡No resistió!...

-Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?

-¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!

-Prosiga usted, abuelo... Prosiga usted.

-Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas...

Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!...

-¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas.

Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas.

Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo.

Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma a Dios.

Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo.

Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir...

Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de barrilla.

-¡Eh, camarada! -me dijeron, apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo!

Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero.

-¿Dónde va usted? -me preguntaron cuando hube subido.

-Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad!

-¡Fuera sermones! -gritó uno de los verdugos.

-¡Un arriero afrancesado! -dijo el otro.

-¡Charla mucho... y verás lo que te sucede!

La culata de un fusil cayó sobre mi pecho...

¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, además de mi padre!

-¡No irritar! ¡No incomodar! -exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.

-¡Descarga la barrilla! -me dijeron los soldados.

-¿Para qué?

-Para montar en el mulo a este judío.

-Eso es otra cosa... Lo haré con mucho gusto -dije, y me puse a descargar.

-¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó Iwa-. ¡Tú dejar que me maten!

-¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.

-¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!...

-¿Quieres que yo te mate?

-¡Sí..., sí..., hombre bueno! ¡Sufrir mucho!

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:

-¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica... ¡Dejadme solo con este hombre!

-¡No digo que es afrancesado! -exclamó uno de ellos.

-¡Arriero del diablo -dijo el otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma!

-¡Militar de los demonios -contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay! -continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey..., ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos!

-¡Basta de letanías! -dijo el que siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.

-Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras.

-¡Es muy sencillo! -repuso el primero-. ¡Mira!

Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.

Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir.

Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir.

En seguida los soldados me dieron una paliza con las baquetas de los fusiles.

El que había matado al extranjero le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.

¡Era la credencial del empleo que deseaba!

Después desnudó a Iwa, y le robó... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.

Entonces se alejaron hacia Almería.

Yo enterré a Iwa en este barranco..., ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo.

Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.

-¿Y no volvió usted a ver a aquellos soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban?

-No, señor; pero por las señas que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero...

En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro.

¡Habíamos llorado juntos!

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